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los tiempos y confrontacion de los códices, emprendieron el verdadero método de aclarar el caos de decretos de Graciano, dejando á salvo la supremacia pontificia. Pero la carrera de Antonio Agustin la abrazaron pocos con tan noble empeño, pues casi todos los demás escritores escolásticos se dividieron en dos bandos, el uno siempre en contacto con las heregías que imputaban á la ambicion y artificio de los Papas la aparicion de las falsas decretales, y el otro no menos estremado, que apoyándose en la suprema autoridad de los Pontífices, de tal modo la encarecian, que casi calificaban de heregía censurar las imposturas de Isidoro Mercator. Con una clase semejante de partido era imposible que se investigara bien y se reconociese la verdad. Las escuelas, admirablemente útiles en lo general para propagar los conocimientos, avivar la emulacion y promover la civilizacion del mundo, han ido siempre acompañadas de un germen de sistemas que causó funestos errores á la humanidad en todo género de ciencias y artes, de lo que tenemos un desgraciado ejemplo sin salir de las falsas decretales, asunto de mera erudicion y puramente accidental por su propia naturaleza, pero que en manos de los partidos poco ha faltado pará complicarle con la comunion y unidad católica.) si

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La verdad siempre está oculta á los partidos. Decir que los Pontífices no representan la cabeza suprema de la Iglesia y la piedra angu

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lar de su edificio, porque en virtud de las falsas decretales se reservaron indefinidamente las apelaciones de todos los juicios, y dispusieron de las dignidades, pensiones, &c., &c., de todas las Iglesias, no tiene oportunidad ni guarda conexion con el Evangelio ni la palabra espresa de Jesucristo, fundamento sólido de su irrecusable primacía; pero tampoco se conducian bien los decretalistas preocupados, defendiendo que á los Pontífices, en calidad de cabeza de la Iglesia, les pertenecen las facultades extralimitadas fingidas por Isidoro Mercator, La razon, pues, exigia que, procediéndose segun los principios canónicos, se respetara en los Papas su legítima é indisputable supremacia, y en los Obispos sus inviolables é imprescriptibles derechos; y esta doctrina tan sana como justa es la que reclamaron con dignidad y celo los Padres del concilio de Trento, desde el año 1545 de su apertura hasta el de 1563 en que se terminó cón gloria de la Iglesia. Señalo espresamente la época del memorable concilio, para que contrayendo ahora V. M. la de los establecimientos literarios erigidos á principios del siglo de que he hecho mérito antes con especial intento, se complazca en oir resonar la voz evangélica de los alumnos de aquellos colegios recientemente fundados, y observe al obispado español combatiendo en Trento los abusos introducidos á pretesto de las falsas decretales, con una libertad, ciencia y energía que impusieron respeto á las demás naciones. Los

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italianos, franceses y alemanes se admiraban de aquel celo á veces demasiado vivo, y de tanto ardor en defensa de la autoridad episcopal; pero era por no prevenírseles que las elecciones de Obispos y sus confirmaciones, reservadas á los Papas en otros reinos doscientos años hacia, no se habian admitido, las primeras nunca en España, y las segundas hasta Sixto IV; lo que añadia un peso estraordinario á los conocimien tos científicos que poseia el Obispado español en la materia, bien acreditados en sus distinguidas obras. Con todo, á pesar de las contínuas y vehementes reclamaciones de los Padres del concilio, los estudios proseguian tan pervertidos en toda Europa, los abusos tan inveterados, y las prácticas forenses tan complicadas en los tribunales eclesiásticos y civiles con los privilegios de los monarcas, comunidades religiosas, cuerpos literarios, grandes y patronos de beneficios eclesiásticos, que es imposible dejar de conocer la necesidad que habia de e guardar temperamento en la reforma, para evitar mayores males y mas trascendentales consecuencias; y asi fue, que aun despues del concilio de Trento subsistieron en el mismo pie ciertos principios de mal agüero que se prolongaron años y mas años.

7. Los Obispos españoles y algunos mas, hasta el número de veinte, á cuya cabeza figúraba el Cardenal Pacheco, propusieron una medida radical, que efectivamente si hubiera sido adoptada precaviera los lamentables abusos

que irritaron tanto las pasiones luego en los sucesivos pontificados. Pretendian, pues, que los cánones decretados de reforma se observaran con todo rigor perpétuamente, sin que pudieran ser relajados por los Papas; pero su opinion de privar á los Pontífices de la facultad de dispensar en los cánones beneficiales, &c., fue desaprobada justamente en el Concilio, atendiendo á que la autoridad suprema necesita, imperiosamente ejercer este privilegio en muchas ocasiones que ocurren en el gobierno de la Iglesia y efectivamente, aunque el dictamen de aquellos prelados parece útil bajo un aspecto particular, adoptado absolutamente produciria inconvenientes muy graves á la Iglesia. Con todo, su fin moral era tan puro y loable en la intencion, que naturalmente habria de ocupar un puesto muy distinguido en el progreso de la razon, y servir de apoyo en las negociaciones ulteriores con los Papas; y tanto mas cuanto que al mismo tiempo que el Conci, lio dejó sentada la supremacía de la Santa Sede para dispensar los cánones, la consignó espresamente á la utilidad y mayor honra de la Iglesia. Esta restriccion bien observada concilia ba todas las ventajas sin claudicar por ningun lado; pero la dificultad consistia en no confundir bajo la misma calificacion los abusos que suelen deslizarse en las aplicaciones de una regla respetable.

Por desgracia despues del Concilio de Trento no se adoptó tampoco este medio tan espe

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dito y deseado de todos, y á consecuencia de haber continuado muchas prácticas repugnadas en la cristiandad, se reprodujeron los dos tidos antagonistas con un carácter nuevo, más odioso y violento que antes. Uno de ellos, arrebatado de su exaltacion, denunciaba la supremacía del Papa como la causa radical de todos los escándalos que desfiguraban el magestuoso aspecto de la Iglesia, y pretendia, que nivelando los Pontifices al grado de los demás Obispos ó con una distincion imaginaria, se repararian todos los agravios, corregirian las costumbres, y restableceria la antigua disciplina. El otro partido, sutil y caviloso, alarmado del favor mal disimulado de los príncipes ó de los hereges, defendia poco menos que un dogma de fe la supremacía de los Papas con estension á lo que les arrogaban las falsas decretales, y ambos se hacian en los escritos una guerra incesante y encarnizada, pagándose mútuamente con injurias y dicterios. Los dos procedian bajo principios falsos de sistema, á cual mas opuestos á la investigacion de la verdad. El primero, mal aconsejado de su exaltacion, fijando su vista en ciertos abusos del siglo que nadie le disputa, se olvidaba de que la preponderancia de Jos Papas, tan mal vista de los novadores, habia sido la que, colocándose felizmente á la cabeza de la cristiandad, hiciera desaparecer de toda Europa los estilos bárbaros de las pruebas judiciales del hierro, el fuego, los combates y duelos, á que estaban reducidos los juicios de

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