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siniestramente por el impostor, se convirtió en las falsas decretales en otro diferente, que permitia sin restriccion ninguna la apelacion de los clérigos á los Papas en todos los procesos, tanto de las sentencias definitivas cuanto de las interlocutorias, asi de los actos forenses como de los estrajudiciales, con cuya estrañía y perniciosa novedad, despues de haberse hecho impracticable la buena administracion de la justicia, quedó Roma árbitra y señora de todos los juzgados y poblada de curiales. Por otro canon apócrifo y no menos irritante supuso Isidoro en los Sumos Pontífices el derecho de disponer arbitrariamente de las dignidades y bienes de la Iglesia de todos los reinos y paises, sin distincion de patronos ni ordinarios, de usos ni costumbres, por cuya causa se inundó Roma de pretendientes muchas veces imperitos, no pocas disolutos, y siempre incapaces de ser bien conocidos, añadiéndose la desgracia de que estos fatales errores pasaban por doctrina sana, se estudiaban en las universidades y colegios, é iban apoyados con la autoridad y nombre de escritores celebérrimos, por lo que no solamente no se hallaba, sino que ni tampoco se inquiria el medio de corregirlos y extirparlos. En el siglo presente, en que la crítica purgada del espíritu sistemático de nuestros antepasados ha tomado un carácter á la par de mas ilustrado mas imparcial y severo, gozamos tambien oportunidad de graduar las falsas decretales segun la escala que las corresponde; pero

no debe omitirse que si nos remontásemos cincuenta años sobre la actual época, tal vez no descubriríamos un autor enteramente exento de preocupaciones, no yéndole á buscar al siglo XVI en Antonio Agustin, Covarrubias y otros varones esclarecidos, que dedicados con la mejor buena fe al estudio de la antigüedad, análisis de las materias canónicas, cómputo de los tiempos y confrontacion de los códices, emprendieron el verdadero método de aclarar el caos de decretos de Graciano, dejando á salvo la supremacía pontificia. Pero la carrera de Antonio Agustin la abrazaron pocos con tan noble empeño, pues casi todos los demás escritores escolásticos se dividieron en dos bandos, el uno siempre en contacto con las heregías que imputaban á la ambicion y artificio de los Papas la aparicion de las falsas decretales, y el otro no menos estremado, que apoyándose en la suprema autoridad de los Pontífices, de tal modo la encarecian, que casi calificaban de heregía censurar las imposturas de Isidoro Mercator. Con una clase semejante de partido erá imposible que se investigara bien y se reconociese la verdad. Las escuelas, admirablemente útiles en lo general para propagar los conocimientos, avivar la emulacion y promover la civilizacion del mundo, han ido siempre acompañadas de un germen de sistemas que causó funestos errores á la humanidad en todo género de ciencias y artes, de lo que tenemos un desgraciado ejemplo sin salir de las falsas

decretales, asunto de mera erudicion y puramente accidental por su propia naturaleza, pero que en manos de los partidos poco ha faltado para complicarle con la comunion y unidad católica. La verdad siempre está oculta á los partidos. Decir que los Pontífices no representan la cabeza suprema de la Iglesia y la piedra angular de su edificio, porque en virtud de las falsas decretales se reservaron indefinidamente las apelaciones de todos los juicios, y dispusieron de las dignidades, pensiones, &c., &c. de todas las iglesias, no tiene oportunidad ni guarda conexion con el Evangelio ni la palabra espresa de Jesucristo, fundamento sólido de su irrecusable primacía; pero tampoco se conducian bien los decretalistas preocupados, defendiendo que á los Pontífices, en calidad de cabeza de la Iglesia, les pertenecen las facultades extralimitadas fingidas por Isidoro Mercator. La razon, pues, exigia que, procediéndose segun los principios canónicos, se respetara en los Papas su legítima é indisputable supremacía, y en los Obispos sus inviolables é imprescriptibles derechos; y esta doctrina tan sana como justa es la que reclamaron con dignidad y celo los Padres del concilio de Trento, desde el año 1545 de su apertura hasta el de 1563 en que se terminó con gloria de la Iglesia. Señalo espresamente la época del memorable concilio, para que contrayendo ahora V. M. la de los establecimientos literarios erigidos á principios del siglo de que he hecho mérito antes con es

A

pecial intento, se complazca en oir resonar la voz evangélica de los alumnos de aquellos colegios recientemente fundados, y observe al obispado español combatiendo en Trento los abusos introducidos á pretesto de las falsas decretales' con una libertad, ciencia y energía que impusieron respeto a las demás naciones. Los italianos, franceses y alemanes se admiraban de aquel celo á veces demasiado vivo y de tanto ardor en defensa de la autoridad episcopal; pero era por no prevenírseles que las elecciones de Obispos y sus confirmaciones, reservadas á los Papas en otros reinos doscientos años hacia, no se habian admitido, las primeras nunca en España, y las segundas hasta Sixto IV, lo que añadia un peso estraordinario á los conocimientos científicos que poseia el Obispado español en la materia, bien acreditados en sus distinguidas obras. Con todo, á pesar de las contínuas y vehementes reclamaciones de los Padres del concilio, los estudios proseguian tan pervertidos en toda Europa, los abusos tan inveterados y las prácticas forenses tan complicadas en los tribunales eclesiásticos y civiles, con los privilegios de los monarcas, comunidades religiosas, cuerpos literarios, grandes y patronos de beneficios eclesiásticos, que es imposible dejar de conocer la necesidad que habia de guardar temperamento en la reforma, para evitar mayores males y mas trascendentales consecuencias; y asi fue, que aun despues del concilio de Trento subsistieron en el mismo pie

ciertos principios de mal agüero que se prolongaron años y mas años.

7. Los Obispos españoles y algunos mas, hasta el número de veinte, á cuya cabeza figuraba el Cardenal Pacheco, propusieron una medida radical, que efectivamente si hubiera sido adoptada precaviera los lamentables abusos que irritaron tanto las pasiones luego en los sucesivos pontificados. Pretendian, pues, que los cánones decretados de reforma se observaran con todo rigor perpétuamente, sin que pudieran ser relajados por los Papas; pero su opinion de privar á los Pontífices de la facultad de dispensar en los cánones beneficiales, &c., fuc desaprobada justamente en el Concilio, atendiendo á que la autoridad suprema necesita imperiosamente ejercer este privilegio en muchas ocasiones que ocurren en el gobierno de la Iglesia y efectivamente, aunque el dictámen de aquellos prelados parece útil bajo un aspecto particular, adoptado absolutamente produciria inconvenientes muy graves á la Iglesia. Con todo, su fin moral era tan puro y loable en la intencion, que naturalmente habria de ocupar un puesto muy distinguido en el progreso de la razon, y servir de apoyo en las negociaciones ulteriores con los Papas; y tanto mas cuanto que al mismo tiempo que el Concilio dejó sentada la supremacía de la Santa Sede para dispensar los cánones, la consignó espresamente á la utilidad y mayor honra de la Iglesia. Esta restriccion bien observada con

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