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verdaderamente respetable, tomando en cuenta el valer de la escuela militar y de la disciplina, no menos que la importancia de los elementos que para ofender á su enemigo llevaba.

En presencia de un cuerpo semejante, ya no quiso el gobernador gastar inútilmente el tiempo manteniéndose en espera de un adversario cuyo vencimiento hubo de parecerle infalible, haciéndose tambien necesario, si se habia de atender al fomento de todos los establecimientos españoles, á la creacion de otros nuevos, y sobre todo á una administracion desembarazada y regular por medio de la cual vendrian á cicatrizarse las llagas que un continuo sobresalto, un pelear incierto, y una existencia de problemático porvenir, mantenian abiertas ; siendo causa de que todo vacilara, todo se presumiera sin estabilidad, sin arraigo.

Con este objeto, abandonando el fuerte de Pinto, y provisionalmente acampado en el valle de Penco, dispuso don García Hurtado de Mendoza que su maestre de campo don Juan Ramon tomase el mando de la infantería, llevando á sus órdenes el sarjento mayor Pedro de Obregon, y los capitanes don Felipe Hurtado de Mendoza, don Alonso Pacheco y Basco Suarez. Guarneció los flancos de esta arma compartiendo la de caballería entre los cabos don Luis de Toledo, y Martin Ruiz de Gamboa, entrando tambien en ella los capitanes Alonso de Reinoso, Rodrigo de Quiroga, y Francisco de Ulloa; y el gobernador se reservó un cuerpo volante, trayendo por su alferez al capitan Pedro del Castillo.

Así ordenada y dispuesta aquella jente, pronunció don García Hurtado una breve alocucion en la cual recomendaba disciplina, obediencia, y sobre todo constancia y

sufrimiento contra las largas fatigas y penalidades que precisamente habia de causar un enemigo terco, arrojado y envanecido con antiguos laureles (1); tras lo cual hizo levantar sus reales (el 2 de octubre) (2), marchando en direccion del Biobio, con las ocho piezas de campaña de que el capitan Francisco Alvarez Berrio hizo uso en la defensa del fortin de Pinto.

No anduvo menos activo en sus preparativos el jeneral araucano, en cuyas filas entraron con presteza admirable hasta cuarenta y cuatro parcialidades, y treinta y dos capitanes que en mas de un encuentro traian ya medidas sus armas con las del orgulloso conquistador; reuniendo en todo un número de diez y seis mil combatientes (3), veteranos por la mayor parte, mas que los nuevos no desmerecieran en aliento, ni en ese civismo singular que á tantas proezas arrastró á los hijos de aquel inmortal pais.

Con este ejército llegó Caupolican á orillas del Biobio mucho antes que descubrirlas pudieran los Españoles, pero se mantuvo silencioso esperando á que sus enemi

(1)

Lo que yo de mi parte os pido y digo
Es que en estas batallas y revueltas,
Aunque os haya ofendido el enemigo,
Jamas vos le ofendais á espaldas vueltas:
Antes le defended como al amigo,

Si volviéndose á vos, las armas sueltas,
Rehuyere el morir en la batalla;

Pues es mas dar la vida que quitalla.

(ERCILLA, canto xxi de la Araucana.)

(2) A este tiempo habia despachado para el Perú los bajeles que á Chile le trasladaron, á excepcion de dos que pasaron á las ciudades del sur, con cargo de recojer víveres y conducirlos á Arauco, presumiendo que no se hallarian fácilmente en este pais.

(3) Veinte mil pone Calancha; quedan otros autores en catorce mil; con fe en los documentos que poseemos, no podemos prescindir del número que ellos nos marcan.

gos salvaran el rio, porque hubo de parecerle que aseguraba el derrotarlos con dar tiempo á que dejaran á su espalda un tan poderoso estorbo para la retirada.

De muy distinta manera calculó el gobernador, quien tras de aparentes demostraciones de querer cumplir el paso de las aguas por la parte llamada plaza de San Pedro, se corrió unas dos leguas y media contra la embocadura, y en lanchas al intento dispuestas puso sus tropas y trenes en la opuesta orilla, con cuatro dias de no interrumpida tarea, ni obstáculo de ninguna especie. Fueron los primeros que saltaron en la ribera meridional Juan Ramon, Julian de Bastida, Diego Cano y el mismo gobernador, quienes al momento montaron y se echaron á reconocer el campo.

