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XI.

En medio del ardimiento de la tremenda lucha en que se hallaba empeñado, i de los numerosos asuntos a que tenia que atender, Luis de Valdivia estaba impaciente por fundar en el territorio araucano misiones de jesuitas, que comenzaran a trabajar de un modo estable i regular en la conversion de aquellos infieles.

Al efecto designó a los padres Horacio Vechi i Martin de Aranda para que acompañados del hermano novicio coadjutor Diego de Montalban fuesen a Puren i la Imperial a predicar a los indíjenas la paz i la fe.

Este proyecto estuvo mui léjos de merecer la aprobacion jeneral.

A pesar de las apariencias, muchos temian la

doblez de los indios.

Citaban aun en apoyo de su opinion diversos indicios.

Un indio habia dicho que sus compatriotas estaban preparándose para la guerra.

Otro habia manifestado que solo aguardaban para principiar las hostilidades el cosechar con quietud sus mieses.

¿Aquello era verdad, exajeracion o conjetura? Cada uno lo calificaba conforme al concepto que habia formado acerca de la manera de tratar a los indios.

Los partidarios del servicio personal i del siste ma de rigor pretendian que lo que se corria sobre las malas intenciones de los araucanos era cierto i mui cierto.

Los de la opinion contraria aseguraban que to

do aquello era una invencion sin ningun funda

mento.

Se refirió entónces un hecho que a haber realmente sucedido, manifestaria que la fe del padre Valdivia en la bondad de su plan era inquebrantable.

Un indio amigo que venía llegando de Arauco le aseguró delante de varias personas que los araucanos tenian resuelto matar a los misioneros tan luego como entrasen en su territorio.

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¡Eso es falso! le habia contestado Valdivia, segun se contaba; i voi a hacerte castigar por em– bustero.

El indio se rió.

Padre, aquí me tiene, le dijo, póngame en prision; i si cuando los padres entren a tierra de enemigos, no los matan, córteme la cabeza.

Luis de Valdivia despreció el aviso, persistiendo en que los misioneros debian ir a Arauco (1). Mientras tanto, ocurria en el interior de Arauco un drama doméstico, que debia producir las mas fatales consecuencias.

Este suceso, que tiene su importancia en la historia de Chile, ha sido naturalmente referido por los cronistas nacionales; pero ninguno de ellos se ha fijado en una relacion hecha por el autor principal, que ha sido conservada con toda fidelidad.

Voi por mi parte a correjir esta omision.

El 15 de mayo de 1629, cayó cautivo de los araucanos en la famosa batalla de las Cangrejéras el capitan chileno don Francisco Núñez de Pineda i Bascuñan.

Los indios prodigaron al prisionero toda especie de atenciones por afecto a su padre don Alvaro,

(1) Alonso de Rivera, Carta a Felipe III, fecha 17 de abril de 1613.

militar envejecido en el ejercicio de las armas, el cual era tan respetado de los indíjenas por un señalado valor, como querido por la humanidad de que les habia dado frecuentes pruebas.

Cierta noche, tocó al cautivo alojar en el rancho del cacique Ancanamon.

Estaba el indio sentado gravemente junto a la fogata, donde se preparaba la comida.

Sus mujeres i otros araucanos formaban alrededor diversos grupos, guardando un silencio respe tuoso.

-¿Tengo entre los españoles opinion de soldado i de valiente? preguntó Ancanamon a Bascuñan. -No hai entre nosotros araucano mas afamado que tú; hasta las mujeres i los niños conocen tu nombre, contestó el chileno.

Esta lisonjera respuesta llenó de satisfaccion al cacique.

Siempre he sido afecto a los españoles i a su traje, dijo; i si los he combatido, ha sido solo por defender mis tierras, i por vengar el mayor de los agravios.

He oído hablar de eso, replicó Bascuñan, acriminándote los unos, i disculpándote los otros. De searia saber de tu boca la verdad.

Si esto te complace, te contaré esa historia, dijo Ancanamon.

Entónces el cacique habló como sigue:

-Habras de saber que el patero o padre Luis de Valdivia, que se titulaba gobernador, nos envió a decir que venía comisionado por el rei para traer el sosiego a la tierra, si nos comprometíamos a no hacer mal a los españoles, así como éstos tampoco lo harian a nosotros.

Consentimos entónces en que viniera a mi distrito un español lenguaraz para discutir el asunto.

Efectivamente, vino un alférez llamado Pedro Meléndez con otro compañero mui conocedor de nuestra lengua.

Los recibí en mi casa, i los regalé cuanto pude. Habiendo hablado sobre la proposicion, convenimos entre varios caciques amigos que yo fuese a manifestar a las parcialidades de la costa hasta la Imperial la conveniencia de aceptar las paces que se nos ofrecian.

Al tiempo de mi partida, se me acercó una de mis mujeres para denunciarme que una española, en quien yo tenia una hija, habia entrado en relaciones amorosas con Meléndez.

La noticia me inspiró algun cuidado i pesadumbre, pero disimulé.

Lo que cuentas es falso, dije a la india. No debe maravillarte que la española mire con buenos ojos a los de su tierra; otro tanto harias tú si estuvieras entre españoles, i encontraras ocasion de comunicarte con los tuyos.

Por un momento, se me pasó el pensamiento de matar al alférez; pero me contuve para que no se me tildara de traidor, i no se supusiera que por rechazar las paces, habia dado la muerte al mensajero.

Por lo demas, me lisonjeé con que la cosa no seguiria adelante.

Miéntras yo andaba sirviendo a los españoles, i trabajaba para que los indios aceptasen el trato, Meléndez, no solo sedujo a su compatriota, sino que tambien me inquietó a dos muchachas, a quienes yo amaba con estremo.

Tres o cuatro dias antes de que yo estuviera de vuelta en mi casa, el alférez previno sus caballos, i por la noche se huyó con la española i las dos indias al fuerte de Paicaví.

Cuando llegué, habiendo sabido el atentado que aquel mal hombre habia cometido en mi familia, lloré como una criatura la pérdida de mis mujeres.

A ese tiempo se me presentaron mis suegros, los padres de las muchachas; i me tratarón con tanto furor, que solo les faltó matarme, diciendo que era traza mia el haber enviado mis mujeres por delante para irme yo tras ellas a vivir con los españoles.

Me vi en tan terrible aprieto, i tan lastimado, que hube menester de toda mi prudencia i valor para no cometer una locura.

Rogué a mis suegros que me asistiesen i acompañasen hasta el fuerte de Paicaví para ir a reclamar mis mujeres, asegurándoles que por mis razones i conducta se convencerian de mi inocencia, i de cuán injustas habian sido sus acrimina ciones.

Ellos, por el deseo que tenian de ver i recobrar a sus hijas, aceptaron al punto la invitacion.

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Yo pensaba que los españoles, luego que llegásemos a Paicaví, habian de restituirme mis muje res, i de castigar al que habia cometido conmigo semejante maldad.

"

Al otro dia por la mañana, salimos hasta veinte indios amigos i los caciques mis suegros, i no paramos hasta el fuerte de Paicaví.

Réclamé con toda eficacia mis mujeres indias, i el castigo del malvado que las habia robado. En cuanto a la española, manifesté que podia quedarse, puesto que estaba entre los suyos.

Los del fuerte me respondieron con desabrimiento que las indias no querian volver a mi poder, porque ya eran cristianas.

No podia contenerme de furor.

-¿Para qué las hicisteis cristianas con tanta

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