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bres. Los Estados Unidos formaron su constitución, estando invadidos por poderosos ejércitos».

En El Mointor Araucano, lo mismo que en la Aurora, el redactor presentaba en el fondo de la escena el espectáculo de la gran república norteamericana, como una tierra de promisión, de abundancia i de libertad, un verdadero paraíso, a que se había llegado por un sendero escabroso, pero accesible.

Miradlo bien, murinuraba el tentador al oído de sus lectores.

Un paraíso semejante puede conquistarse con la punta de la espada.

Camilo Henríquez trató de aplicar a la difusión de los sanos principios de derecho público el sistema de propaganda que la iglesia empleaba en la enseñanza de sus dogmas: el catecismo para los ni ños i las misiones para los adultos.

Los medios que producían copioso fruto en relijión, ¿por qué habían de ser estériles en política?

El envío de misiones patrióticas i la formación de un catecismo destinado al mismo fin, podían prestar señalados servicios para la reforma social.

Los araucanos habían tomado a los españoles sus caballos para pelear i vencer.

Los innovadores podían plajiar al catolicismo su método para granjearse prosélitos.

La cabeza de aquel fraile estaba llena de tos audaces.

proyec

En el número 30 de la Aurora, tomo I, fecha 3 de setiembre de 1812, se espresaba como sigue: «La obstinación del error es grande, porque la ignorancia es inmensa. Las nociones útiles, las verdades que por su naturaleza inflaman el corazón de

los pueblos, son raras. Todo es el resultado de un sistema tan opresor, como estúpido; todo es fruto de tres siglos, no sé si de barbarie, de incuria o de una lenta tiranía. Ello es cierto que, bajo un gobierno absoluto, pocos se fatigan en estudiar los derechos del hombre, porque de nada les sirven, ni en reflexionar sobre la política, porque estos pensamientos están prohibidos a los esclavos, i solo convienen a los habitantes de los países libres. La esperiencia atestigua que las rejiones sujetas a un poder arbitrario, solo contienen hombres o embrutecidos, o frívolos, igualmente incapaces de reflexión. Una total indeferencia por la patria, una incuria, una indolencia estúpida, una aversión para todos los asuntos serios, son los efectos naturales de una administración que confía a favoritos despreciables los negocios de mas importancia. Los hombres se habitúan a la esclavitud con admirable facilidad; llegan a estar mui contentos, i aun soberbios, con sus cadenas; sus espíritus perseveran en una eterna infancia.

«¿Qué remedio, pues, puede oponerse al error, a la ignorancia, a todas estas causas odiosas que producen el letargo i aun la depravación de los cuerpos sociales? Solo hai un remedio: es la manifestación de la verdad i la profesión pública i solemne de la patria.

«En efecto, jeneralizando la instrucción, esparciendo los principios útiles i sólidos en toda la masa del pueblo, cultivando la razón pública, se debilitará seguramente la funesta influencia de las antiguas causas de error i embrutecimiento. Lo que nos hace conocer la necesidad de que se envíen por las villas i demás poblaciones misioneros patriotas encargados de iniciar a los pueblos en los principios de la revolución i en todo lo relativo a la gran causa de la América».

Este pensamiento atrevido se llevó a cabo.

Varios padres adictos a la independencia fueron comisionados para ir de aldea en aldea, exhortando a los habitantes en favor de las nuevas institucio

nes.

Predicaban la obediencia al gobierno patrio, el amor a la libertad, el odio a la tiranía.

Proclamaron en sus sermones la soberanía del pueblo cuya voz era la de Dios.

Camilo Henríquez, el autor de los artículos titulados Del amor a la patria, Del entusiasmo revolucionario, Del honor en los pueblos libres, tuvo la primacía en ese apostolado de la revolución.

La ejerció realmente desde Santiago por medio de sus publicaciones.

¿Quién mas persuasivo i elocuente?

Su frase enérjica i vigorosa resuena a veces como una marcha guerrera.

Parece tocar a la carga.

