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en Buenos Aires, i que se pueden encargar a Norte América».

Henríquez prefería la enseñanza del inglés a la del latín.

¿No había (preguntaba) en todas las ciudades de América aulas de latinidad gratuítas? Pero ¿es el latín de tanta utilidad como el inglés?

A mas de las letras, de las ciencias i de los idiomas, el autor del proyecto quería que los alumnos aprendiesen el manejo de las armas de fuego, las evoluciones militares, el arte de construír fortificaciones, etc.

La preparación para una lucha obstinada i mortífera era la pesadilla del momento.

La atmósfera estaba impregnada de pólvora i cargada de electricidad.

La guerra golpeaba a nuestra puerta i bullía en nuestro propio hogar.

El padre de la Buena Muerte había visto sus estragos el 1.o de abril de aquel año en la plaza de Santiago.

Camilo Henríquez tuvo la honra de bautizar con el nombre de Instituto Nacional el primer establecimiento científico i literario de la República cuyo plan de estudios había elaborado con pleno conocimiento de las necesidades i recursos del país.

Deseando rodear los exámenes de toda la pompa posible, disponía en su proyecto que éstos se celebrasen «bajo los auspicios i con asistencia del gobierno, del cuerpo municipal, de los socios del Instituto i de todos sus profesores».

Se objetará talvez que la concurrencia de tantos funcionarios era excesiva i perjudicial a los otros ramos del servicio público.

No lo niego.

Pero ese concurso solemne i obligatorio de todas las autoridades manifiesta la alta importancia que el reformador atribuía a la instrucción de la juventud.

La indicación del eminente estadista no cayó en talega rota.

Años después, el jeneral don Francisco Antonio Pinto i el jeneral don Joaquín Prieto, durante sus respectivas presidencias, asistían a los exámenes del Instituto Nacional para estimular con su pre sencia la aplicación de los alumnos.

A juicio de Camilo Henríquez, el vicio mas resaltante de la instrucción que se daba en la colonia consistía en su espíritu monacal.

Las escuelas i casas de educación estaban llenas de ideas místicas i de prácticas devotas.

Eran fábricas de vasallos leales i sumisos con una fuerte dosis de monacillos o sacristanes.

El quería que la enseñanza estuviese exenta de cualquiera intención oculta que no fuese el conocimiento cabal de la ciencia o arte que se esplicaba.

Así i con todo, opinaba que esa instrucción escasa i bastardeada había socavado lentamente los cimientos de la dominación española en América. La luz que se coloca bajo el almud, acaba siempre por incendiarlo.

Una intelijencia despierta descubre con mas o menos prontitud la falla de un raciocinio falso o mal hilado.

Coincidía en este punto con las ideas emitidas posteriormente por el distinguido publicista norteamericano Enrique Brackenridge, de quien fue después amigo en Buenos Aires, en su carta dirijida a Monroe.

Voi a copiar el pasaje siguiente traducido por Henríquez:

<<Aunque el gobierno español ponía el mayor cuidado en escluír de las colonias toda ilustración i conocimientos liberales, i prohibía todos los libros que pudieran descubrir a los sud-americanos el im portante secreto de que eran hombres, le fue totalmente imposible escluír todo jénero de erudición. Algunos ramos fueron alentados para divertir la atención de los estudios mas peligrosos. Ellos tenían sus colejios i seminarios de erudición en las principales ciudades i pueblos, como también escuelas para enseñar los primeros elementos, mientras que los hijos de los mas ricos estaban en el mismo caso que en nuestro país, que los enviaban a viajar. Bajo un punto de vista filosófico, nada es tan vano como la empresa de encerrar los pensamientos en un canal estrecho, como el agua en una acequia. La lectura de algunos libros ¿puede dejar de poner en movimiento los ánimos? i luego que empezamos a pensar, ¿quién puede contener nuestros pensamientos? La lectura del edicto de prohibición de un libro puede excitar pensamientos mas peligrosos que el mismo libro».

Aun cuando pusiera mui por encima la enseñanza del Instituto Nacional, Henríquez aceptaba la cooperación de todas las personas o corporaciones que ayudasen en la ímproba faena de espeler la ignorancia de nuestro suelo.

La instrucción, como la lanza de Aquiles, tenía la rara virtud de curar las mismas heridas que causaba.

Así escribía en 17 de diciembre de 1813:

«No nos equivoquemos. Los relijiosos pueden ser mui útiles a los estados; i en nada pueden servir mejor que en la enseñanza pública. La esperiencia confirma esta verdad; i para que no me acuses

de amigo de cosas antiguas, oye lo que dice sobre esto un apreciable autor inglés:

-«Los innovadores i declamadores contra el cristianismo i sus instituciones relijiosas han olvidado que la Europa debe a los censurados i ridicu lizados solitarios i devotos habitantes de los monasterios la conservación de las ciencias en los siglos de barbarie, la cultura de ellas en las edades siguientes i los rápidos progresos que hicieron en su estudio en los tres últimos siglos. Erasmo, Bacon i Malebranche fueron frailes; i Corneille, Descartes, Racine i Voltaire fueron educados por frailes; i también lo fueron Richelieu, Mazarino, Turena, Condé i Eujenio. Pichegru, Moreau, Kleber, Desaix, Bonaparte i otros jenerales fueron educados por frailes. (The Revolutionary Plutarch, vol. 2». El mismo Camilo Henríquez era un buen comprobante de lo que pretendía demostrar.

Me imajino, sin embargo, la indignación que debió de producir en Santiago el citarse como un timbre de los conventos el que se hubiese enseñado a Voltaire en uno de ellos.

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