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do en la cuestion, ventilándola canónicamente como Obispo. Presupuesta, pues, esta advertencia, diré ahora con la libertad de ciudadano, que los que se conducen por la doctrina antes sentada relativa al derecho de las Cortes, semejantes á algunos antiguos cruzados que pretesto del nombre de Cristo iban sembrando la desolacion por los paises y asombrando al Oriente con su barbarie, licencia y ferocidad, ellos han renovado la misma escandalosa escena, atropellando en nombre de la libertad los vínculos mas sagrados de la tierra, y el timbre mas glorioso de la justicia. Gracias á la Providencia, el segundo error no ha sido de tanta duracion cual el primero, pues aunque fue proclamado por los asambleistas de Francia á fines del siglo pasado, la mayor parte de la escuela de los enciclopedistas, y llevado en triunfo por la irreligion é inmoralidad, cayó en el fango prontamente cuando menos se pensaba: diré la causa brevemente. Al mismo tiempo que la revolucion francesa abortó en Europa tanta multitud de crímenes, y se hizo, á pesar de este escarmiento, innumerables partidarios en todas las naciones atraidas del prestigio de la libertad, la actividad del comercio que tomó entonces un vuelo nunca imaginado, la emigracion de muchos sábios célebres, el descubrimiento feliz sucesivo del vapor y varios otros motivos poderosos, dieron un movimiento general á la comunicacion con los Estados-Unidos americanos, y el espectáculo imponente de

aquella dichosa república quitó la ilusion á unos viageros que la visitaron, abrió los ojos á otros, y al modo que el estudio de la Religion desconceptuó á los cruzados que iban hollando las leyes y la hospitalidad en nombre de Cristo, asi igualmente el estudio de la libertad puesta en práctica en los Estados-Unidos, condenó al desprecio y á la execracion á los infames corifeos de la revolucion francesa. Doloroso me es sacrificar al plan que me he propuesto las brillantes pruebas que una comparacion mas estensa de la república francesa con la Union americana podia suministrarnos; pero ya que sea preciso ceñirme á estrechos límites, no omitiré decir que el principio característico de la democracia americana consiste en no depositar en el Gobierno y cuerpo legislativo sino lo puramente necesario para dirigir la nave del Estado, quedándose los pueblos en el pleno uso de sus atribuciones municipales, bienes, haciendas y goces personales, y ejercicio, práctica y arreglo de su religion. La revolucion francesa por el contrario adoptó la base de que los constituyentes, hidra de setecientas cabezas, estaban revestidos de todos los derechos del pueblo francés; y como la mayor parte, segun se ha dicho, de aquellos enciclopedistas eran ateos, se aprovecharon de una teoría tan funesta para despojar con varios pretestos la Iglesia, el clero, los nobles, los realistas emigrados, y suprimir el nombre de Dios en sus actos legislativos, cual si ellos viviesen convenci

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dos de que era de Satanás su obra. Los angloamericanos, verdaderos maestros de la libertad, siguiendo el impulso de esta virtud cívica y el de la influencia del Evangelio, progresaban levantando el pueblo á un grado de civilizacion, prosperidad y moralidad que hace la gloria del género humano, al paso que los asambleistas retrocedian convirtiendo los franceses en esclavos, impíos y salvages, y deformando enteramente la fisonomía del pueblo hasta entonces mas culto de Europa. ¿Cómo pudieron los convencionales conseguir esta transfiguracion tan pronta? La solucion es muy óbvia, considerando ahora que el Gobierno se transformó en un tirano de muchas cabezas, servido en varios tiempos, si hemos de creer á los célebres historiadores, de ochenta y cinco mil sociedades secretas á la orden del infame Petion y otros tigres, y á las que prestaban obediencia los cuerpos de milicias nacionales. Con este sistema alevoso las logias disponian de la milicia nacional, ésta del sufragio de los pueblos, y por consiguiente la libertad de Francia quedó á merced de los hombres mas execrables de su suelo. Cada francés nació desde entonces condenado á llevar el fusil al hombro y matarse por lo que él llamaba libertad, siendo asi que hasta el miserable voto para nombrar representante le tenia que dar gratuitamente á la persona designada por el club del departamento.

La España, pues, cuando fue sobrecogida por la irrupcion francesa, tenia que optar en

tre dos ejemplos diferentes, el uno el de los Estados americanos, y el otro el de la Asamblea francesa; y por dicha suya en un principio siguió el primero generosamente, consultando la voluntad general de la nacion en su lucha contra Bonaparte, por cuya causa hizo prodigios tan inauditos y tan continuados, que la elevaron al primer pueblo del mundo. La sola idea de resistir á Napoleon, vencedor de tantas naciones belicosas, fue sublime; la de empeñarse en el arrojo con tanta perseverancia raya en heroismo; y el triunfo que al fin alcanzó despues de una lucha tan horrenda, escede á cuanto se admira en los romanos. ¿Qué comparacion tiene Anibal al frente de algunos tropeles de bárbaros amenazando á Roma, con setecientos mil franceses veteranos mandados por Napoleon ó sus célebres mariscales, intimando la rendicion á Zaragoza y Gerona, ó desplegando sus alas en Bailen para aterrar la España? Sin embargo, jamás se desanimó el pueblo español, porque el Gobierno consultó su voluntad, y la voluntad general de la nacion era combatir contra el tirano.

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Sin embargo, doy por concedido que hablando como ciudadano me he equivocado en mis juicios, y que los pueblos de España, olvidándose de su renombrada constancia en el catolicismo, llegaran á fascinarse en tales términos que facultasen á sus representantes para

reformar la Iglesia y avasallar su independencia; en tal caso digo ahora como Obispo, que no se adelantaria en la cuestion, porque nadie puede dar lo que no tiene, y el derecho de reformar la Iglesia no ha existido, no existe, ni existirá jamás entre los legos; pues segun se lleva ya probado, nuestro divino Salvador encomendó su régimen á los Obispos, de cuya prerogativa han usado sin intermision hasta el presente, confirmándose asi la palabra divina con diez y ocho siglos y medio de contínua posesion. Los títulos, pues, del Obispado están bien patentes; su autoridad consta de la Escritura, su posesion de la historia universal. ¿Cuáles son, pues, los que una nacion alucinada podria esponer contra unos derechos tan sagrados? Por mas que he querido estudiar las frases de los novadores para penetrar sus pensamientos, siempre vienen á parar al gran respeto, fuerza y magestad que lleva consigo el carácter de ciudadano, y la elevada esfera á que se remonta una nacion constituida; pero los que han hablado de este modo pueden haberse convencido, por el ejemplo de los anglo-americanos, de la mala lógica que usaban en las consecuencias: pues lejos de que una nacion constituida se halle en estado de reformar la Iglesia, cuanta mas libertad sea la que disfrute, tanto mas espedito deja á cada ciudadano para abrazar el culto que le pareciese sin intervencion ninguna del Gobierno. Si la nacion, pues, para arrogarse el derecho de regir la Iglesia, opusiese

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