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Había rehusado consignar en la declaración de la independencia la protesta de que los chilenos estaban resueltos «a vivir i morir libres, defendiendo la fe santa en que habían nacido.»>

Había promulgado en la Gaceta Ministerial el siguiente decreto:

«Santiago, diciembre 14 de 1819.

«Es mui justo que los estranjeros residentes en Chile hagan las funciones funerales de sus difuntos según los ritos de su creencia. Estos actos en nada contrarían los de nuestra relijión católica. Ellos se han conducido hasta el día con la mejor política sin mezclarse directa ni indirectamente en materias de creencias. En su virtud, se concede a los suplicantes la licencia que piden para comprar en esta ciudad i en la de Valparaíso un terreno a propósito destinado a hacer en él sus ritos fúnebres. Insértese lo actuado en la Gaceta Ministerial.

«O'HIGGINS.

«Echeverría.»

Los antecedentes mencionados i otros análogos dieron marjen para que, cuando se supo el llamamiento de Henríquez a Chile, ciertas personas murmuraran que el director O'Higgins traía a aquel escritor sospechoso en materias en de fe «para que viniese a ayudarle a derrocar la superstición i el fanatismo», según lo consignó en uno de sus folletos el dominicano frai Tadeo Silva.

A pesar de estos temores anticipados, Camilo Henríquez, desde que volvió a su país, practicó la

doctrina de la tolerancia, que venía resuelto a sostener por escritos i por actos.

Aun no estaba concluída la guerra de la independencia; aun estaban vivas las disensiones civiles entre los partidarios de O'Higgins i de Carrera; i sin embargo, el 9 de agosto de 1822, propuso, como lo he referido, a la convención preparatoria el que recabara del director supremo una lei de olvido que evitara a Chile la degradación de que muchos de sus hijos anduvieran errantes por comarcas estranjeras, «devorando miserias, pobrezas, amarguras».

La amnistía debía comprender a todos los proscritos políticos sin escepción; a los realistas i à los

carrerinos.

Camilo Henríquez anhelaba por una conciliación jeneral que permitiera a todos los ciudadanos aunar sus esfuerzos en beneficio común.

El lector sabe por lo relatado en un capítulo anterior que el director dio el 20 de agosto de 1822, día de su santo patrono San Bernardo, un gran banquete, al cual asistieron mas de doscientas per

sonas.

Camilo Henríquez, que fue uno de los convidados, brindó en él aplaudiendo la idea que O'Higgins acababa de espresar en una conversación privada de levantar el destierro del obispo don José Santiago Rodríguez aun antes de promulgar la amnistía jeneral, que había resuelto firmar el próximo 18 de setiembre.

Sin embargo, el espíritu de benevolencia para todos de que Henríquez manifestaba hallarse animado, no bastó para disipar el disgusto que su vuelta al país había producido en la jente pacata i gazmoña.

Un tristísimo acontecimiento hizo trabar la lucha que se estaba preparando sordamente.

El 19 de noviembre de 1822, a las 10 horas i 54 minutos de la noche, se esperimentó un espantoso temblor, que duró dos minutos i medio, i que causó ruínas considerables en Valparaíso, Quillota, Ligua, Casablanca i en los campos.

En Santiago, el destrozo no fue grande; pero el terror fue inmenso.

Varios sacerdotes predicaron en los templos i en las plazas que el temblor había sido un signo patente de la ira del Señor contra el pueblo de Chile.

Algunos devotos comenzaron en su aflicción a hacer públicamente las penitencias mas sangrientas. Empalados i disciplinantes, que hacían saltar de sus carnes chorros de sangre, recorrieron las calles de la atribulada ciudad.

Uno de estos penitentes tuvo en Renca una muerte súbita.

Todo aquello había difundido la mayor conster

nación.

Camilo Henríquez procuró en el Mercurio de Chile, que redactaba a la sazón, restituír la serenidad a los ánimos.

