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clase de sirvientes, contaba el joven Lautaro, criado ya habia mucho tiempo de Valdivia, y á quien este hiciera bautizar con el nombre de Felipe. Mozo de jenio alegre, activo y sobrado inteligente, se supo granjear el cariño de su señor, y queríale este tanto que apenas si le apartó de su lado ni en las campañas, ni en las invasiones que cumplió durante los años de su gobierno en aquel pais. Este continuo roce con un hombre del temple de Valdivia pasó al alma del jóven indio un resalto de gloria y de ambicion que crecia con la edad, sin por ello pensar en hacerse desleal ni pérfido, antes se mantuvo fiel á las órdenes de su amo, y muy de parte de los intereses de los Españoles, con cuyas costumbres se avenia perfectamente; hasta que, asaltado de repente de una inspiracion patriótica, se dejó ir á un acto que fuera incomprensible, á no suponerle motivo en las desgracias de sus conciudadanos.

Metido entre los Españoles durante esta tan sostenida y furiosa lucha, harto debió ver cuan rendidas quedaran las fuerzas de unos hombres que con tanto brio contuvieron la acometida cien veces renovada por millares de enemigos; comprendió por lo mismo que aquellos no podrian resistir esforzados á una segunda prueba, y en consecuencia se resolvió á pasar al campo araucano, contando alcanzar un triunfo breve y completo si lograba alentar á sus compatriotas, y traerlos de nuevo al combate.

Parecióle esta accion muy noble, muy leal, y sin el menor escrúpulo marchó á ejecutarla para libertar á su pais de un enemigo á cuyo servicio la fuerza ó las circunstancias le habian arrastrado. No le fue difícil el paso; estaban los dos campos tan inmediatos entre sí,

que burlada la vijilancia de las abanzadas españolas, al instante se halló entre los suyos.

Como en llegando viera el crecido número de heridos y de muertos, traidos del campo de batalla en obsequio de vulgares preocupaciones, tomó su indignacion tal incremento, tanto se exaltaron sus potencias, que discurriendo acerca de la santa causa por qué aquellos cuerpos habian sido sacrificados, llamando á la venganza, y prometiendo entusiasmado el triunfo, despertó en sus compatriotas aliento, furor, desesperacion, y desesperados, en efecto, volvieron contra los Españoles; porque prendiendo en los Araucanos el fuego patriótico que con zelo tanto supo atizar el jóven Lautaro, con clamores de únanime y feroz aprobacion, se le aplaudia por todas partes, los fujitivos entraron otra vez en masa, y todos siguieron tras el que acababa de arengarles.

Con sobrada sorpresa repararon los conquistadores este retorno de los Indios, pero esperaron serenos á la defensiva, aunque con cierta inquietud, como hombres que comprendian su falsa y peligrosa posicion. Terrible fue el arrojo con que Lautaro cargó antes que los demas jefes indios, si bien estos no tardaron en venir á la funcion, haciéndose otra vez jeneral, para ver en ella como los capitanes españoles, llenando á la vez los deberes de soldados y de jefes, andaban por entre las masas en busca de caudillos indios, como si de la muerte de estos hubiera de depender el vencimiento. Pronto mató Diego de Oro al intrépido Paynaguala, pero para morir él mismo en seguida á manos del famoso Caupolican; casi igual desgraciada suerte cupo á Juan de Mesa, á quien Mariantu abrió la cabeza de un terrible porrazo que le asentó; por manera que así de encruelecidos, así de ar

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rojados todos los demas cabos, no parece se satisfacian sino arrancándose recíprocamente la vida, con tal empeño, con desprecio tanto de la propia que el valor rayaba en ferocidad..... Pero nadie mostró la temeridad que el impávido Valdivia, quien, sin reparar en el número, ni en los riesgos, rompe audaz por entre las masas tumultuosas, ábrese paso hasta el centro del enemigo, acomete al denodado Ongolmo, logra herirle, mas notando que Francisco de Reinoso iba á sucumbir bajo los tiros de Leucaton, marcha veloz en su defensa, y le aparta de una muerte inevitable si mas tardara en socorrerle.

