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este pais los elogios mas espresivos y prometiendo mayores ventajas á aquellos cuyos intereses sufrieran algun detrimento en la espulsion principiada, como haremos ver mas adelante. Por otra parte el obispo de Orihuela D. Fr. Andrés Balaguer empleaba súplicas y ofrecia recompensas de consideracion á los padres y tutores que quisiesen dejar en el reino á los niños con el objeto de educarlos conforme á la religion cristiana; pero nada fue bastante para que aquellos desgraciados dejasen para siempre su hermosa patria, abandonando á sus hijos, y llevando á un suelo estrangero el recuerdo de haberse privado para siempre de la dulce esperanza de llorar en su ancianidad sobre la frente de sus hijos el terrible anatema, que les lanzaba sin fin de los campos que habian fecundado con su sudor y su sangre. Observando que los ruegos y las promesas no eran suficientes para doblegar el corazon paternal, se dedicaron algunos, impulsados por su espíritu religioso, á arrebatar todos los niños de ambos sexos que podian haber; con el objeto de bautizarlos y separar de su cabeza la sentencia que hacia inclinar las de sus padres; distinguiéndose entre todos la vireina Doña Isabel de Velasco, que logró recoger en su palacio á muchas niñas, por cierto muy hermosas, como dice Fonseca, historiador de aquel tiempo, á quienes dió la mas brillante educacion con todo el cariño y solicitud de una madre.

Cinco dias despues de publicada la órden de espulsion predicó el patriarca D. Juan de Ribera en la iglesia catedral, y sus palabras elocuentes, y su virtud mas elocuente aun acabó de convencer á los que interesados ó generosos murmuraban de aquella determinacion, que privaba al pais de muchos brazos útiles y cuyos resultados no se podian todavía calcular. Esta desconfianza tenia su orígen en el movimiento que se observaba entre los moros, cuyas reuniones, aunque pacíficas en la apariencia, eran frecuentes, manifestando aquella triste resignacion que suele preceder al triunfo de la paciencia, ó á una resolucion desesperada. Estos desventurados creyeron al principio que se trataba de condenarles á muerte, por medio de una combinacion en que entraban los pueblos cristianos y las tropas que habian venido de los reinos limítrofes; pero luego que comprendieron su verdadera situacion tuvieron una gran junta, cuyo resultado fue enviar al virey ocho de sus mas opulentos y ancianos personages para suplicarle en nombre de aquella numerosa generacion desgraciada intercediera con el rey, alegando

para convencerle los servicios eminentes prestados al emperador D. Carlos V en la última guerra civil, y la resignacion con que sufrian las cargas y los impuestos que gravitaban sobre ellos; y ofreciendo, además de la cantidad que estimasen exigirles desde luego, armar y mantener á sus espensas cuatro galeras para proteger la costa; rescatar tambien á sus espensas todos los cautivos que hicieran los moros de Africa; fabricar nuevas torres y recomponer las que se hallasen desmanteladas ó ruinosas en la costa, y obligándose, en fin, á cuantos servicios y garantías se les pidieran, para asegurarse de su buena fe, permaneciendo tranquilos en el reino. Las autoridades no dejaron de tomar en consideracion estas proposiciones; pero el marqués de Caracena les manifestó terminantemente que estaba resuelto á cumplir las órdenes de S. M. sin permitirse la menor dilacion; y no dudando ya los moros de la suerte á que se les condenaba, acudieron á las armas, aprovechándose hasta de los instrumentos de labranza y de uso doméstico para oponer una briosa resistencia á aquella esplicita manifestacion, é hicieron acopio de víveres para mucho tiempo. A pesar de estos aprestos, cuya publicidad se aumentaba de dia en dia, apenas llegó á Játiva el tercio de Lombardía, que desde Vinaroz, donde habia desembarcado, hasta aquel punto, atravesára por varios pueblos moriscos á las órdenes de D. Juan de Córdova, conocieron los moros la desigualdad de una lucha entre gente avezada ya á las dulzuras de la paz y unos soldados endurecidos en las campañas de Nápoles y otros paises; y resolvieron por fin sus alfaquíes desistir de su oposicion sujetándose á la desgracia á que estaban irremisiblemente condenados: obligándose mútuamente por un acto de dolorosa resignacion á no permitir quedase ninguno en el pais, para que sobreviviera al eterno destierro de sus hermanos. Cumplióse con tanta exactitud esta determinacion de los alfaquíes, que á pesar de las gestiones que algunos señores, y en particular el duque de Gandía, practicaron para retener á muchos de sus vasallos ofreciéndoles dinero y otros donativos, pues eran los únicos que sabian trabajar en los trapiches ó molinos de azúcar, todos en número de ciento cincuenta mil personas se manifestaron dispuestos á abandonar el reino. Adoptada esta última resolucion, se apresuraron los moros á vender los efectos de que podian disponer; llegando á espenderse el cahiz de trigo que antes se vendia á siete y ocho ducados, por veinte, quince y doce reales:

