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La práctica de festejarse con comedias los aniversarios eclesiásticos se halla también atestiguada en 1657 por el obispo don frai Gaspar de Villarroel, quien la menciona hablando de un caso mui característico de la época colonial, en el cual él mismo intervino.

El oidor don Bernardino de Figueroa tenía la devoción de celebrar con pompa real la natividad de Nuestra Señora.

Cierto año, entre los regocijos que dispuso, había tres comedias que debían representarse en el cementerio del convento que los padres mercenarios poseían en Santiago.

Debían asistir a ellas sus colegas de la audiencia i todos los magnates de la ciudad.

Queriendo Figueroa que la fiesta tuviera el mayor lustre posible, pidió con instancias al obispo Villarroel que fuera también a los tales espectáculos.

El prelado se escusó desde luego; pero fué tanto el encarecimiento del invitante, que el señor Villarroel se dejó al fin vencer.

Apenas se obtuvo su aceptación, se ofreció una gravísima dificultad en que al principio no habían parado mientes.

Iban a hallarse juntos los oidores i el obispo. Ahora bien, ¿podría este último, en presencia de los oidores, sentarse en sitial?

Supongo que ningún lector ignore lo que es sitial.

Éste no es otra cosa que un sillón con almohada al pie, i por delante una mecita cubierta con un tapete, i sobre ella otra almohada.

Se rejistró el real cedulario sin descubrirse ninguna disposición referente al asunto.

Los oidores i el obispo entraron entonces en discusiones i negociaciones.

Los primeros propusieron al segundo que se sentara en una de sus sillas.

El señor Villarroel, que estaba escribiendo el Gobierno Eclesiástico Pacífico, i que se distinguió por un estraordinario espíritu de prudencia, admitió el arreglo; pero «con condición, refiere él mismo, que por lo menos el primer día, aunque yo no había de estar en él, no había de retirarse mi sitial; i que el día siguiente, teniendo el pueblo entendido que en todo lugar sagrado era aquella la forma de mi asiento, podrían mis criados retirarlo».

Todo quedó convenido en la forma mencionada. El sitial no se movió de su lugar; pero el señor Villarroel, en vez de ir a ocuparlo, pasó a sentarse entre los miembros de la audiencia.

Los togados, queriendo volver cortesía por cortesía, dieron colocación al prelado después de su presidente.

En su apresuramiento, no repararon que infrinjían una cédula espedida por Felipe III en San Lorenzo, a 25 de agosto de 1620, en la cual se ordena «que, estando la audiencia en actos públicos, en cuerpo de tribunal, no se siente ni entrometa con los oidores, persona alguna, secular ni eclesiástica, aunque sea prelado o titulado, sino solo los ministros que actualmente residen en el acuerdo». Dejo ahora la palabra al obispo Villarroel para el resto de la historia, que es edificante.

«El siguiente día, dice, olvidaron mis criados de remover el sitial. Fuí temprano yo. Entréme a esperar a la real audiencia en la celda del prelado. Hacíase tarde; no venía; i ya a deshora, me enviaron a decir que tenían en el acuerdo cierta ocupación, que la comedia se hiciese, i que yo la honrase. Todos, menos el obispo, entendieron que la verdadera ocupación era el sitial. Salí con los relijiosos i clérigos; i viéndolo allí no quise sentarme en él.

Sentéme en la mesma silla donde el día antes. Vi la comedia; i representadas ya las dos primeras jornadas, entraron los señores de la real audiencia. Mandaron que la comedia se comenzase. Entendió todo el pueblo que había venido a solo hacer aquel lance en el prelado; i parece que lo dieron a entender, porque mandaron atropellar músicas, bailes i entremeses, porque anochecía ya, i en esta ciudad de Santiago es mui perjudicial el sereno. Estúvelo yo mucho, i desquitéme del hecho con instarles mucho que había de repetirse un entremés mui frío. No les fue posible resistir mi importunación, i vieron a su despecho el entremés. I somos tan vengativos los prelados, que, habiéndome molido la vez primera, viera yo del porte otra media docena de entremeses por dar este mal rato a los oidores. ¡Ojalá en todos los obispos fucran de este tamaño los desquites!>>

