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quedaba satisfecha con esta bárbara y asquerosa principada.

Con ánimo resuelto, con imperturbable decoro y noble calma sufrió el almirante tamaños insultos, y si Bobadilla presumió imprimir con los hierros baldon y oprobio en la frente de su víctima, este no vió en ellos sino un nuevo timbre destinado á ensalzar sus glorias, resistiendo por lo mismo, hasta llegar á Cadiz, á las instancias del capitan del buque, el virtuoso Vallejo, que quiso descargarle de las afrentosas prisiones. No es de decir cual sensacion experimentó el pueblo gaditano á vista de tanto desafuero contra persona tan caracterizada, y menos la presteza con que se extendió por toda la España, despertando en los reyes tan profundo enojo, que sin esperar á oir descargos del almirante, ordenaron viniese inmediatamente á residencia el autor del atentado.

Tambien Colon fue llamado á la corte, y recibido con agasajos que desdecian mucho de la severidad de las órdenes dadas á Bobadilla; pero era caso ya de rechazar groseras imputaciones, y el almirante supo demostrar, con moderacion y brio, la falsedad de cuantas calumnias ascstaban sus envidiosos enemigos contra el lustre, la fama, y los triunfos de un hombre, por desgracia ESTRANJERO; logrando que la sinceridad de sus palabras imprimiera en el corazon de Isabel el convencimiento de su inocencia.

No por eso se le restituyó á Colon su gobierno; era Isabel temosa en ciertos casos, y nombró en su lugar á don Diego Ovando, sujeto de salada facundia, cuya sed de autoridad cubria un exterior de acendrada rectitud y calculada modestia.

Treinta y dos bajeles se le dieron á este nuevo gober

nador, que se hizo á la vela el 13 de febrero de 1502, y aportó á Santo Domingo el 15 de abril del propio año; siendo el primer acto de su autoridad la prision de Bobadilla, la de Roldan y de sus cómplices, embarcándolos todos para la metrópoli, en cumplimiento de soberano mandato; pero forzoso es que la justicia divina interviniera, pues que una furiosa borrasca hizo que la mayor parte de las naves que llevaban aquellos desgraciados bajaran al insondable abismo del vasto océano.

Purgada la colonia de jenios turbulentos y alborotadores, podia esperar curarse en breve de los muchos males que por tanto tiempo le aflijieran, y mas con dos mil quinientos hombres que llevó Ovando, todos ellos laboriosos, todos dóciles, y todos de ajustada vida.

Con instancia reclamaba Colon se le repusiese en su gobierno, porque á ello le daban derecho los pactos de 1492. Acostumbrado desde su niñez á una vida de continuada tarea, y no obstante su avanzada edad y sus dolencias, ni podia resignarse al peligroso fastidio del ocio, ni ver indiferente el vivo impulso que se daba á la colonizacion de un pais que, á su habilidad, y á su valerosa constancia, la corona de Castilla mereciera; pero por desgracia eran ya las conquistas de muy subido precio para no infundir recelos en el ánimo de los monarcas, y por lo mismo eludian estos el cumplimiento de los tratados; dando así lugar para que el almirante les sometiera impaciente el plan de una nueva expedicion contra mares desconocidos, y que él presumia hallar del otro lado del continente descubierto, si algun estrecho ó istmo, le procuraban el paso; cuya demanda fue acojida con solícita benevolencia.

Solos cuatro navíos se le otorgaron esta vez, siendo el mayor de escasas setenta toneladas. El 9 de mayo de 1502

I. HISTORIA.

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dió vela el almirante, y fue directamente á la Española, donde tuvo ocasion de reconocer la pravedad de Ovando, y casi ser testigo de la catástrofe de su antigua escuadra; caminando en seguida para el sud hasta dar con el vasto continente comprendido entre el cabo Gracias á Dios, y el Havre de Puerto Rico.

