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tampoco tan duradera que la Iglesia hispana no se congratulase en breves dias con la posesion de su sapientísimo Prelado, cuya poderosa influencia por sus estraordinarios talentos, y tambien como encargado de los Padres del Concilio de Nicea para estender el conocimiento de sus decisiones en el Occidente, contribuyó en sumo grado á que se estableciesen en España con el tiempo las cinco sillas metropolitanas, y se tomase gusto á la celebracion de los Concilios, depósitos de su antigua gloria, que aún subsisten á la vista para justificar á los Obispos y confundir á sus calumniadores. Ábranse, pues, el primero de Zaragoza y de Toledo, celebrados en el siglo IV, además del Iliberitano; registrense sus actas una por una, y en todas se observará que los Obispos se congregan, deliberan, decretan, corroboran ó forman nuevos Cánones, y los circulan, sin la mas remota intervencion de la autoridad civil: de lo que resulta, que á la cuenta de los trescientos años que ya iban comprobados se agrega nuevamente el siglo IV, que no permite tampoco la mas ligera objecion contra la independencia de la Iglesia.

4. El quinto y sesto que van á ocuparnos ahora se presentan con el carácter mas espantoso de cuantos habian hasta entonces y han transmitido despues los anales de la Religion; pesar de todos sus estragos no quedará menos manifiesta la independencia de la Iglesia. Ya se ha visto que la de España, gobernada sin intermision por los Obispos durante tres

pero

á

siglos y medio, habia echado raices tan profundas al fin del cuarto, que contaba cinco Metropolitanos de sillas fijas y el competente número de sufragáneos; y que formada la gerarquía al tenor del Concilio de Nicea, celebraba Concilios oportunamente, y mantenia una comunicacion constante con los Papas. Todas estas y otras muchas ventajas tan recomendables eran debidas en parte á la tolerancia, por no llamarla proteccion, de los romanos, quienes menos adversos desde la paz de Constantino, trataban á los fieles sin dureza, y guardaban consideracion á los Obispos. No obstante, la soberbia Roma, que habia atado al carro de sus triunfos todas las naciones conocidas, estaba amenazada entonces de una tempestad que, centelleando por los remotos ángulos del Norte, venia adelantándose á descargar sobre ella de una vez todo el peso de las plagas que habia causado á los pueblos su pesado yugo durante los once siglos de su dominacion, Guerreros feroces, indígenas de aquellas regiones destempladas, ennoblecidos con una talla agigantada y una robustez pasmosa, pero mas crueles que las fieras, se arrojaron sobre el imperio romano, y entrando á sangre y fuego por las poblaciones mas hermosas y opulentas, sin dar oidos á las capitulaciones ni al vasallage con que se habia intentado hasta entonces contener la espada de los conquistadores, desolaron la desventurada Europa, degollando hombres y mugeres de todas clases y edades, y asemejando en la de

vastacion el esterminio del universo. Nada templaba la crueldad de aquellos tigres sanguinarios. Los habitantes que resistian eran pasados á cuchillo; los que se entregaban no libraban mejor suerte: talaban los campos, incendiaban los bosques, casas y templos; ciudades enteras quedaban reducidas á cenizas. Su estrategia era poco adelantada, pero ningun capitan ha tomado una plaza por arte con mas, rapidez que los godos con su inhumanidad: su modo de asediar las fortalezas era hacinando cadáveres de cautivos y prisioneros degollados á sangre fria á sus muros, cuyo hedor y pestilencia infestaban á los sitiados y los rendia á discrecion. Procopio, aunque gentil, tira la pluma al llegar á estas abominaciones; San Isidoro vierte lágrimas al referirlas; San Agustin ruega á Dios, que le saque del mundo por no verlas. Yo quisiera que me dijesen los que disputan la independencia de la Iglesia, cuál era el gobierno temporal que en aquella catástrofe dirigia á la de España. Ella subsistia siempre, verdad es, pero era como obra de milagro. Al modo que despues de muchas y grandes nevadas la tierra se oculta al parecer á los vivientes, y solo se descubren las elevadas copas de los árboles, adonde las aves vuelan á bandadas, la Iglesia, en aquellos horrorosos dias, presenta el único punto de vista que ofrecia algun asilo, y al que se refugiaban los habitantes consternados. Muchos Obispos y sacerdotes, abrazados con la cruz de Jesucristo, salian imitando á San Leon al en

cuentro de los bárbaros, y solian templar su encono y amansar algun tanto su fiereza; pero por desgracia, apenas se fue estableciendo la tranquilidad, y la sociedad empezaba á repararse, cuando nuevos torrentes de bárbaros, vándalos, suevos y alanos, no menos feroces que los godos, empujándose unos á otros como las olas del mar sin saberse donde principia el movimiento, se lanzaron á probar fortuna al teatro de la guerra, por lo que la España, no bien convalecida del primer sacudimiento, se encontró asaltada de otro golpe acaso mas terrible por el carácter detestable de la heregía arriana, de estaban contaminados los nuevos agreque sores. Para cúmulo de sus amarguras no faltaban á la Iglesia tampoco en aquella época enemigos semejantes á los que despues la han insultado contándola los dias. El filósofo Porfirio, que escribia por entonces y se complacia en la violacion de las sagradas vírgenes, ridiculizaba las virtudes evangélicas, y presagiaba el fin de la Religion. San Agustin, lleno de ciencia y caridad, salió al encuentro al sofista; pero era necesario haber alcanzado el pontificado de San Leandro para avergonzar al blasfemo de sus pronósticos, haciéndole admirar la gloria de la Iglesia hispana, coronada con un triunfo completo á los doscientos años de combate. Limitándome á su independencia, principal objeto de mis raciocinios, V. M. observará que, despues de haberla dejado indisputablemente reconocida durante los primeros cuatrocientos

años, hemos sido sorprendidos en los siglos V y VI con la irrupcion espantosa de los bárbaros, quienes precedidos de la desolacion y apoderados de España, la dividieron entre sí á la suerte como el predio de una herencia, arrojando para siempre de ella á los romanos.

y

5. Sin embargo, estas mismas conmociones lamentables acaecimientos que destruyeron el imperio mas poderoso del universo, juntamente con su idioma, sus leyes y costumbres, ofrecen una prueba mas de la independencia eclesiástica en España, por cuanto en vez de acomodarse los Obispos á las nuevas demarcaciones que los bárbaros se señalaron convencionalmente ó á la fuerza; continuaron guardando el régimen gubernativo aplicado á las provincias del tiempo de los romanos (*). En consecuencia la Iglesia hispana, reuniéndose cuando encontraba ocasion en sus Concilios durante los referidos siglos V y VI, anatematizó, estirpó las heregías, refrenó la relajacion de costumbres, reformó los abusos, contuvo á los bárbaros, y conservó siempre su autoridad é independencia.

Tan pronto congregada en Tarragona como en Braga, Zaragoza, Toledo ú otras diócesis, tal cual el contínuo movimiento de las guerras permitia, contamos en los mencionados siglos ocho ó nueve Concilios, presididos varias

(*) Véase el Apéndice.

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