Hizo observar, entre otras cosas, que los temblores eran fenómenos naturales; que, si se atendía a la esperiencia, los grandes terremotos solo ocurrían en nuestra comarca de siglo en siglo; i que, por lo tanto, ya que acababa de sobrevenir uno, los habitantes podían estar seguros de que en largo tiempo no tendrían que sufrir otro de tanta magnitud.

Reprobó con moderación suma la práctica de las penitencias sangrientas i brutales de que algunos fanáticos habían hecho ostentación en aquellas cir

cunstancias.

Escribió, aún, que a su juício tan repugnantes

espectáculos habían sido ejecutados sin noticia de las autoridades civiles i eclesiásticas.

Debe tomarse en cuenta la especialísima recomendación que le mereció en su artículo la conducta del que iba a presentarse como el caudillo de sus adversarios.

«Por lo que hace a las exhortaciones que se han hecho al pueblo, dijo, solo podemos hablar de las que hizo en la Alameda un teólogo de Santo Domingo, el reverendo padre frai Tadeo Silva; i lo felicitamos por su unción i elección en no contristar i aflijir mas unos corazones despedazados por el

terror».

Este escrito, tan comedido en la sustancia i en la forma, fue, sin embargo, considerado por algunos como impío i aun blasfemo.

Pero los que se empeñaban por hacer creer que el temblor del 19 de noviembre había sido un verdadero i tremendo castigo inflijido por Dios a los pecados de los chilenos, descargaron desde luego su indignación, no contra Camilo Henríquez, sino contra don Bernardo Vera que había insertado en el Mercurio de Chile dos comunicados en los cuales discutía el asunto con mas estensión i acritud.

El doctor Vera, como se le llamaba, era un competidor temible.

Había prestado eminentes servicios a la causa de la independencia, lo que después del triúnfo le había merecido toda especie de consideraciones.

Tenía una reputación sentada de talento i de instrucción.

La facilidad de su palabra i la viveza de su injenio le habían conquistado una posición envidiable en el foro chileno, donde tenía a su cargo los intereses de una numerosa clientela.

El tremendo polemista, no solo era un abogado de crédito, sino también, lo que era mas raro en

tonces, un escritor admirado, un poeta mui gustado i mui aplaudido.

Todos le pedían versos, i a todos los daba.

Hacía composiciones patrióticas, místicas i galantes.

Es el autor de la canción nacional que se cantaba en las fiestas cívicas i de los metros devotos que se habían escrito en las paredes de la casa de ejercicios de Santa Rosa.

I no solo tenía el don de hacer versos, sino además la buena fortuna de que sus contemporáneos se estasiaran al oírlos o al leerlos.

Camilo Henríquez era retirado, triste, deslucido en el hablar: su amigo Vera sobresalía en el chiste; se hacía escuchar en todos los corrillos; era la alegría de los banquetes, a que tenía mucha afición, i la sal de las tertulias, a que asistía noche a noche.

Se comprende que un hombre de esta especie, que se había propuesto atacar sin embozo con la lengua i con la pluma las prácticas supersticiosas o fanáticas, atrajera sobre su persona los primeros golpes de los adversarios.

Camilo Henríquez, aunque había espresado la misma opinión, fue por lo pronto dispensado.

Todo el ataque se dirijió contra su amigo Vera. El dominicano frai Tadeo Silva, cuyo nombre ha aparecido ya en esta relación, dio a luz contra Vera un folleto titulado Aviso del Filósofo Rancio, en el cual, con tono bastante agresivo, pretendía que los temblores i otros sucesos de esta clase debían considerarse, en ocasiones, como castigos de los pecados humanos, i en ocasiones, como advertencias para la enmienda.

El doctor Vera, que no era hombre para guardar silencio, opuso folleto a folleto, publicando en contestación otro que llevaba por nombre Palinodia del Consolador en satisfacción del Filósofo Rancio.

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