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IV

Establecimiento de la imprenta en Chile.-Publicación de la Aurora de Chile.-Valentía de su redactor. -Odio de los realistas en contra suya.--Camilo Henríquez proclama en la Aurora la independencia de Chile.-Aprende la lengua inglesa en un mes. Sus esfuerzos por la difusión de las luces.

En 1810, había en Chile solo una pequeña imprenta, cuyo material no alcanzaba mas que para publicar una esquela de convite o de citación.

Años atrás, el cabildo de Santiago había solicitado permiso para establecer una de mas proporciones.

El concejo de Indias había pedido informe a la real audiencia.

«La audiencia no quiso informar en mas de treinta años; probablemente recibió orden reservada para no hacerlo», dice don Juan Egaña en el párrafo 3, sección 6 de El Chileno Consolado en los presidios.

Todos los habitantes patriotas i algo ilustrados estaban ansiosos de que hubiera en el país un establecimiento tipográfico siquiera un tanto mas provisto.

Don Juan Egaña, en una memoria sobre un plan de gobierno, que pasó al presidente don Mateo de Toro Zambrano en agosto de 1810, se espresa acerca

de este asunto como sigue: «Convendrá en las críticas circunstancias del día costear una imprenta, aunque sea del fondo mas sagrado, para uniformar la opinión pública a los principios del gobierno. A un pueblo sin mayores luces i sin arbitrios de imponerse en las razones de orden puede seducirlo el que tenga mas verbosidad i arrojo».

En noviembre de 1811, fondeó en el puerto de Valparaíso la fragata Galloway, consignada a don Mateo Arnaldo Hoevel, sueco de nación, primer estranjero que solicitó carta de naturaleza en Chile. Anteriormente había sido ciudadano de los Estados Unidos.

Aquel barco venía de Nueva York, trayendo a su bordo por dilijencias de Hovel algunos materiales de imprenta i algunos operarios norte-americanos para manejarlos.

Con fecha 27 de noviembre, el primer congreso de Chile, que se hallaba a la sazón reunido, hizo comunicar a Hovel «que iba a tratar de acelerar la conducción de la imprenta a Santiago».

Efectivamente, al comenzar el año de 1812, aquella máquina de civilización estuvo instalada en uno de los departamentos del antiguo edificio de la Universidad de San Felipe, en cuyo terreno se levanta hoi el Teatro Municipal.

El nuevo establecimiento fue denominado Imprenta de este Superior Gobierno.

Sus directores i operarios fueron los señores Samuel Burr Johnston, Guillermo H. Burbidge i Simón Garrison, de los Estados Unidos.

Sin embargo, el nombre del segundo de estos tres individuos aparece solo hasta el 2 de julio de 1812, continuando desde entonces únicamente los otros dos.

Según don Juan Egaña en sus Épocas i Hechos memorables de Chile, Burbidge murió a consecuen

cia de un balazo recibido en una refriega trabada con motivo de un sarao dado la noche del 4 de julio de 1812 por el cónsul de los Estados Unidos para solemnizar el aniversario de la independencia de su nación.

Desde abril de 1813 hasta octubre de 1814, el establecimiento se denominó Imprenta de Gobierno, i algunas veces Imprenta del Estado.

Durante este último período, el director fue casi siempre don José Camilo Gallardo, dueño de la imprentita que había en 1810.

Solo una vez aparece la imprenta gobernada por Johnston i Garrison; i otra, por Garrison i Alonso Benítez, etc.

Luego que a principios de 1812 estuvo arreglada la imprenta, se fundó el primer se fundó el primer periódico que ha habido en el país, al cual se dio por título Aurora de Chile, periódico ministerial i político.

El redactor fue Camilo Henríquez.

Antes de todo, se dio a luz un prospecto, a cuya cabeza se leía Viva la Unión, la Patria i el Rei, i en seguida, el primer número, que salió el 13 de febrero de 1812.

Todos los contemporáneos están acordes en que la publicación de este periódico produjo en los chilenos el mayor entusiasmo.

«No se puede encarecer con palabras (dice frai Melchor Martínez en su Memoria Histórica sobre la revolución de Chile) el gozo que causó su establecimiento. Corrían los hombres por las calles con una Aurora en la mano; i deteniendo a cuantos encontraban, leían i volvían a leer su contenido, dándose los parabienes de tanta felicidad, i prometiéndose que por este medio se desterrarían la ignoran

cia i ceguedad en que hasta ahora habían vivido, sucediendo a éstas la ilustración i la cultura, que trasformarían a Chile en un reino de sabios». La Aurora aparecía solo los jueves.

La suscripción importaba seis pesos por año en Santiago; nueve, en el resto de Chile; i doce, en el esterior.

La Aurora de Chile duró solo hasta el 1.o de abril de 1813, fecha de su último número.

Si al presente consultamos ese papel que tanta ajitación causó en la sociedad, no hallamos en él nada de asombroso; pero los contemporáneos, al leerlo, debían esperimentar necesariamente una impresión mui distinta de la nuestra.

Era el primero que se publicaba en el país; i aun cuando sus columnas contenían ideas que ahora repiten los niños, ellas eran novedades para los sabios de entonces, i novedades que encerraban una revolución.

Sobrada razón tenían, pues, los realistas para desazonarse con el nacimiento de semejante periódico; porque para ellos era mas dañoso que la fabricación de armas o el levantamiento de un ejército.

Su dominación se apoyaba, no tanto en la fuerza bruta, cuanto en las preocupaciones que el tiempo había consagrado.

¿De dónde habrían sacado soldados para defender militarmente esa vasta rejión que se estiende desde la península de California hasta el cabo de Hornos? El hábito i la ignorancia eran los guardianes que les conservaban su bella conquista.

Las cadenas aprisionaban las almas tanto como los cuerpos.

Así destruír el prestijio de los peninsulares, refutando los errores que lo sostenían; demostrar que la España era para la América, no lo que es una madre para su hijo, sino lo que es un amo para su esclavo, valía mas para los innovadores que ganar batallas, puesto que la dominación de la metrópoli era defendida, no por la fuerza material del cañón, sino por la fuerza moral de falsas creencias.

Mas, si los resultados merecían que se emprendiera esa lucha contra el atraso, el hombre que la tomaba a su cargo necesitaba de coraje.

En aquella época, como en cualquiera otra, pero mas entonces que ahora, el periodista se esponía a los odios declarados, a los rencores encubiertos, a las calumnias rastreras, a las rencillas, a las molestias de todo jénero.

Camilo Henríquez desde el principio aprendió a costa suya que se compra demasiado caro, i a precio de la tranquilidad, el honor de pensar en voz alta i de ser el maestro de un pueblo.

Sin embargo, nada le arredró.

Miraba su consagración a la causa pública como un apostolado, que le imponía su calidad de ciuda

dano.

Por cumplir ese deber, renunció en el presente a todo sosiego; i despreció para el porvenir la persecución, el destierro, la cárcel, i talvez el patíbulo.

No hai hipérbole ni exajeración en lo que acabo de espresar.

Para que se vea hasta qué punto llegaba el odio que los realistas profesaban al redactor de la Aurora de Chile (o editor como entonces se decía), voi a copiar lo que vociferaba en contra de éste frai Melchor Martínez en su Memoria Histórica ya citada;

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