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¿No eran vanos todos estos esfuerzos? No escusado ese valor heróico contra batallones que se sucedian en la lid con admirable regularidad y rapidez?... El jóven Lautaro pensó cuerdo que del demasiado número de combatientes cerca anda la confusion, y por tanto dispuso la jente en seis cohortes, cada una de ellas bajo las órdenes de caudillos alentados y expertos, teniendo estos que atacar por turno, y solo cuando la division empeñada en la refriega se sintiese descompuesta, debilitada, ó tan mal traida que no tuviera ya fuerza para imponer respeto á los Españoles; en este caso era cuando de refresco concurriria otra division á sostener el empeño.

Nada de semejante podian hacer los Españoles; antes el escaso número de los que allí se encontraran tenia que acudir á gastar sus fuerzas en constante accion, y así lo cumplieron hasta que molidos, quebrantados de tanto esfuerzo, cubiertos de heridas, los muy pocos que la muerte todavia respetara, ó cedieron, ó se contentaron con oponer una muy debil resistencia, en lo que tardaron (que no fue mucho) el rendir todos ellos el último suspiro en los llanos de Tucapel; porque pre

firieron perecer antes que cumplir una vergonzosa retirada, de que sin duda sus caballos pudieran haberlos sacado con bien.

No presenció el malhadado Valdivia este cruento sacrificio del resto de sus compañeros. Seguro de que su fin no andaba lejos, y dando, como siempre, oidos á los sentimientos relijiosos que su corazon abrigaba, se habia retirado con el capellan á un punto algo apartado del cerro Tomelenco, para recibir los auxilios de la relijion, y hacer así que la muerte no le fuese tan sensible. Mientras que cumplia este piadoso deber, los Indios de Huaticol le sorprendieron, y cargaron con tal ímpetu, que sin dar lugar á la defensa, ni á la fuga, mataron al ministro del altar, y prendieron al gobernador, cuya vida guardaron para mayor celebridad de su bárbaro triunfo, conduciéndole maniatado y lleno de heridas á presencia del toquí Caupolican, quien hubo de recibirle con una afabilidad ajena enteramente del carácter salvaje de aquellos Indios.

Con semblante sereno, con audaz continente pareció Valdivia ante el jefe araucano, pero el instinto de conservacion que la naturaleza tiene grabado en el alma de todo viviente, amortiguó en breve la arrogancia marcial del desgraciado que humilde y respetuoso llegó á suplicar se le guardara la existencia, bajo el firme propósito de retirar todos los Españoles de aquella tierra para siempre. El jóven Lautaro tambien interpuso su valer en favor de su antiguo amo, y ni á los ruegos de este, ni á las súplicas del infeliz prisionero resistiera Caupolican, en cuyo pecho sin duda se sustentaba la jenerosidad que ha de distinguir á los verdaderos militares, iba á pronunciar la gracia, cuando el sanguinario Leucaton, que con enojo

escuchara vozes de clemencia para con el mayor enemigo de su patria, le asestó por detras un tan terrible golpe con su macana que cayó exánime á los pies de sus vencedores.....

Esta accion temeraria, villana y feroz, propia es solamente de aquellos salvajes, y por ser entre ellos muy comun quedó el asesino impune, no obstante la reprobacion airada del jeneroso Caupolican.

He ahí el fin de ese célebre conquistador que acaso eclipsara los nombres de Corteses y Pizarros, á ser el teatro de sus empresas á medida con sus talentos, con su actividad, con su carácter atrevido y laborioso. Se le ha visto como con un puñado de aventureros arrestados, gana para la corona de España un número prodijioso de vasallos, enriqueciéndola con cerca de quinientas leguas de terreno; como se mantiene en constante lucha contra numerosas tribus enteramente feroces é incultas, y alentadas; como en muy corto período funda, en un pais con justas pretensiones de nacion, siete poblaciones crecidas, todas ellas con su iglesia, su cárcel, su casa de ayuntamiento, y los fuertes necesarios á su defensa. Sí que sus conquistas fueron sobrado rápidas, puesto que apénas si le costaran mas tiempo que el que demandaba la travesía del pais; pero desde el principio se advierte que en todas ellas presidió un cierto viso de equidad y de moderacion, harto suficiente para que la crítica de algunos historiadores, mas o menos injustos, no se ejerciera con abuso tanto contra aquellos hombres de tan acerado temple.

Tal era la ambicion de Valdivia, tanta el ansia de riquezas que le atormentaba, que los Indios no vieron mejor modo de saciarla como haciéndole tragar oro der

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