Como el toquí viera cumplidos sus deseos, emprendió el movimiento hacia el rio, y llegó á sentarse en los llanos que llaman de las Lagunillas; imperdonable falta, pues que si á propósito quisiera cometerla no hubiera podido facilitar juego tan escojido y ventajoso para la caballería española, que era justamente la que mas le podia ofender, y de la que lecciones anteriores le mandaban esquivar las cargas.

Sin embargo, distribuyó su jente en tres distintas líneas, harto bien dispuestas para prestarse mutuo apoyo; pero mantívose en su posicion esperando á que el enemigo le atacase. Otro tanto hubo de desear don García Hurtado toda vez que vemos que cada uno de los bandos guarda su lugar, contentándose con enviarse mutuamente débiles destacamentos incapaces de entablar una seria y reñidą funcion. Al cabo hubieron de encenderse los ánimos hasta punto de jugar una escaramuza á la que concurrieron opuestas y sueltas partidas que llegaron

á ensangrentarse, y de la que salieron los Españoles malparados, dejando en el campo á Francisco de Osorio, y á Hernando Guillen (1), víctimas de la airada mano de los furiosos Lincoya y Tucapel.

Con preludio que así argüia en favor de los Araucanos, ya reformó Caupolican sus planes, y lejos de esperar á que le cargase su enemigo, se echó ardidoso á envestirle, bien seguro de que habia de desbaratarle en su centro, así y del mismo modo que habian sido desbaratados los insignificantes grupos de avanzada y descubierta. En ambos bandos reinaba ya el furor; venganza, sangre querian los Españoles, como debido tributo á la que ellos acababan de perder, y que llegó á parecerles el sello de su ignominia; sangre, venganza pedia Caupolican, deseoso de castigar el agravio que en Pinto se le hiciera, y dar á su patria una de aquellas coronas que con ufanía tanta del immortal Lautaro ella recordara, y en cuya memoria distinguia el valeroso toquí deslustre, afrenta para sí propio, mas que la imparcial razon acusar no podia sino á los caprichos de una inconstante fortuna.

Y como en extremos tales el despecho es el consejero que el hombre escucha, el que le induce, el que le impulsa, el que, en fin, le precipita, así el toquí, ciego de rabia y ferocía, cayó sobre el campo castellano ofreciendo miles y miles de pechos al plomo de cañones y arcabuces, á una muralla erizada de aguzados aceros, que tal parecia la infantería española, formada en cuadro, y presentando por todos sus costados un impenetrable

(1) García pone Hernan Perez ; es el caso que Ercilla trae ese nombre como uno de los que mas se lucieron en la sangrienta batalla de este dia, y la escaramuza precedió de mucho á la funcion jeneral.

lienzo, en cuya faz asomaba la horrenda Parca segando vidas que, silenciosa y corrida, hubiera de respetar si con armas iguales las llamara á la pelea. Y con todo, temerario, loco es el empeño con que los Araucanos se obstinan en romper las filas castellanas, ansiosos de confundirse en ellas para que se fie el juego al arma blanca, porque, si á este caso los trae la fortuna, sobrado saben ellos lo mucho que de su brio y esfuerzo deben esperar; pero contra sus atrevidas heroicidades, contra sus terribles é imponentes choques, que ni discontinuan, ni flaquean, por mas que la muerte redobla sus tiros en las despechadas masas, la caballería enemiga sale, y dando por los flancos á los batallones mas entrados en la riña, todo lo hunde, todo lo desbarata y atropella hasta inutilizar las atrevidas disposiciones del toquí, que supo ser soldado en lo mas recio de la lid, sin por ello descuidar lo que al deber de un muy cumplido jefe en casos tales atañe.

Y muriera este ilustre caudillo antes que declararse en retirada; pero descompuestas varias de sus columnas, aunque con otras menos castigadas quiso contenerlas, una vez en desórden ya, no hubo medio de gobernar las indisciplinadas huestes, y estas se declararon en precipitada fuga en direccion de los bosques que á espaldas se dejaban ver. Caupolican, con la ferocía de un irritado leon, se revolvia entre los grupos mas numerosos, amenazando á jefes y á soldados para que volvieran caras al odioso enemigo en cuyas manos dejaban las palmas de la victoria; mas vanos fueron sus gritos, vanos sus esfuerzos, porque dominaba las masas un pánico terror, una confusion incurable. No andaba lejos la noche, y fortuna hubiera sido que con este desdichado lance concurriera

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