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mente, de que V. M. goza el patronato de la Iglesia de España en virtud de un concordato, da en rostro, no lo negaré, á ciertas personas que aparentan poseer una erudicion estraordinaria en la historia, y las que, á favor de testos y citas inconexas, alucinan á los espectado.res peregrinos en la crítica y filosofía, queriendo sostener que los Reyes de España no ejercen el patronato de la Iglesia por gracia de concordato alguno, sino por un origen mas puro y sólido, afianzado en la mas remota antigüedad. Si los que hacen semejantes argumentos los propusieran de buena fe, me contentaria con responderles, que todas las controversias suscitadas en los tribunales de esta clase se fallan por el estado de la posesion, y que siendo el concordato entre la Santa Sede y los Reyes de España el que ahora rige y continúa rigiendo en el goce de las prerogativas reales, el concordato debe ser la norma para regular las mútuas estipulaciones de la Iglesia y de los Reyes. Decir que los Reyes de España han de poder aprovecharse de la presentacion para los curatos, canongías, obispados, &c., y que por otra parte no les obliga el concordato, es ofender la moral abiertamente, y burlarse de las reglas y principios mas indisputables de la razón. Sin embargo, como no pienso que los que arguyen de este modo se producen asi por efecto de equivocacion, y antes bien estoy persuadido de que, viéndose estrechados invenciblemente por la fuerza que lleva consigo la obligacion moral

en todos los contratos, necesitan confundir de algun modo la cuestion para no comparecer en el público con tanta ignominia y petulancia, mi intento por el contrario, sería ahora seguir el hilo del discurso, dejándola tan clara y tan patente que nadie vuelva á suscitarla con tanta facilidad en adelante, pues aunque yo sea elmas infimo de los que la han tratado hasta aqui, militan á mi favor los desengaños que nos ofrece la esperiencia de los tiempos, y esta clase de prueba no admite réplica ninguna. Por fortuna no nos hace falta implicarnos en investigaciones recónditas de cánones y leyes, pues basta poner al frente un pensamiento que desconcierta con su anuncio todos los artificios de los adversarios del concordato: voy á espli

carme.

Los adversarios, pues, del concordato, subiendo de Fernando VI á Felipe V, IV, &c., prueban concluyentemente que la Iglesia hispana se gobernaba con disciplina y cánones propios antes de que se conociese tal nombre, y de aqui infierén que los Reyes no necesitan de la Santa Sede para el ejercicio de su patronato. Pero en este modo de raciocinar hay, Señora, un paralogismo, que por haberse descuidado desvanecer, como era justo, aparece intrincada la cuestion. El paralogismo consiste en confundir la Corona con la Iglesia, apropiando en consecuencia á los Reyes en la actualidad todo lo que pertenecia antiguamente á los Obispos. El trono de España, Señora, debe dar

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gracias á la Santa Sede de los derechos que goza por el concordato, pues si se restituyesen los negocios á la primitiva disciplina, perderia los mas inestimables. Los escritores venales han ocultado esta verdad á la lisonja de los Gobiernos, pero no hay cosa mas facil de probarse. Cierto es que si la Iglesia hispana, lamentando sus antiguos Cánones, se olvidase del principio bien establecido, de que despues de haberse variado una disciplina por la Iglesia no debe restaurarse sino por su misma autoridad, podria suscitar disputas peligrosas. Cierto es que su coleccion canónica, la mas antigua de todo el Occidente, libre de las falsas decretales interpoladas en las cartas sinódicas de los Papas, ofrece el testimonio mas brillante de los primeros tiempos para acreditar la constante intervencion de los Pontífices en las decisiones de las materias eclesiásticas en los casos estraordinarios que llegaban á.su noticia, y de la libertad de los Obispos y Concilios en todos los demás de un curso ordinario; descubriéndose asi los dos polos de la antigua y nueva disciplina, sobre los que gira la Iglesia católica, reconciliadas ambas en la esencia aunque diferentes en lo accidental. Cierto es tambien que el yugo ominoso de los moros, en vez de servir de ocasion para deslucir esta preciosa coleccion, fuélo por el contrario para hacerla mas ilustre por la version árabe que emprendió el presbítero Vicente, y dejó concluida el año de 1049, y que el peculiar estilo de sus cómputos por eras, y el

no comprender los cánones llamados apostólicos, la deja distinguida de todas las de Occidente, que adoptaron la de Dionisio el Pequeño, y eleva la gloria de la Iglesia hispana á un punto á que ninguna otra puede remontarse en razon de la antigüedad. ¿Pero qué tienen que ver estas prerogativas de nuestra Iglesia, estos codices antiquísimos, estos nueve documentos casi milagrosos que se nos han transmitido á pesar de las irrupciones de los bárbaros y larga opresion de la morisma? ¿Qué tienen que ver, digo, estos sagrados depósitos de la Iglesia hispana con las pretensiones introducidas ahora por las Cortes? Antes parecia que todos estos testimonios eran otros tantos títulos para imponerlas un respeto venerable. Antes mas bien se infiere que una Iglesia conservadora de tantos depósitos preciosos, y entre otros de las primeras leyes (Fuero Juzgo) de la nacion, se habia hecho acreedora á la consideracion distinguida de las Cortes, en vez de darlas fueros para dominarla. ¿En qué fundan, pues, su competencia? ¿Hay acaso en todo el curso de los diez y ocho siglos y medio una época, un corto intervalo en el que la Iglesia hispana haya sido regida por el gobierno temporal? Hable su historia,

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3. La Religion penetró y se propagó en España desde los Apóstoles, á cuyo tiempo no existia mas monarquía en nuestro suelo que el poder imperial de los romanos, idólatras fanáticos, que inhumanamente embravecidos desde

Neron contra el nombre de Jesucristo, solo emplearon su autoridad en inventar tormentos y embriagarse en sangre de los mártires; y á menos de defenderse que las hogueras, cárceles, los potros, las ruedas y cuchillas que sacrificaban las cabezas de los cristianos comprueben la intervencion del gobierno temporal en la disciplina de la Iglesia, nadie podrá alegar en aquellos dias argumento de otra clase. Las persecuciones iban sucediéndose unas á otras sin intermision; pero á pesar de sus atrocidades espantosas, y encontrarse España en la region mas occidental de Europa, la fe se estendia por ella con una celeridad que causa admiracion á los escritores dedicados á este género de estudio, en términos que los críticos opuestos á la opinion de la venida de San Pablo y Santiago, y tal vez de San Pedro y varones apostólicos, á nuestra Península, se encuentran con todo el peso del célebre dilema que hacia San Agustin á los que negaban los milagros de Jesucristo, pues en tal caso vendrian á decir que la España habia abrazado el Evangelio sin predicadores. Como quiera, el imperio de la cruz se dilató por todas sus regiones durante los dos primeros siglos; y aunque no es facil señalar el curso sucesivo del progreso de la fe, siempre resulta que se introdujo, conservó y aumentó en medio de las atrocidades mas horrendas ; pues sabemos por Tertuliano, escribiendo á la entrada del siglo III, que la España era toda cristiana á aquella fecha, cons

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