cavalgaduras que valian ochenta ducados se daban por la mitad; las cabras se vendian á real por cabeza; y la volatería la daban por lo que querian ofrecer los compradores, que en gran número acudian á los pueblos moriscos para adquirir á un precio miserable caballos, instrumentos de labranza y alhajas de valor: mientras algunos cristianos aprovechaban la oportunidad de recorrer los pueblos en busca de los caballos que vagaban perdidos, sin que sus dueños hicieran diligencias para recobrarlos. Llegó á tal punto el desórden de esta feria inmensa é improvisada, que el virey se vió obligado á prohibirla; para satisfacer en parte á los señores de los pueblos moriscos las cantidades considerables que les adeudaban sus vasallos, y que despues de la abundante cosecha que acababa de pasar, quedaron defraudados de la esperanza de poder reintegrarse de los desembolsos que habian hecho, sufriendo por consiguiente pérdidas de mucho interés, siendo uno de los que mas padecieron el duque de Gandía. En circunstancias tan críticas como las que vamos recorriendo, era fácil promover en la capital cualquier motin, mayormente por las noticias que circulaban de un nuevo levantamiento en la sierra de Espadan, cuya sublevacion se temia fundadamente encontrase eco en otros puntos del reino. De aquí la horrorosa consternacion que se esperimentó en Valencia el dia cuatro de Octubre, ocasionando el tumulto varias desgracias por el alarma que produjo la noticia de que se acercaban moros armados á la capital. Tocóse á rebato, y al grito de «moros, moros," unos corrieron á la muralla, y otros se precipitaron en la iglesia de S. Francisco, donde se hallaba el virey celebrando la festividad de aquel santo fundador, promoviendo tal desórden, que el templo se convirtió en un campo de desolacion y de lágrimas, entre los niños aplastados, los ancianos magullados y las mugeres contusas por las oleadas de aquella multitud atropellada que corria sin direccion y sin tino. El marqués de Caracena permaneció sin embargo con la mayor serenidad; y sin alarmarse por los delirantes clamores de los que le pedian saliera á averiguar la verdadera causa de aquella confusion, dictó con calma sus providencias y esperó con resolucion las noticias de sus esploradores y confidentes. Volvieron estos, por fin, y aclararon el origen del alarma que no era otra cosa, que la muerte de dos moros asesinados por algunos cristianos, de cuyas manos se salvó otro refugiándose precipitadamente en Bétera. Supo el señor de este pueblo el atentado TOM. II.

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cometido por los cristianos, y lleno de ardimiento se puso á la cabeza de sus vasallos moriscos y salió rápidamente para castigar á los asesinos. Acertaron á ver estas fuerzas algunos labradores, y sin conocer cuál era su intencion, dieron el alarma que repetido instantáneamente en varios puntos corrió hasta Valencia, poniendo en conflicto la poblacion.

