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vidas, antes que llevar el baldonoso yugo de extraña dominacion, por suave y paternal que se anunciase.

En el jóven don G. H. de Mendoza, que no contaba entonces sino veinte y dos años, no nos han de escasear dotes de merecida alabanza, y si demasiado dócil prestó oidos á cierta clase de hombres que, por responder á la envidia que los despedaza, echan mano de las armas de la calumnia, creyendo ser ella el mejor escalon para subir á honras de que en todos conceptos son indignos, tambien anduvo atinado tomando consejo de las personas mas señaladas del reino cuyo gobierno se le acababa de encomendar. Es de citar entre esas personas la del célebre licenciado Gonzalez Marmolejo, que sobre señalar cuantos eran los males que aflijian á cada una de las colonias chilenas, y cual el oríjen de ellos, todavía fue hasta el punto de indicar el remedio provocando á medidas de templanza y de jenerosidad para con los Indios, ya que la experiencia enseña que con el rigor, si el odio se encubre y disfraza, no por ello decae, ni deja de cumplir en su dia los estragos que en silencio prepara.

No perdió el gobernador las justas insinuaciones de aquel digno sacerdote, antes en cuanto supiera de una manera oficial, que así el ayuntamiento de Santiago, como los de las demas ciudades, habian cumplimentado la real provision, y que en la capital quedaba reconocido por su lugarteniente el oidor Hernando de Santillana, su auditor de guerra, porque el apoderado y maestre de campo Juan Ramon fue llamado á servir en el ejército con don Luis de Toledo, hecho teniente jeneral, jefe de la caballería, y destinado á ocupar el valle de Penco, ya volvió toda su atencion tras de medidas puramente administrativas.

Convocó, con este objeto, á todos los moradores de la Serena, y á cuantos Españoles en esta ciudad se hallaran entonces, unos vecinos de Santiago, otros de las demas colonias, para hacerlos comprender cuanto era de su desagrado el mal porte y trato que con los Indios se observaba, dando así motivo á la cruenta guerra en que se veian empeñados, y cuanto convenia el volverá un réjimen de tolerancia y caridad cristiana para con aquellos descarriados y fanáticos naturales que la persuasion, y no la fuerza, habia de traer al servicio de la relijion y del rey. Llamados de esta manera los colonos á sentimientos de humanidad y de templanza, dispuso el gobernador varias ordenanzas, ó bandos, entre otros uno que, sobre recomendarle política acertada, devolvió al hombre lo que á la dignidad de su ser se debia, siendo sus bases principales - 1a que ningun encomendero pudiese disponer para el laboreo de las minas sino de la sexta parte de sus Indios; 2a estos Indios habian de tener diez y ocho años cumplidos, y no pasar de los cincuenta ; 3a á cada uno de ellos se le habia de entregar en cada sábado por la noche el sexmo ó la sexta parte del oro que en la semana hubiere recojido; — 4a las mantenimientos para los trabajadores se habian de enviar á los minas en bestia de carga, todo á coste y porte del dueño;

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5a que estos dueños habian de instruir á los Indios en los preceptos de la relijion sin recurrir á amenazas ni á castigos, antes con filial ternura y cariño; - 6" que á ningun Indio se le obligaria al trabajo en dia festivo.

Y por que esas disposiciones surtieran el efecto que se apetecia quedó nombrado un alcalde para cada mina, con facultades harto latas contra los que á violar la ley se

propasaren, ya continuando el bárbaro é inhumano trato de que hasta entonces se habia hecho alarde, como si los inocentes Indios fueran indignos de compasion y de miramiento, ya escaseando los alimentos, porque en cantidad como en calidad habian de responder en adelante á lo que la conservacion de la salud individual prescribe, y á lo que necesita el reparo de las fuerzas gastadas en el trabajo cotidiano.

Tambien salieron tras estas otras reformas que dieron á la administracion de justicia mayor regularidad, y al desvalido medios con que hacer frente á las tropelías que comunmente cometen los poderosos; de suerte que como en los primeros pasos de su gobierno entrara el jóven don G. H. de Mendoza con disposiciones amoldadas todas ellas en la mas perfecta equidad, se acarreó las voluntades, despertó un indecible entusiasmo, y de todas partes salian hombres brindándole con servicios de toda especie, y hasta con el sacrificio de sus vidas, á tal de concederles el apetecido honor de alistarse en sus banderas.