Bien quiso plantear en aquellos sitios una colonia bajo la autoridad y direccion de su hermano Bartolomé, porque á ello le convidaban lo pintoresco de los campos, la lozanía de los vejetales, y sobre todo la abundancia de mineros de oro; pero mas alentados aquellos naturales que los de las otras islas, le habian hecho sufrir un revés, y como por otra parte la indisciplina de sus súbditos le inspirara recelos, resolvió abandonar el pais dirijiéndose hácia la Jamaica, en cuyo punto por poco no fuera víctima, con toda su jente, del mas violento temporal, que sobre echarle á pique dos naos, el choque recíproco en que mantenia barloando con furioso ímpetu las otras dos, las traia muy mal paradas, hasta que por último un maretazo las arrojó á la costa, poniendo la tripulacion en la triste necesidad de pedir asilo á unos isleños que en tiempos de mas fortuna tanto maltratara ella misma.

Mas de un año pasó Colon en esta isla teniendo que hacer frente á las amenazas de los naturales, que rehusaban suministrarle los necesarios alimentos, y á los clamores subversivos de sus propios súbditos, que le suponian causante de todos sus infortunios; pero su sagaz entendimiento vino á sacarle de tan terrible agonía, á favor de ese eclipse de luna tan famoso en la historia; ya que atribulada todavia su alma en presencia de compañeros, ό gravemente enfermos, ó amotinados hasta el caso de hacer armas unos contra otros, no perdiera de vista la hor

rorosa imájen de una muerte próxima, sin siquiera espe rar recibirla entre los consoladores auxilios de nuestra santa relijion.

Sabedor era Ovando de ese cúmulo de penalidades y de tribulaciones, pues que se habia apelado á su clemencia por medio de varios mensajeros que, arrostrando toda suerte de peligros, se prestaron á pasar á la Española; pero mostróse insensible á la desventura de sus compatriotas, haciendo con esto mas desesperada su posicion. Resolvió por fin recojerlos y trasladarlos á Santo Domingo, mas sin pérdida de tiempo los embarcó para España, donde la inconstante fortuna de Colon, que el espantoso naufrajio desquiciara, recibió el último golpe en la noticia de la muerte de su soberana protectora, la reina Isabel.

Justas y debidas lágrimas de dolor tributó el almirante á la muerte de esa ilustre reina, gloria de la Castilla, y ánjel tutelar de los dóciles y pacíficos habitantes que las nuevas conquistas hicieron de su dominio, pues aunque con razon pudiera recordarle tal cual rasgo de inmerecida scveridad, no eran de olvidar los nobles sentimientos de su justicia, ni su constante anhelo por sacarle limpio de las acusaciones y calumnias de todos sus enemigos. ¿Qué prometerse ya de la mala fe, del egoismo de Fernando, en cuyo pecho tanto influian las apariencias?... Con sobrada justicia solicitó Colon se le mantuviesen sus regalías y sus rentas, pero el astuto, cuanto ingrato monarca, no respondió sino con promesas vagas, evasivas; desleal conducta que llenó de afliccion el alma del ilustre marino, agravó sus muchas dolencias, y le arrastró al sepulcro, sin haber logrado conocer la importancia de los descubrimientos que la España debia á sus talentos y á sus infatigables desvelos.

El 20 de mayo de 1506, le vió Valladolid pasar á mejor vida, á los setenta años de edad (1). Sus restos, desde luego encerrados en la iglesia de Santa María, fueron despues trasladados á la de las Cuevas de Sevilla, en seguida á la catedral de Santo Domingo, y, por fin, á la de la Habana.

A

(1) No hay concordancia en los historiadores respecto á la edad que Colon tenia á la hora de su muerte; cincuenta y nueve años le señala Robertson, pero Was. Irving le supone setenta, y esta nos parece, en efecto, la verdadera, segun documentos de los cuales se infiere haber ocurrido el nacimiento del ilustre náutico hacia el año 1437. Asentar cual fuera el pueblo de su naturaleza, tambien ha dado márjen á muchos y muy sostenidos altercados, por lo mismo que era de muy subido precio la herencia de un nombre tan singular, cuanto glorioso; y si bien Colonetto, cerca de Génova, parecia ya en quieta posesion de tan envidiable fortuna, por el descubrimiento que hizo el distinguido arqueólogo Isnardi, hoy viene la Córcega disputándosela, siendo por tanto la Francia quien habrá de vindicar la honra de haber producido un Colon, si, como lo han dicho varios periódicos franceses y estranjeros, llega á confirmarse la noti cia de que el señor Guibega, antiguo prefecto de Córcega, ha descubierto en Calvi, una de las aldeas de la provincia, la fé de bautismo del inmortal mareante.

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