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jinado cuando una hueste invasora había pisado nuestras playas.

La muerte del brigadier don Antonio Pareja no había influído en la contienda.

El teniente coronel don Juan Francisco Sánchez había reemplazado al difunto sin desventaja; i la lucha había continuado con la misma alternación. de triúnfos i reveses.

La esperanza frustrada había exacerbado los ánimos de los chilenos, como siempre sucede en casos semejantes.

El descontento público se manifestaba en todo i por todo.

Se negaba la validez de la constitución de 1812, se tachaban de absurdas sus disposiciones, se contestaba la lejitimidad de los gobernantes, se vituperaba la impericia del jeneral en jefe.

La opinión había levantado el grito especialmente contra don José Miguel Carrera, a quien se hacía responsable de la situación actual.

Muchos, muchísimos querían que dimitiese el mando de las tropas o se le destituyese de él.

El fundador del Semanario Republicano fue el promotor mas activo i ardiente de la terrible oposición suscitada contra el orden de cosas establecido.

Don Antonio José de Irisarri era un ajitador de primera fuerza por su talento, por su enerjía, por sus conexiones.

Estaba entroncado con la «poderosa i terrible familia de Larrain, que abrazaba una gran parte del vecindario, i abundaba de sujetos, tanto ecle

siásticos, como seculares, todos cortados a una medida», según la pinta frai Melchor Martínez en su Memoria Histórica sobre la revolución de Chile.

Aquella numerosa familia formaba una especie de tribu, como algunas de la antigua Roma.

El virrei Abascal la denominaba la familia de los ochocientos.

Irisarri disponía, pues, de una falanje, en la cual había personas de la mas alta categoría en el clero, en la majistratura i en el ejército, que le ayudasen en su empresa.

Como no deseaba embozar su intento, declaró sin ambajes en el número 10 del Semanario Republicano: «La constitución, el gobierno, el senado i el cabildo de esta capital tienen una nulidad insubsanable. Todo fue obra de la violencia; i ésta nunca puede ser lejítima».

Quería tabla rasa.

Camilo Henríquez había sido amigo íntimo i admirador entusiasta de don José Miguel Carrera.

Le había dirijido en la Aurora una calorosa alocución en que, le llamaba joven héroe con la esperiencia de un anciano.

Usando el lenguaje ampuloso de un lugareño, había llevado la hipérbole hasta compararle con Tito i Carlomagno.

Es cierto que en el viejo mundo se ha equiparado a reyes i emperadores con los dioses.

Virjilio, su poeta favorito, le suministraba ejemplo de ello.

Los sucesos, mas que el trascurso de unos cuantos meses, habían cambiado la fisonomía del país.

La corriente rápida de la historia había tomado un cauce diverso del que se pensaba.

Don José Miguel Carrera no tenía ya en sus manos las riendas del destino, ni sus labios dictaban la lei.

Por brillantes que fuesen algunas de sus calidades, i por mucho que le hubiera estimado i estimase, Camilo Henríquez conocía que el caudillo tan ensalzado antes i tan combatido ahora no podía permanecer en su puesto sin ocasionar una insurrección.

¿Cómo podía ese jefe desprestijiado marchar a la victoria con un ejército anarquizado i con un pueblo hostil?

Camilo Henríquez juzgó que debía sacrificar su amistad i su afecto, como Bruto sus hijos, en el altar de la patria; i aceptó un movimiento que no se podía contener.

El 6 de octubre de 1813, se reunieron en la sala de gobierno los majistrados de los tribunales, los jefes del ejército, los miembros de las corporaciones i los prelados de los conventos para acordar la resolución que debía adoptarse a fin de salvar el país devastado por la guerra i amagado por una revuelta intestina.

«El gobierno, dice don Antonio José de Irisarri, hizo presente a aquella asamblea que se veía en la precisión de renunciar su cargo, porque lo consideraba ilejítimo; i siendo esta opinión demasiado jeneral i bien fundada, no podía contar con la aceptación de los pueblos, que conviene en todos tiempos para manejar con acierto los arduos negocios

del estado. Se leyeron los votos de los vocales del gobierno i del senado, de los cuales resultó que todos, escepto don Francisco Ruíz Tagle i don Manuel Aráoz, eran de opinión que se convocase al pueblo para que dijese si era su voluntad que quedase todo en el estado en que se hallaba, o determinase lo que juzgara conveniente. El senador Henríquez manifestó en un breve discurso la nulidad del reglamento constitucional i la violencia que se hizo a los pueblos en las elecciones de gobierno i senado, concluyendo con que se hiciese nueva elección popular».

El mismo Camilo Henríquez nos ha conservado el tenor de su discurso.

Hélo aquí:

«Padres del pueblo:

«Mi voto de que se convoque al pueblo para que elija con libertad a sus gobernantes, i decida de la cesación o permanencia del senado supone la nulidad de la constitución provisoria, i es una medida necesaria en la crisis actual.

«En una sesión, don N. acusó de nulidad al gobierno presente, i dijo que los vocales lejítimos eran los tres nombrados por suscripción al tiempo de suscribirse el reglamento provisorio; a uno de ellos llamó vocal nato del gobierno.

«En el momento de la invasión del enemigo, fue nombrado jeneral en jefe de nuestro ejército el vocal don José Miguel Carrera; i el senado, interpretando la constitución, i únicamente atento a la salvación de la patria, sostituyó su persona nombrando para el poder ejecutivo a don Juan José Carrera.

«En aquel momento, se hallaban enfermos, sin fuerzas para los nuevos i arduos regocios, i mas adecuados para sus anteriores destinos, los señores vocales Portales i Prado. El senado, por los enun

ciados principios, i atendiendo al corto número de los senadores presentes, nombró vocales a los ciudadanos Pérez e Infante. En aquella ocasión, fue mi parecer que se pusiese la autoridad suprema en uno solo con la asociación de dos ministros, esto es, que se elijiese un dictador.

«Hallándose indispensable el que marchase para el ejército don Juan José Carrera, se nombró el senado en su lugar al ciudadano Eizaguirre.

por

«Nuestros virtuosos pueblos, sea que tuviesen presente la premura de nuestras circunstancias, o la moderación i alto mérito de las personas nombradas, o la confianza que les había merecido el senado, no hicieron sobre estos nombramientos reclamación alguna. Estos nombramientos, no estando entre las facultades senatorias, se reservaban, según el mismo reglamento, al pueblo soberano. Nuestras circunstancias fueron terribles; mas éstas ya no existen.

«El vocal don Francisco Pérez no puede por su enfermedad asistir al gobierno. ¿Nombraremos los senadores otro vocal, habiendo don N. acusado de nulidad los nombramientos anteriores? Otros documentos tenemos de que al gobierno actual se le juzga intruso.

«La existencia del senado es incompatible con la crisis actual. En ella, el gobierno debe obrar con absoluta libertad e independencia. Las trabas impiden la actividad. En tales casos, las repúblicas simplifican sus gobiernos. ¿Queremos salvarnos por un camino inverso del que han seguido, i siguen, los pueblos cultos?

«La permanencia del senado, i la retención de sus facultades, contradictoria con las facultades supremas que debe llevar a Talca el gobierno, o un representante suyo, ha imposibilitado su partida.

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