En tan buena disposicion de los ánimos, ya comenzó el gobernador á dictar medidas con que llegar al necesario conocimiento del estado de las colonias españolas, como del aprieto en que el enemigo pudiera tener algunas de ellas, particularmente las de la parte del sur, que tanto hostilizaban los indómitos Araucanos. Mandó con este objeto á la Imperial una lancha, y órden al gobernador militar de aquella plaza, previniéndole que, si las circunstancias lo permitian, habia de hâllarse en el valle de Penco con cincuenta caballos á los principios del próximo agosto (1), y para Valparaiso despacho (1) Se decia esto en mayo, cuyo mes todavía le pasó el gobernador en la

tambien tres de los bajeles de su propia armada, todos ellos encargados de conducir municiones de boca y guerra, con destino á las fuerzas llamadas á aquel referido valle.

En seguida, don G. Hurtado con toda su jente, y muchos de los hacendados de la Serena que voluntarios quisieron seguirle, se embarcaron en las naves restantes, y dieron vela para el señalado destino; pero como anduviera el invierno en su mayor reciura, pues ocurria la empresa en principios de junio, como se mirara la armada á los 35° de altura poco mas o menos, una tremenda tempestad vino á sacudirla con empuje tan violento que á pique de perderse estuvieron las embarcaciones, sobre todo la capitana (1) que hubo menester de alijar en mas de una mitad su cargamento, y que con otras dos naves logró, como por milagro, arribo al puerto apetecido, dispersas las restantes y forzadas del temporal hasta la bahía de Valparaiso, desde cuyo punto, volvieron sin riesgo á unirse con el gobernador.

Este habia desembarcado en la isla Quiriquina (2), Serena, aunque Olivares, Figueroa y Molina asientan que ya en el de abril habia desembarcado en la Concepcion. El mismo don García Hurtado de Mendoza dice desde la Serena á su padre : « Pienso rehacer y reforzar la >> caballería que irá á juntarse conmigo en Penco á la punta de la primavera. » (1) Ercilla iba en ella, y dice á este propósito en su Araucana, canto xv: De mi nave podré solo dar cuenta

Que era la capitana de la armada,
Que arrojada de la áspera tormenta
Andaba sin gobierno derramada.

(2) Segun Ercilla, los naturales de esta isla se arrimaron al puerto, y con inaudita resolucion pretendieron oponerse al desembarque de los Españoles, pero estos poniendo en juego la artillería, lograron inmediatamente ahuyentarlos. Ya hemos dicho que Ercilla iba con el gobernador; presenció los sucesos; no tenemos motivos para contradecirle en el que al intento relata, solo que considerándole de muy poca importancia, con indicarle aquí creemos haber satisfecho al deber de imparciales historiadores.

resuelto á esperar en ella en tanto que se cumplieran los rigores de la estacion, aunque dado enteramente á negociaciones de paz con los Indios enemigos, por medio de los naturales de la isla ocupada, que llevaron mensaje á Caupolican.

De antemano sabia el toquí araucano, y lo sabian todos los jefes indios, que un nuevo gobernador habia llegado á Chile, y con él un muy respetable cuerpo de soldados, porque mantenian espías diestros y vijilantes en todos los puntos del reino, y ni les faltaban tampoco servidores leales entre aquellos mismos Indios del repartimiento que con los Españoles vivian. Por tanto, nada de nuevo fueron anunciando los mensajeros del caudillo español, como por tal no se cuente la propuesta de una paz que, con solo envolver la mas remota idea de sumision, se hacia inadmisible en un pueblo que parece no apetecer la vida, en tal de no gozarla con la mas absoluta independencia. Así es que en sentir del toquí, y del mismo parecer asomaron todos los demas jefes araucanos, en parlamento jeneral convocado en Ongolmo, á virtud de la comunicacion de don G. H. de Mendoza, los In-` dios comisionados no volvieran al real castellano con mas respuesta que un solemne desprecio, ó quizás un reto revestido de valentonadas en forma de insultos, que en esta parte grande acopio pudieran recojer en aquel dia los mensajeros de la boca del destemplado y terrible Tucapel. Hallábase allí el cuerdo Colocolo, quien así como reparara que la juventud ardorosa se habia desahogado lo bastante, para permitir que la experiencia y las canas que la acreditan expusieran con templanza el consejo, sobre condenar las atolondradas máximas de los jefes reunidos, hizo empeño para que se admitiese la pro

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