Nuestro primer periodista poseía en prosa ese os magna sonaturum de que habla Horacio. Copio al acaso:

«No puede prosperar la revolución sino se excita en los pueblos americanos una fermentación de emulación i de celo por el bien jeneral. La causa es común: la seguridad i la dicha de todos están necesariamente unidas con la seguridad i la dicha de cada uno i de sus descendientes La ignominia de la patria habría de envolver a todos. Tiempo es ya de que el pecho americano se dilate i se engrandezca, dé acción a su sensibilidad i entre en el vasto campo que le abre la fortuna para un eterno renombre. ¡Cuántos elementos para formarse una perpetua fama! Colocar pueblos oscuros en la jerarquía de las potencias; darles reputación i crédito; fijar su prosperidad sobre la base de su constitución i sus leyes; dar nacimiento a las ciencias, a las

letras, a las artes; elevarse sobre los indignos temores de tantos viles esclavos, sobre los absurdos de las preocupaciones, sobre las ideas rastreras de los egoístas, sobre las miras detestables de los malvados: cada uno de estos objetos basta para hacer ilustres e inmortales muchos nombres. Se gloriaba un déspota magnífico de haber hecho de mármol la capital del mundo: ¡cuánto mas glorioso será haber hecho libre a su patria, volverla el asilo de la libertad i de los talentos, la escuela de las virtudes sociales, hacer, en fin, que su nombre se pronuncie con estimación entre las naciones florecientes i cultas!>>

En lo sucesivo el gobierno, que había prohijado el pensamiento de Henríquez, no envió misiones. colectivas, lo cual ofrecía sus dificultades e inconvenientes.

Limitóse a comisionar a sacerdotes aislados para que predicasen que el nuevo sistema político no era incompatible con el evanjelio.

cir.

Citaré un solo caso entre varios que podría adu

«Don José María Moraga, dice don José Miguel Infante, fue uno de los pocos eclesiásticos que se pronunciaron por la causa sagrada de la libertad. El púlpito, i aun el campo de batalla, fueron teatro de su jenerosa cooperación por el buen éxito en la

contienda americana.

«En 1813, se le vio partir desde Santiago hasta la provincia de Concepción por encargo del gobierno, que él aceptó con entusiasmo, a ilustrar a los pueblos contra las supercherías i engaños que tramaban los frailes del colejio de propaganda, haciendo artificiosamente aparecer a los que morían en defensa de la patria, como almas condenadas, en pena del perjurio que les atribuían i de la escomų

nión en que decían habían incurrido, tomando las armas contra el rei.

«Prosélitos de la tiranía, así es como perpetuais el poder de los opresores de la humanidad; pero vuestros esfuerzos serán impotentes, mientras aparezcan Moraga, Cajas i Bausas que os rasguen la máscara de que os cubrís».

Filósofos modernos de tan alta talla como Agusto Comte i Juan Stuart Mill han reconocido la eficacia de un catecismo para inculcar ciertas ideas.

El eclesiástico valdiviano no podía ignorar que un librito de unas cuántas pájinas había contribuído i contribuía muchísimo a la propagación del cristianismo.

Camilo Henríquez quiso adoptar el mismo método para enseñar a los chilenos los derechos i los deberes del ciudadano.

Un pequeño cuaderno podía ser un instrumento de inoculación del sistema liberal.

¿Por qué no ensayarlo?

«Un catecismo patriótico (decía en la Aurora, número 41, tomo I, fecha 19 de noviembre de 1812) escrito con la mayor sencillez, claridad i brevedad, repartido a las escuelas para que los niños lo tomasen de memoria, i lo recitasen en las plazas, convidando antes a la plebe por carteles para que asistiese, fuera sin duda mui útil; i estas escuelas serian de mayor utilidad para las familias, i menos pesadas para los niños, si se sujetasen a la inspección de personas sabias, que arreglasen el plan de la enseñanza i economía interior. Es innegable que se enseñan en las escuelas cosas no necesarias; que lo bueno que se enseña se puede enseñar de mejor modo; por ejemplo, los principios aritméticos se en

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