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intermision; pero á pesar de sus atrocidades espantosas y encontrarse España en la region mas occidental de Europa; la fe se estendia por ella con una celeridad que causa admiracion á los escritores dedicados á este género de estudio, en términos que los críticos opuestos á la opinion de la venida de San Pablo y Santiago, y tal vez de San Pedro y varones apostólicos, á nuestra península, se encuentran con todo el peso del célebre dilema que hacia San Agustin á los que negaban los milagros de Jesucristo, pues en tal caso vendrian á decir que la España habia abrazado el Evangelio sin predicadores. Como quiera, el imperio de la cruz se dilató por todas sus regiones durante los dos primeros siglos; y aunque no es facil señalar el curso sucesivo del progreso de la fe, siempre resulta que se introdujo, conservó y aumentó en medio de las atrocidades mas horrendas, pues sabemos por Tertuliano, escribiendo á la entrada del siglo III, que la España era toda cristiana á aquella fecha, constándonos además por el poela Prudencio que no hubo persecucion alguna que no esclareciese á Zaragoza. San Cipriano y San Agustin elogian á cada instante á nuestros mártires. San Vicente, las dos Eulalias de Mérida y Barcelona, los niños Justo y Pastor de la antigua Compluto, la ilustre Leocadia, gloriosa santa Librada, y otros muchos mártires y confesores menos conocidos, son libros vivos de la fe, que componen la historia eclesiástica de los primitivos siglos de España,

y las víctimas sagradas que atrajeron la bendicion de Dios sobre su suelo con tanta copia de gracia, que vemos ya en su Concilio Iliberitano Obispos tan ilustres como San Valero y el inmortal Osio, quien gobernó despues todos los Concilios de su tiempo en pluma de San Atanasio. Suponiendo ahora que el citado Concilio Iliberitano se celebró hácia el año de 301, se deduce legítimamente que la Iglesia hispana estaba constituida, vigilada y regida por los Obispos desde los tiempos apostólicos hasta aquella edad, contra todo el furor y á despecho de los Emperadores; y por consiguiente queda sin disputa demostrada su absoluta independencia durante tres siglos completos. El cuarto, en el que vamos á entrar ahora, se abre lugar con la memorable conversion de Constantino y la paz dada á la Iglesia en el año de 313; pero este acaecimiento, tan importante en su historia general, apenas ejerce influjo en la de España por su posicion geográfica y distancia de Constantinopla hasta el Concilio de Nicea, presidido por el inmortal Osio, y aun despues no forma tampoco época muy diferente con relacion al asunto á que me estoy contrayendo, pues la Iglesia hispana continuó manteniéndose bajo su antiguo pie, sin mas diversidad que haber sido menos perseguida en lo

sucesivo.

Antes de la paz de Constantino los Obispos la gobernaban en conformidad á los cánones del Concilio Iliberitano, y al cúmulo de sus obligaciones se les agregaba el inminente riesgo

del martirio, viéndose obligados muchas veces á ocultarse en las soledades y montañas escabrosas, en vez de que posteriormente vivian sin tanto peligro, gozando suficiente aptitud para convocar Concilios mas frecuentes y consultar á los Papas sus dificultades. En ambos casos su independencia era igual, y únicamente varió la conducta de los romanos, cesando en parte sus persecuciones: digo en parte, porque con motivo de haber infestado el arrianismo á los sucesores de Constantino, aún se les ofrecieron muchas ocasiones para renovar los martirios en el Oriente, y mancillar en España el nombre del ínclito Osio, personage el mas ilustre que habria quizás en la historia de la Iglesia desde el Concilio Niceno, si no hubiera deslucido por esta causa, como algunos quieren, cien años de gloria con un momento de flaqueza. No obstante, es innegable que desde la referida época aparece el primer signo de agresion del gobierno civil contra la independencia de la Iglesia, pues efectivamente el Emperador Constante trató de dominarla abiertamente; pero debe advertirse que esta primera funesta tentativa, lejos de prestar apoyo á nuestros adversarios sirve para confundirles; lo uno porque el Emperador Constante, desgraciadamente seducido por los arrianos, era fautor de su heregía, y por consiguiente sus atentados merecen execracion á los gobiernos católicos; y lo otro porque, á propósito de la Iglesia hispana, el mencionado Osio la dejó estampada una doctrina

que siempre ha corrido de boca en boca, escitando la admiracion universal. "He dado testimonio, dice al Emperador Constante, de mi fe en la persecucion de vuestro abuelo Maximiano; y si os preparais á repetir la misma prueba, estoy pronto á sufrir todos los tormentos antes de faltar á la verdad mancillando mi inocencia. No intervengan vuestros gobernadores en las decisiones de la Iglesia; dejad de desterrar á los Obispos, cuyo crimen á vuestros ojos consiste en no prestarse á los abusos. ¿Acaso vuestro augusto hermano hizo nunca cosa semejante? No olvideis, Emperador, de que á pesar de este magnífico título no dejais de ser hombre, ni de estar menos sujeto á la muerte. Temed la eternidad. No os mezcleis en las cosas eclesiásticas: en esta materia no teneis órdenes que darnos, antes bien debeis recibirlas de nosotros. El Señor os ha entregado las riendas del imperio y á los Obispos el gobierno de la Iglesia; y asi como quebrantaríamos el orden de Dios si atentásemos á usurpar vuestro poder, del mismo modo no podeis apropiaros sin pecar lo que nos pertenece." Al hacer mérito de este precioso documento que nos ha conservado San Atanasio en su apología, no intento corroborar la independencia de la Iglesia con la autoridad de un varon tan esclarecido como Osio. La palabra de Jesucristo, en la que está apoyada, triunfa por sí sola: lo que sí intento espresamente es llamar con su carta la atencion de V. M. á ciertos discursos vertidos por los de

clamadores, sumamente injuriosos al Obispado actual de España. Tales lenguas, cuantas veces han empeñado la cuestion de los derechos de la Iglesia, tantas han pretendido sostener sin miramiento que los Obispos se oponen á ciertas novedades, porque preocupados con las falsas decretales se dirigen segun la corriente de los siglos bárbaros; y con la carta de Osio se demuestra patentemente que seiscientos años antes de haber sido aquellas fraguadas, la Iglesia hispana profesaba su libertad con una fortaleza digua de tan justa causa. Han vociferado tambien en varias ocasiones que los Obispos, arrastrados de las máximas ultramontanas, olvidaban las lecciones de la antigüedad y doctrina de los Santos Padres, degenerando asi de la ilustre nombradía que acompañó á sus antecesores; y con la carta de Osio se comprueba que semejantes imputaciones solo pueden caer en gracia á oyentes peregrinos en las materias eclesiásticas, por cuanto aquel inmortal Obispo, casi tocando en los primeros años con los tiempos apostólicos, varon prodigioso, que mereció redactar el símbolo de Nicea, y fue el alma, segun San Agustin, de todos los Concilios de su prolongada vida; aquel renombrado Obispo, digo, proclamó á mediados del siglo IV la misma independencia de la Iglesia que ahora defienden los Obispos á mitad del XIX.

3.o Verdad es que la fama de Osio se eclipsó en Sirmich despues; pero esta fatalidad nada se roza con la cuestion que nos ocupa, ni fue

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