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aqui á la Iglesia de España en lo general, durante el corto intervalo de doce años, que cedió al influjo del siglo un borron que no habia oscurecido jamás su gloria en el discurso de siete siglos de su independencia. No ignoro que varios escritores mercenarios, menos solícitos de salvar el nombre de la Iglesia hispana que de ocultar á la perspicacia de los observadores las funestas consecuencias que les origina el abuso del dominio temporal, han fundado en la escasez de autores coetáneos la vindicacion de Witiza y de D. Rodrigo, como si un millon de tomos en folio ofreciese comprobacion ninguna comparable á la tradicion universal que de siglo en siglo nos trasmitió entre ayes y lamentos sus costumbres estragadas, y menos á la infame entrada de los moros, cuyos horrendos vestigios por desgracia aún subsisten deshonrando nuestro suelo. Segun tan mezquino método de raciocinar, adoptado por los aduladores del absolutismo de los Reyes, mal disfrazados con la máscara de crítica, bien ha podido argüir contra la existencia de nuestro divino Maestro el fanático autor del Origen de los cultos, á cuya estravagante insania no impuso tampoco respeto el contínuo y permanente testimonio de cuatro millones de judíos, ni la destruccion de Jerusalen con un cuento y medio de habitantes; catástrofe la mas estrepitosa del mundo y la mas bellamente referida por un testigo ocular en los anales de la historia: las defensas fundadas en absurdos no mejoran una mala causa.

Nadie en verdad estaria mas interesado que un Obispo en desvanecer, si posible fuera, la mala nota que desconceptúa á cierta parte del clero español durante los reinados de Witiza y Don Rodrigo; pero conviene no olvidarse que la historia nos refiere los ejemplos y los estravíos de nuestros mayores para aprender en unos y otros el santo temor de Dios, imitando á los primeros y preservándonos de los segundos. ¿A qué disimular los lunares patentes en el rostro, quiero decir, las faltas de que nos acusan nuestros mas célebres autores? ¿Quién no echa de menos en los Obispos españoles de tan ignominiosa época aquella fortaleza, aquel celo evangélico que se espone á los arrebatos y á la cólera de los reyes por no contemplar con sus escándalos? ¿Dónde están primero sus ruegos, luego sus lamentos, despues las quejas, y últimamente sus pastorales, sus escritos, que nos acrediten la vigilancia y justa indignacion de los centinelas de Israel? La persecucion de reyes tan inícuos como Witiza no deshonraria á los Obispos si la hubieran padecido, antes por el contrario formaria su mayor elogio, y nos diera margen ahora á una sólida y bien fundada apología; en vez de que la falsa paz, las delicias y comodidades que disfrutaron, y la continuacion del favor de una corte tan disoluta como la que entonces gobernaba, nos pone un velo en los ojos y nos quita la pluma de las manos. Las bendiciones de la paz y la felicidad de los cristianos son el voto de la Iglesia en sus oraciones

cotidianas; pero en la triste necesidad de haber de leer las páginas escandalosas del reinado de Witiza y D. Rodrigo, menos ingrato nos sería ir repasando en los anales de aquel tiempo unos Obispos mártires, otros presos, prófugos ó desterrados, sacrificados todos en defensa de la fe, como sucedió en la persecucion goda de España hácia el año 425, tan encarecida por S. Agustin, que la proponia de modelo á los Obispos africanos, que no consultar las bibliotecas y revolver todos los archivos, y no encontrarnos con un testimonio de esta clase. Menos sentimiento nos causaria tambien enternecernos con lamentos semejantes á los que nos arrancan aquellos cinco niños españoles, Arcadio, Probo, &c., martirizados en Africa y celebrados por Honorato Antonino, ó edificarnos con padecimientos iguales á los que sufrieron los Prudencios, Laureanos, Eugenios, Montanos, y tanta multitud de Obispos como se ilustraron durante ciento veinte años de la persecucion arriana, que no empeñarnos en la defensa del clero coetáneo de Witiza, viniendo á parar, despues de apurar todos los discursos del ingenio, al silencio de aquella época inmediata. ¿Qué prueba el silencio? Pluguiera á Dios que en vez de un silencio tan vergonzoso oyéramos una voz de trueno como la de San Ambrosio, fulminando el anatema contra el rey Witiza. Nadie duda que los Obispos de aquellos desgraciados dias fueron católicos y amantes de la religion (sobre cuyo punto tampoco ocurre escrúpulo á ningun sabio, puesto que,

dóciles á la voz de Dios que les despertara del letargo, y arrostrando despues mil géneros de peligros, consiguieron conservar la fe en toda España durante la dominacion de los sarracenos); pero tampoco se nos oculta que, amedrentados en cierto tiempo con el genio violento del monarca, dejaron equívoca su fama por no haber tenido firmeza para representar siquiera como Osio al Emperador Constante. De todos modos salta á los ojos, que si se hubiera imitado el celo de San Leandro en aquella época, se salvara acaso la patria y religion; ó por lo menos, dado que el Señor el Señor por sus altos juicios tuviese decretado ya el castigo, les quedaria el consuelo á los Obispos de que no le habria acelerado la falta del cumplimiento de su obligacion: y véase la causa que me empeña irresistiblemente en presente escrito, y la que no me permite respirar hasta llevarle á cabo. En efecto, algunas veces, meditando conmigo mismo sobre el espantoso poder de los revolucionarios, la gran distancia que me separa del centro de la monarquía, la nulidad de mi persona y medianía de mis talentos, no deja de representarseme como superior á mis fuerzas, y al mismo tiempo infructuoso, el trabajo que me tomo en probar la independencia constante de la Iglesia de España para atraer á la razon á sus enemigos; y aunque, gracias á la Providencia, jamás me ha asaltado en el curso de mi vida aquel temor degradado que hace desertar las banderas de la verdad al pusilánime, no desconozco el peligro

el

de que entre las vicisitudes contínuas políticas de la nacion nos alcance alguna deplorable, que transfiera las riendas del gobierno pacífico de los actuales beneméritos Ministros á otras personas violentas, que calificando de un crimen horrendo la defensa de la potestad eclesiástica, calumnien de insidiosos mis principios, esponiéndome á la venganza de su partido: pero á pesar del respeto que por necesidad impone siempre este cuidado á un Obispo, menos por la pérdida de su tranquilidad y la de los bienes temporales que por las desagradables consecuencias que produce en las relaciones de la sociedad civil; cuando se me representa por otra parte el espantoso castigo que arrastraron Witiza y D. Rodrigo, no vacilo un momento en elevarme al trono y ofrecerme en sacrificio por mi patria. Porque, contrayéndome rigorosamente al caso, ¿de qué sirviera á la nacion el deplorable silencio, por no llamarle connivencia, de los Obispos de aquella edad, sino de precipitar la ruina y perdicion de España? El atropello de las leyes eclesiásticas cometido en su reinado, fue como la señal dada á la relajacion, al desorden y á un desenfreno que, cundiendo de los grandes á los Obispos y de los magistrados á los clérigos, se propagó como un incendio por todas las clases del Estado, disolvió el vínculo de amor y proteccion entre los reyes y los pueblos, entre los sacerdotes y los fieles, estinguió los de obediencia y subordinacion entre los soldados y sus gefes, contaminó las cos

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