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Aunque el bando publicado á veintidos de Setiembre no dejaba mas plazo á los moriscos que el de tres dias despues de notificado jurídicamente para que en ellos se preparasen para su viage, se les permitió sin embargo algun tiempo mas para evitar una sedicion; y entre tanto despachó el virey á D. Baltasar Mercader, á D. Pedro Escrivá, del hábito de Santiago, á D. Jorge de Blanes y al gobernador de Denia D. Cristóval Sedeño, con órden de asistir al embarco de los moros en Alicante, Denia y Vinaroz, , y de alojar convenientemente a las tropas que debian proteger el trasporte. Salieron además treinta y dos comisionados ordinarios para acompañar á los moriscos desde sus pueblos al puerto mas inmediato donde debian embarcarse; dando principio á esta operacion por los moriscos de Gandía, vasallos de aquel duque, que siendo muchos en número, no fue posible embarcarlos de una vez. Abandonando sus antiguos hogares y los sepulcros de sus padres caminaban hácia Denia, unos á pie, otros mas ancianos, conducidos en acémilas, rodeados todos de niños y de mugeres, en cuyos brazos llevaban á sus pequeñuelos; permitiéndoles trasportar consigo todo el oro y la plata con que podian cargar, por no dar ocasion, con un esceso de observancia á las órdenes del rey, á entorpecimientos que una prohibicion absoluta pudiera ocasionar. Las mugeres en particular conducian oculto el dinero en los pliegues de sus vestidos, custodiadas por los alguaciles reales, que las escoltaban para que no fuesen robadas por gentes atrevidas. Cuando llegaban á los puertos los metian en las lanchas, y entre tanto que se practicaba esta operacion lenta y difícil en aquella confusion de equipages y desterrados, permanecian sobre las armas las tropas de los tercios que habia conducido á su bordo la armada; siendo necesaria esta medida para salvar aquellos efectos hacinados en la playa de la rapacidad de muchos que afluian á aquel punto, atraidos por la misma confusion, que hacia fácil cualquiera tentativa de esta clase; aunque irremisiblemente era castigado con rigor el que se le encontraba con algun efecto robado. El número de los que se embarcaron en

Denia en el primer trasporte escedió de seis mil personas; haciéndose al mismo tiempo á la vela en Alicante otro convoy de numerosos buques al mando de D. Luis Fajardo conduciendo á su bordo sobre catorce mil moriscos. Ocho mil se embarcaron en Vinaroz custodiados por D. Pedro de Toledo; de modo, que en la primera remesa fueron trasportados á las costas de Africa sobre veintiocho mil personas. Durante esta travesía y las otras que siguieron no se cometió á bordo de los buques ninguna tropelía, ni por parte de los soldados que custodiaban á los desterrados, ni menos por estos, que envueltos entre mugeres y niños, no tentaron siquiera una sublevacion, á pesar de ser superiores en número. De este modo llegaron á Orán, donde el marqués de Sta. Cruz les hizo desembarcar, siendo recibidos con mucha atencion por su gobernador y capitan general el conde de Aguilar. Apenas pisaron aquellas playas, pasaron algunos de los desterrados á suplicar al virey de Tremecen les recibiese en su territorio, lo cual no fue difícil de conseguir, pues adquiria este dignatario un número considerable de nuevos colonos, cuyas riquezas se creian inmensas. Convenidas las condiciones, cuya aprobacion se celebró con muchas fiestas en Orán, partieron los desterrados á los desiertos que escogian para su nueva patria, y fue triste espectáculo el ver llorar amargamente á aquella multitud, comparando el cielo de su patria con los abrasados desiertos que se estendian á sus ojos dominados por la fuerza brutal de los rudos hijos de Agar.

No fiándose muchos de los moros que debian embarcarse de las promesas de seguridad que les ofrecian los comisionados del virey, y deseando por otra parte alejarse de un pais que miraban ya como enemigo y dispuesto á sublevarse contra ellos, procuraron hacer el viage en buques de particulares, que con anuencia de las autoridades, aprovecharon esta oportunidad para hacer alguna grangería. Convenidos, pues, con algunos patrones, se embarcaron primero en dos galeras mallorquinas los moros de Picasent, Ribarroja y Mirambell, egecutando esto mismo sucesivamente los de Mislata, Alacuás, Benimámet, Paterna, Manises, Chiva, Godella, Buñol, Villamarchante y otros pueblos de la huerta de Valencia; de suerte que en pocos dias desaparecieron del reino cerca de veinte mil moriscos, sin gravar al estado su trasporte. Otros tres mil de la Vall de Uxó se embarcaron en Moncofa, asistiendo á esta operacion D. Gaspar Vidal, capitan de la costa. Hasta los

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