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mente, sin salir de la primera época del cristianismo, que no pueden ser despojados del ejercicio de ella por ninguna clase de ciudadanos, ora en particular ó reunidos en las Cortes, á no ser que se pretenda sostener contra un ejemplo tan irrecusable que el ciudadano de estos tiempos debe disfrutar de mas derechos en punto á Religion que los antiguos fieles; pero se cometeria el mas alto grado de imprudencia en traer la disputa á este terreno, pues todos saben que los antiguos fieles para merecer este glorioso nombre profesaban la fe públicamente, y muchas veces la sellaban con su sangre; siendo asi que el título de ciudadano, tan honorífico y respetable en la consideracion civil, no está en contradiccion por su naturaleza propia con ninguno de los errores que impiden hasta la comunicacion religiosa con los fieles. Por ejemplo, no está con la idolatría; gentiles fueron los ciudadanos romanos: tampoco con la heregía; luteranos y calvinistas son los ciudadanos suizos; protestantes los ingleses; presbiterianos, cuákaros y metodistas los angloamericanos. No es tampoco incompatible con el materialismo, deismo y ateismo, pues ciudadanos fueron los mónstruos de la Convencion francesa; y para que no se recuse esta prueba por intempestiva, citaré la Constitucion actual francesa, por la que los judíos gozan la misma distincion.

Deseoso de no aventurar ningun juicio suspicaz en una materia tan grave, he examinado

atentamente en la Constitucion las calidades exigidas á los diputados para ocupar tan importante destino, y no he encontrado que en ninguna de ellas esté comprendida la profesion de fe católica. He registrado igualmente con la mayor diligencia los debates suscitados en muchas ocasiones para la admision de los vocales electos, y jamás he visto que se haya hecho mencion de semejante circunstancia, sin embargo de que se han presentado en el Congreso personas públicamente desacreditadas por apóstatas y antagonistas de la revelacion. Sé bien la rectitud y religiosidad de muchos diputados, cuyo honor en general no me puede ser indiferente, contándose en su número dos hermanos mios, varios primos y muchos amigos esclarecidos con quienes estoy intimamente estrec hado; pero con todo el respeto que merezcan estas consideraciones, siempre resulta que las Cortes, aun en el acto de estender sus facultades á la reforma de la Iglesia, no garantizan con las pruebas necesarias la ortodoxia de sus vocales, siendo asi que los Concilios en actos semejantes nunca prescinden de esta prevencion. No hay escepcion en esta parte: desde el Concilio de Jerusalén, presidido por San Pedro, hasta el de Trento, la primera diligencia que practican los Padres congregados es la protestacion esplicita de la fe. Por mas que asistan al Concilio Obispos tan ilustres en defensa de la fe como el Crisóstomo y San Atanasio, tan milagrosos como el Taumaturgo, el

acto de la protestacion de la fe no se dispensa, pues la Iglesia sabe que el hombre de un dia á otro puede variar sus opiniones é incurrir en algun error, y necesita por lo mismo estar asegurada de la ortodoxia de los Padres en el momento de hallarse congregados para dictar sus cánones. Con este medio tan espedito, espresa el Tridentino, se ha conseguido en varios casos persuadir á algunos hereges, refrenar á otros, y espulsar de los Concilios á los contumaces. Asi que, cuando la Iglesia se halla representada por sus legitimos Pastores, está siempre asegurada de la profesion de la fe de los que promueven y decretan las reformas, en vez de que, trasladada su representacion á los cuerpos legislativos, se espondria á que la gobernaran y reglamentasen sus mayores enemigos, los sectarios, hereges, materialistas, ateos, ó la raza infernal de jacobinos, como sucedió en la revolucion francesa. ¿Qué necesidad, pues, tienen las Cortes de cargarse con tal responsabilidad, y el peligro de tan terribles contingencias? La Iglesia, Señora, cuando defiende su causa, no aboga solo por su utilidad, sino tambien por la del Estado: las disputas de competencia son odiosas; son además impertinentes é indignas de las luces del siglo las contestaciones sobre las opiniones religiosas de los legisladores, y todas podian evitarse, circunscribiéndose cada potestad á los límites que Dios les tiene señalados. ¿A qué viene renovar las envegecidas controversias de si la Iglesia

está en el Estado, ó mas bien éste en la Iglesia; sobre la disciplina interna ó esterna, entendida de este ú otro modo? Es innegable que nuestro Señor, por su inefable providencia, dejó enteramente separadas la potestad del gobierno y la de la Iglesia, proveyendo á cada uno de todo lo necesario para subsistir independiente, y prestarse á la vez mútuos auxilios para su mayor engrandecimiento si asi se concertaban; y toda tentativa para oscurecer esta verdad y poner la Iglesia en clientela, debe orillarse ya por insolente. Desde que la naturaleza, abriendo sus entrañas al gran Cuvier, y la antigüedad rasgando el velo que la ocultaba á nuestros antepasados, reveló en Calcuta sus monumentos irrecusables á los sabios, y se formó la generacion estudiosa, fuerte y emprendedora de este siglo, que arrojándose sobre el Babel de los enciclopedistas echó abajo su ignominioso edificio, todos los planes contrà la Religion católica, todas las declamaciones de los antiguos sofistas se han quedado á cien leguas de distancia de la ilustracion del siglo: la Iglesia y el Estado, caminando paralelos sin inclinarse á un lado ni á otro, prosiguen á la vez, nunca encontrándose, hácia su término, la felicidad eterna y temporal; y la Union americana, que es la que mas observa rigurosamente este principio y tambien la que mas progresa, presenta el modelo mas acabado á que deben dirigirse los gobiernos de todas las naciones. Los Obispos no aspiran á mas gracia; y

por lo menos no se dirá asi que pidiendo para la Iglesia el derecho que goza en el pueblo mas libre del universo, reclaman privilegios de los siglos bárbaros. Sin embargo, estando ya por medio el respeto de las Cortes y la sancion. de tantas leyes espedidas para lo que se llama arreglo del clero y de la Iglesia de España, se hace preciso tratar abiertamente esta cuestion nueva, y no disimularnos la situacion crítica en que nos constituye, si deseamos superarla con honor y con justicia. Yo tomaré á mi cargo ahora esta tarea, y mas que habiéndome desembarazado en lo ya espuesto de las pretensiones estrañas introducidas por los tumultuarios, despojádola tambien de las exageraciones de los dos partidos antagonistas, y puéstola á salvo de las siniestras miras de las logias, quedo espedito para examinar el punto con madura detencion, y sujetar á la sabiduría de V. M. el fruto de mis meditaciones, consagradas al servicio de la patria y gloria de la Iglesia hispana; de esta admirable Iglesia, Señora, que habiéndose dilatado por tan remotos climas, cobija bajo sus frondosas ramas mil naciones plantadas sobre la firme piedra, todas unidas á la Santa Sede; Iglesia verdaderamente apostólica, en la que se miraban las historias eclesiásticas por la pureza de su fe, la antigüedad privilegiada de sus cánones, la proverbial constancia de sus mártires, la gloria de sus vírgenes, la eminencia y al mismo tiempo santidad de sus doctores, la magnificencia de su culto, y el pro

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