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tentosas conquistas que han de considerarse como consecuencia de la de aquel reino, en cuyo obsequio ostentó la sede pontificia cuanta suntuosidad cabe en funciones de piadoso júbilo, en tanto que Fernando é Isabel, tambien por devocion, por política, ó por ambas cosas á la vez, decretaban la expulsion de cuantas personas hubiese en sus dominios fuera del seno de la iglesia cristiana.

Hubieron de abandonar el pais millares de familias israelitas y mahometanas, que con su comercio é industria mantenian la riqueza española; al paso que otras, ya cedieran al grito del amor patrio, ya reconocieran el terrible menoscabo que habian de sufrir sus jéneros extrayéndolos, se resolvieron al bautismo; conversion sino falaz, sospechosa al menos, y que de todos modos ponia en peligro la tranquilidad pública, como que entre estos cristianos nuevos las prácticas relijiosas se cumplian por puro deber, cuando el supersticioso castellano, envanecido con el triunfo, y no poco exijente, queria que concurrieran á ellas con demostraciones de bien sentida fé.

Comenzaron con esto á enconarse los ánimos; renacieron inveteradas enemistades; siguióles un recíproco é insultante desprecio; y tomaron tal auje los odios, que hubo de apelarse á una implacable venganza, entrando en ella majistrados, juristas, funcionarios, y hasta la misma reina, no obstante su prudencia, y sus benéficos sentimientos. Las reacciones civiles no son de comparar, ni con mucho, con las reacciones relijiosas, sobre todo cuando se arma el pueblo, no para combatir una pertinaz herejía, sino todos los dogmas de una relijion contraria; en este caso enmudece la clemencia, el hombre se convierte en tigre, y no quiere que corra la sangre á torrentes, ántes goza viéndola instilar hilo á hilo de las

venas del idólatra, cuya alucinacion, tan culpable en sentir del creyente, merecedora es de un interminable é impío tormento.

He ahí la causa primordial del restablecimiento de la inquisicion en España, solicitada con afan tanto por un clero demasiado ganancioso en esta nueva contienda, y otorgada por los reyes con señaladas muestras de proteccion; tribunal terrible que tan directamente influyera en los destinos del pais. Decimos terrible porque no hay que disimularse el rigorismo, la vituperable inhumanidad de sus primeros actos; y si bien libertara á la España de las guerras de relijion, que aflijieron á la mayor parte de la Europa, todavia no fueran disculpables, á no abstraernos de las ideas del dia, y de ese tolerantismo que de un siglo acá nos gobierna; que en tal hipótesis, ajustados con las máximas de aquella época de ignorancia, de fanatismo, de groseras costumbres; recordando que á fines del siglo XIV la supersticion era el alma de los pueblos, sobre todo en España, donde la relijion cristiana, en continuo roce con el judaismo y el islamismo, encrudecida con la guerra y los insultos, se habia hecho intolerante é implacable; mucho menos extrañarémos que las masas, deslumbradas con tan señalados triunfos, viesen la institucion del Santo-oficio como cosa muy apropiada á sus miras, y á las circunstancias; prestándole por lo mismo ese apoyo, ese impulso que tanto desdice de nuestras costumbres.

Pierde sus justos títulos la crítica cuando se examinan los hechos bajo un punto de vista relativo, apartándose de induciones mas o menos aventuradas, y huyendo de la exajeracion. Yo no soy fatalista; no quiero hacerme cargo de la parte que pudo caber á la política en el resta

blecimiento de esa inquisicion, conocida ya en España desde 1240, pero ante los restos activos y turbulentos de la relijion musulmana, oríjen de tantas disensiones, consecuencia natural me parece. Observemos ademas que solo dos ó tres son los autores contemporáneos que vituperaron, y eso indirectamente, la institucion de ese tremendo tribunal, tan popular en sus dias, cuando todos los demas le colmaron de encomios; siendo muy probable que hoy mismo hicieran de nuevo su apolojía, dado que al mundo volvieran con las ideas absolutas de su época; circunstancia que arguye victoriosamente contra los descompuestos ataques que de algun tiempo á esta parte le asestan las pasiones, ó el débil destello de esa filosofía desdeñosa é incrédula, que tan torcidamente guió el espíritu del último siglo.

CAPITULO II.

La monarquía española constituida. Se propone Cristoval Colon el descubrimiento de las Indias. Preséntase con este objeto á la corte de Lisboa, y en seguida á la de España. Desprecian los sabios de Simancas el plan de Colon. Dispónese este pasar á Francia despues de muchas humillaciones y desaires, pero la reina Isabel le detiene, entra en sus miras, y ordena la ejecucion de ellas.

Tomó la Castilla el nombre de reino de España desde que se le agregaron los de Granada, de Aragon y de Cataluña, adquiriendo la preponderancia de una de las monarquías de primer órden, porque sus entendidos y laboriosos soberanos, movidos de un comun celo, no pararon hasta plantear en ella una administracion que supo contener los excesos del feudalismo, al paso que reparar los estragos que la corrupcion de sus predecesores hiciera.

Poseedores de cuantos elementos convienen al logro de las grandes empresas, y ayudados del aura popular, fácilmente pudieron poner en juego todos los resortes de la complicada máquina en que ruedan la suerte y el porvenir de las grandes naciones, desplegando afanosos el valor, la prudencia, la constancia, la grandeza de ánimo y los talentos de que dotados se vieran esos ilustres esposos, que en dicha de la España habia unido el destino, reservando á su ingénita justicia, á su política, y á su exquisito discernimiento para penetrar el corazon humano, los tantos trofeos que á mayores glorias les llamaran.

Y es de notar cuanto luce al lado de esas dotes per

sonales, la hipocresía, la estudiada solapa con que Fernando marcha tras la realizacion de su ardua y no menos jigantesca empresa, aparejando con leyes de prudente reserva el establecimiento de un sistema de equidad y de justicia entre sus vasallos, y el despojo de las regalías que la grandeza se habia apropiado en deslustre de la corona; pues á todo esto le empeñaba la buena armonía que guardaban con él las naciones vecinas, y la tranquilidad de sus estados, donde la severa viijlancia del Santooficio traia amigos y enemigos callados y sumisos entre la unidad de creencias y de opiniones.

Como el pueblo se mantuviera siempre en manifiesta oposicion à la nobleza, y como comprendiera en las miras de Fernando la rejeneracion de su existencia política, y el asiento del principio democrático que mas ó menos tarde habia de romper el vasallaje, resuelta y denodadamente favoreció la reforma; pero la santa hermandad fue el poder material de que echaron mano los reyes españoles, como de los archeros, en su tiempo, el monarca francés Cárlos VII. En tésis jeneral bien cabe avanzar que la política de aquellos monarcas fue un traslado de la de sus vecinos. ¿Quién no descubre en los principios de Fernando, en su imperiosa índole, en sus desvelos por humillar el orgullo de la nobleza, la propia persona de Luis XI? Sí que hubo en el rey castellano mas tacto, mas juicio, pues que, lejos de desairar á los nobles posponiéndolos descubiertamente á jentes de oscura condicion, dando así motivo á interminables guerras civiles, se los atrae con confemplaciones, en tanto que indirectos medios, hábilmente combinados, hacen su descrédito, y que ellos mismos se labran, sin pensarlo, la pérdida de sus privilejios, la de su prestijio, hasta

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