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gracias a las corporaciones por las muestras de amor i confianza que recibía.

«Por último, uno de los concurrentes recomendó el mérito del doctor don Silvestre Lazo, i Su Excelencia le nombró secretario de la intendencia de provincia.

«El intendente de provincia, el de ejército i los secretarios prestaron el juramento de estilo; i se concluyó la sesión.

«La comisión para la formación del reglamento convino concluírlo en la noche, i presentarlo después a las corporaciones, según lo acordado».

La constitución provisional, jurada el 27 de octubre de 1812, fue reemplazada por el reglamento provisional sancionado el 17 de marzo de 1814.

El nuevo estatuto concentraba el poder ejecutivo en un solo individuo con el título de director supremo por residir en él la autoridad absoluta que había ejercido la junta instalada el 18 de setiembre de 1810.

Se colocó a su lado como consejo i como freno un senado compuesto de siete individuos que Lastra debía elejir a propuesta de la junta de corporaciones.

El director supremo estaba investido de facultades amplísimas e ilimitadas.

Podía hacerlo todo, escepto tratados de paz, declaraciones de guerra, ordenanzas de comercio e imposición de contribuciones, para lo cual debía consultarse i acordarse con el senado.

Debía durar en sus funciones el término de diez i ocho meses; i concluído ese plazo, la municipalidad i el senado reunidos debían decidir si continuaba él mismo o se elejía otro.

Llaman la atención las dos disposiciones que paso a copiar:

ARTÍCULO 3

«El tratamiento del director supremo será el de excelencia; i usará, para distintivo de su persona, una banda de color encarnado con flecos de oro, según acordó la junta de corporaciones.

ARTÍCULO 4

«La escolta i honores deberán ser los de un capitan jeneral, sin que, por motivo alguno, pueda dejar de usar de ellos, por ceder en desdoro de la alta dignidad i empleo que se le han conferido.

¡Oh vanidad de vanidades!

La junta anterior se había desprestijiado i había caído a impulso de una tormenta popular, entre otras causas, por haber dado ocasion a que los españoles se apoderasen de Talca, precisamente por haber sacado para escolta una parte de la tropa, dejando desguarnecida la plaza.

I ahora los gobiernistas de hoi, amotinados de ayer, insistían en el mismo aparato que acababan de criticar con tanta acritud.

¡Oh vanidad de vanidades, i todo es vanidad!

Los criollos eran amiguísimos de la ostentación i del boato. Yo mismo he alcanzado a ver los escudos de yeso, de madera o de piedra que decoraban las fachadas de algunas casas de Santiago.

La reciente constitución que, en último análisis, se limitaba a consignar que no había en el país otra lei que la voluntad de un solo hombre, cuidaba de especificar el color de su banda, rojo con flecos de oro, i de ordenar que una escolta le acompañase

siempre de día o de noche, lloviese o tronase, para que no se amenguase su autoridad.

No se olvidaba siquiera de la colocación de esa banda.

La historia, como una comedia de Lope de Vega o de Calderón de la Barca, mezcla siempre lo serio con lo jocoso.

Don Francisco Antonio de la Lastra era un militar valiente, un patriota benemérito i un cumplido caballero.

Tenía el ceño adusto; pero estaba lleno de bondad: armazón de hierro, corazón de oro.

Durante toda su vida, observó, antes de acostarse, la costumbre de abrazar i besar a sus hijos dormidos.

Él ni solicitó el alto puesto a que fue elevado, ni las distinciones i honores que se le otorgaron.

La dictadura de don Francisco Antonio de la Lastra debía durar menos que el plazo prefijado en el reglamento promulgado el 17 de marzo de 1814; i menos aun que el término estatuído por los ro

manos.

Me he propuesto trazar en este cuadro, aunque pintado con colores pálidos i con una mano trémula, no solo las virtudes, sino también las flaquezas del personaje principal.

La verdad debe presentarse tal cual es, sin cosméticos ni afeites, sin oropeles ni postizajes, que solo pueden permitirse a una damisela.

Camilo Henríquez no era en 1814 el mismo hombre que en 1810.

El impetuoso fraile, que había hecho de su pluma una espada para derribar el retrato de Fernando VII, había decaído.

El individuo a quien he denominado Pedro el Hermitaño de la independencia, conservaba la robustez de sus pulmones; pero había perdido la fe en el triunfo inmediato de su causa.

Aquel periodista, consejero nato de los gobiernos nacionales, estaba en posesión de todas las publicaciones estranjeras que llegaban a Chile i de todos los secretos de la política que la autoridad se apresuraba a comunicarle; i vistos esos datos, creía que el juego de los contrincantes había mejorado incuestionablemente.

Los ases se hallaban entre las cartas de los contendores.

Había en el horizonte un punto negro, que amenazaba convertirse en una nube inmensa, preñada de truenos i rayos.

La prepotencia de Napoleón I se desmoronaba piedra a piedra, i la monarquía española se levantaba del suelo palmo a palmo.

Camilo Henríquez decía en su lenguaje altisonante i alegórico que el águila imperial volvía fatigada, i con plomo en las alas, de las estepas de la Rusia, para guarecerse en su nido, donde una coalicion formidable no tardaría en aplastarla; i que el león de Castilla, reponiéndose de su sorpresa i sus quebrantos, podría apercibirse para volver asir entre sus tremendas garras a los turbulentos cachorros de América que no podrían safarse de ellas tan pronto i facilmente como al principio se había imajinado.

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La perspectiva de sucesos que a su juício iban a retardar la emancipación de Chile, llenó a Camilo Henríquez de amargura i desasosiego.

Se puso triste; se enfermó.

El estado de su ánimo puede colejirse fácilmente por las siguientes palabras de una carta que en 5 de febrero de 1814 le dirijió don Antonio José de Irisarri:

«Tu complexión es bastante débil, amigo: i tu cura debe empezar por fortalecerte el cerebro. La imajinación demasiado viva te presenta unos fantasmas tan horribles, que te sobrecojen, te amilanan, i te hacen cometer mil impertinencias. Tan pronto crees ver a Pezuela en medio de sus cañones, vomitando metralla, granadas i bombas, como se te presenta el verdugo con todos sus instrumentos de muerte amenazando tu triste gaznate, El congreso de Praga se te pone a la vista, como si fuese un dragon devorador de las Américas. Todo es ruína, desolación, muerte i miseria ante tus ojos. En nada piensas, sino en buscar medios de esconderte de los furibundos enojados ministros de la Rejencia, de Sánchez, de Abascal, de Pezuela, de Vigodet, i de que sé yo cuantos mas. A la verdad, no puede darse una situación mas triste que la tuya; i es preciso confesar que con mucha razón andas cabizbajo i pensativo. ¿Es acaso poco mal estarse un hombre ensayando a morir todos los momentos de su vida? Valiera mas que le despenaran cuánto antes, i le quitasen de encima el insoportable peso del miedo, que es el orijen de los mayores males. Tanto es esto, amigo, que te has puesto inconocible. Ya, no solo te hayas abandonado de aquellos sentimientos heroicos del republicanismo, sino que aun has perdido el uso de la crítica para raciocinar con acierto>>.

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