Es probable que las comedias de que se trata en la anécdota precedente fuesen a lo divino, como dice el jesuíta Ovalle; aunque debe saberse que, según el citado obispo Villarroel, «el día de Corpus Christi i el de su octava, se representaban en el cementerio de la iglesia metropolitana de Lima, asistiendo los señores virreyes i señores arzobispos, los dos cabildos i las relijiones; i no eran las comedias autos sacramentales, como aquéllos de la corte, sino comedias formadas; i aunque se procuraba que fuesen relijiosas, como la fábula es el alma de la comedia, ninguna es tan casta, que no se mezclen algunos amores; pero como éstos no se representan torpemente, pueden sufrirse; i no es creíble que prelados tan ilustres i obispos tan santos asistieran a ellos, ni convidaran relijiosos a actos ilícitos».

Una cuestión que ha ajitado mucho a los confesores i a los moralistas, es la de saber si las representaciones dramáticas referentes a asuntos profanos debían o nó ser permitidas.

Este asunto se dilucidó en Chile mucho antes de que se pensara siquiera en fundar teatro.

El que discutió la materia, fue precisamente el obispo don frai Gaspar de Villarroel, i lo hizo con espíritu ilustrado.

Tuvo que comenzar por convenir en que el teatro i las comedias habían sido severamente condenados por los mas insignes doctores de la iglesia.

Pero en seguida agrega: «No puedo persuadirme a que las comedias antiguas fuesen del porte de las que se ven ahora; antes juzgo que debían ser tan lascivas, tan deshonestas i tan torpemente representadas, que fue forzoso que los santos armasen contra ellas todas sus plumas».

Invocaba en apoyo de esta opinión el ejemplo de Lope de Vega.

«No puede, decía, ponérsele en el infierno, habiendo vivido tan reformado en sus postreros años, ordenádose de sacerdote i dado a Dios lo asentado i sesudo de su edad. Hizo sus comedias a vista del arzobispo de Toledo, cuya oveja era; a ojos de los nuncios de Su Santidad: i no es de persuadir que personas tan santas, ni el consejo supremo de Castilla dejaran ensordecer un clérigo en un pecado tan público».

El obispo Villarroel citaba todavía en apoyo de su doctrina una autoridad sacrosanta para los leales súbditos españoles.

«Nuestros católicos reyes, decía, no tuvieran en su salón comedias cada martes, si juzgaran peligro de pecado en criados de palacio».

La conclusión a que arribaba el respetable prelado era, que ni los que escribían piezas dramáticas,

ni los que las ponían en escena, ni los que las oían, cometían precisamente pecado mortal, pues esto dependía del modo como estaban escritas, del modo como eran ejecutadas i del modo como eran atendidas.

Se concibe mui bien que aquel obispo sostuviera tal doctrina, puesto que reconocía que «unos amores honestamente referidos no inducen a pecar juícios cuerdos».

Sin embargo, a pesar de las opiniones espuestas, notables por lo tolerantes en un doctor de aquella época, educado en un claustro i eclesiástico de oficio, el señor Villarroel declaraba que se habían ocasionado muchas desdichas de que las mujeres viesen comedias; i advertía a los maridos i padres sobre los gravísimos inconvenientes de que permitiesen a sus esposas e hijas asistir a ellas.

Según su uso, confirmaba con ejemplo práctico lo que aconsejaba.

«Diré con lágrimas una miserable trajedia de una doncella principalísima. Crióse sin madre, i colgó su padre en ella unas grandes esperanzas. Tenía cien mil ducados que darle en dote. Fue a una comedia, i aficionóse à un farsante. Desatóse un listón de una jervilla (especie de calzado), i enviósele con una criada. I díjole de parte de su señora que en la primera comedia que representara, se le pusiese en la gorra. Estimó el favor de la dama, pero temió su vida. Perseguíale ella. Pidióme consejo; dile el que debia; pero venciéronle la codicia i la hermosura».

El caso debió suceder en Lima o en Madrid, pues el obispo Villarroel estuvo en una i otra ciudad

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