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en su esencia los derechos de la raza expoliada.

El sacrificio con que un pueblo adquiere soberanía, es título abonado de su imperio, aunque accidentalmente no ramifique sus poblaciones en toda la esfera de su territorio, con tal que implante el núcleo que lo hace perder, con su ca· rácter de vacante, su condición de común.

La razón es muy clara.

El derecho del hombre á la tierra es correlativo á su derecho á la vida: es su dueño y su señor como es dueño y señor de cuanto encierra la naturaleza para su conservación. Dentro del estado el individuo se apodera del valdío cuya propiedad es común con relación á la ley. La nación se apodera también de lo que es común á la humanidad; pero la excesiva densidad de la población, la pobreza de sus tierras ó cualquiera otra causa de escasez, no la autoriza para usurpar el despoblado, afecto á otra soberanía. El individuo puede entrar en él, pero la colección no; porque el dominio nacional no es condición indispensable ni de la conservación, ni del trabajo del hombre aislado.

Por consecuencia, alegar la utilidad de los ciudadanos de un país para apoderarse de los despoblados, propiedad común de otro país, es una mistificación inmoral y racionalmente falsa; y apoyar en este género de posesión, vicioso y atentatorio, la legitimidad ulterior del señorío, es un abuso sofístico, porque la justicia no puede fundarse en la violación de la justicia, y porque del hecho no nace el derecho.

Esto era, sin embargo, el espíritu de la política portuguesa.

Además de este vicio insanable de falsedad, carecía de las condiciones especiales, que pudieran abonarlo. La posesión que alegaba, no revestía el carácter que los principios del derecho exigen para darle autoridad, aún en los límites de los intereses privados. Su posesión era negada, combatida, denunciada como atentatoria y criminal por el soberano, terminantemente reconocido en pactos solemnes por la nación usurpadora. Nobles sacrificios y sangre generosa protestaban contra la detentación.

Ni podía alegar, por fin, la ilegitimidad de la conquista, reconocida como un derecho perfecto en los pueblos civilizados del siglo, en que fué llevada á cabo. No la podía negar: 1.o porque era dogma político de la Europa y servía de base á la colonización de Africa y de América; 2.o, porque se apoyaba en ella al poner el pie sobre lagos de sangre y montones humeantes de cadáveres y destrozos en las costas orientales del continente, y porque la practicaba también, en el interior del mismo, llevando la desolación al seno de pueblos civilizados y de razas pacíficas; 3.° porque en actos multiplicados, solemnes y obligatorios, bajo el honor de su nombre y de su bandera, había reconocido el dominio español, emanado de ella; 4. porque, aun concediendo que Portugal en buena lógica desconociera los fundamentos de la soberanía española, no por eso desfiguraría su atentado en sustituirlo en la conquista. Un abuso

no autoriza otro abuso: un crimen no regenera de otro crimen, y en tanto que el soberano primitivo no fuera restablecido en su derecho, sería hipocresía y mentira ostentar enemistad contra la injusticia. Sin una especie de post liminio de la tierra, el agravio de la moral quedaba perseverante. Sin la negación del derecho de gentes contemporáneo, y el suicidio consiguiente de los portugueses, nada podían reponer á los títulos de la corona española. ¿En qué se fundaban, pues? ¿En la utilidad? La utilidad no es justicia, ni todo lo útil es moral; y lo que no es moral ni es justo no es sostenible en gracia de su conveniencia, ante los altos principios que rigen la vida de los hombres y de los pueblos. He probado que la utilidad, circunscribiendo la cuestión, no es aplicable á las usurpaciones de un estado sobre otro estado. Luego, la posesión, contestada y combatida, cuyo título se reduce á estos antecedentes, esencialmente falsos, no autoriza ni puede autorizar las detentaciones portuguesas, porque no es legíti. ma su base, su hecho primordial, quiero decir, la propiedad y la soberanía, que apoya.

Nuestro derecho, por consiguiente, está en pie.

CONFERENCIA XXVIII (1)

(DISCURSO DE CLAUSURA)

Exordio. Recapitulación. Paralelo entre la colonización española y la inglesa. Colonización oficial; colonización libre; defectos de la colonización española. Encomiendas. Régimen de la propiedad. Régimen del comercio. Campañas y ciudades. El virreinato y sus consecuencias. Crítica. La revolución, sus causas, su desarrollo, su triunfo exterior. Crisis interior. Sus causas, su desarrollo. Vicisitudes de la democracia argentina. Unitarios y federales. La tiranía; juicio sobre ella. Reacción. Síntesis. La federación nacida del dualismo colonial. Deber moral según el criterio histórico. Causas de la incapacidad del pueblo para la práctica de la democracia; condiciones de ésta. Cuestiones resueltas. Cuestiones por resolver. Capital. Educación y literatura; moral religiosa; libertad religiosa. Mejora de la condición del gaucho. Peroración.

SEÑORES:

Cuando el incendio de las campañas griegas templaba el plectro de Homero, y su oído se inclinaba á recoger el soplo del numen marcial, la

(1) Véase la Advertencia que precede á este volumen.

generación humana era arrastrada bajo la estrella del Hermes antiguo. Hércules era su ciencia social: su historia y su teología la tela infinita de la ficción olímpica. Cada pasión tenía su genio, cada facultad su dios.-Cuando el Haravec peruano absorto ante el jeroglífico, descifraba sus quipus y entonaba sus trovas, fanático por la tradición del Inca, refiriendo á la juventud en patriarcales asambleas, la grandeza de los muertos y las memorias de la patria, la raza de sus hijos, uncida á la espiga de oro, yacía bajo el signo del divino imperio, y enervaba sus fuerzas en las ondas sagradas del Titicaca.-Era menester que la unidad de Dios y la simplicidad de la moral resplandecieran en las conciencias y que nociones correctas sobre la naturaleza racional se radicaran, para que el hombre gravitando gradualmente sobre su propio centro, se proclamara á sí mismo punto de partida y punto objetivo en los fenómenos sociales. Esta proclamación importa otra. Hay en el hombre una cuerda poética, que vibra cuando su arranque le inocula un amor, y como todos los amores se hace dios. Los cínicos le llaman quijotismo, yo le llamo ideal, el alma tierna de Platón, no le alteró su nombre y le llamaba amor.-¿Cuál es el nuestro, señores? -Acudo á una prueba de evidencia, invocando vuest sentimiento. ¡Vana pregunta! oigo que me gan. Al hombre argentino no se le interroga por su musa, por su diosa y por su amor. Pregúntalo más bien à la brisa de las cordilleras y los valles americanos, á la majestad del Plata

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