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SOBRE EL TRAJE DE LOS ACTORES

El de los señores de Quito será cual conviene a una familia ilustre, emigrada i reducida a pobreza. Aseado, pero mui sencillo.

Para los indios, el que se dice introdujeron los misioneros jesuítas en los pueblos que formaron i civilizaron en Mainas. Ellos les enseñaron los tejidos i otras artes.Para las mujeres-túnica mui larga de muselina blancacinturón ancho i negro-manto corto negro i suelto, prendido al pecho por dos de sus puntas-sombrerillo de paja con plumas blancas-pelo corto-chinela blanca de pitaabanico gracioso de plumas para defenderse de la multitud de mosquitos cuchillo de monte a la cinta, i un pequeño bastón debajo del brazo, por el peligro de las fieras.

Para el cacique-camisa i calzón blanco, ancho i largo a la asiática-ceñidor azul-chinela blanca-poncho corto i negro-sombrero de paja con largas plumas negras—cuchillo de monte a la cinta-bastón con puño de oro.

El ministro, el mismo traje-un bastón fuerte sin puño. El indio ilustre-de cazador-camisa, calzón largo blanco-ceñidor azul-sin poncho-gorra negra con largas plumas negras flechas a la espalda-lanza en mano-cuchillo a la cinta-chinela de cuero.

El paje-el traje anterior-sin flechas.

ADVERTENCIAS

Consta, por todo jénero de documentos, que en la primera subyugación de Quito, algunos soldados ebrios del presidio se amotinaron i mataron al capitán Galup de las tropas de Lima. Al instante, su hijo, oficial de la guardia que custodiaba a los patriotas presos, abrió los calabozos i mandó asesinar a diez i siete personas, casi todas respetables. Tales eran don Juan Salinas, el cura Riofrío, el doctor Morales, secretario del señor Carondelet, el doctor Quiroga i otros. Solo escapó con la vida el padre Castelo. En seguida las tropas limeñas se esparcieron por la ciudad saqueando i asesinando. Se aseguró que cerca de quinientas personas fueron asesinadas, entre ellas el amable canónigo Batallas, conocido en Chile. Los majistrados i los jefes miraban los crímenes con fría indiferencia. El furor parecía interminable; hasta que el venerable obispo, el señor Cuero i Caicedo, obtuvo con sus lágrimas la vida de la desgraciada ciudad. Ésta quedó en un luto i en una confusión espantosa. Muchas señoras, muchas familias ilustres, huyeron a pie a los montes. Por muchos días no se supo con certidumbre quiénes i cuántos habían perecido. La emigración continuó, i apénas había quien se atreviese a volver, con la esperiencia de las anteriores perfidias.

ACTORES

DON JOSÉ, caballero de Quito.
DOÑA MARGARITA, su mujer.
CAMILA, su hija.

EL CACIQUE de los omaguas.

LA CACICA, su mujer.

Un amigo del cacique con el nombre de su ministro.
YARI, indio ilustre.

COPI, paje del cacique.

La escena es a las márjenes del río del Marañón, o de las Amazonas. La época, algunos meses después de la primera subyugación de los patriotas de Quito.

ACTO I

Vista de una choza en un pequeño placer rodeado de arbolillos. Un banco tosco.

ESCENA I

DON JOSÉ I DOÑA MARGARITA

Doña Margarita. Una persona sola, cuando se halla en trabajos, siente solamente sus propias desgracias. No así una amorosa madre de familia. Ella padece todas las amarguras que sufren su marido i sus hijos. I ¡ai de aquella que ve los pesares de una hija, la mas amable de las criaturas! Oh! en los reveses de la revolución nuestros corazones padecen mucho. Las americanas, que somos tan sensibles, i que no estábamos acostumbradas a estas cosas, vemos con indecible dolor los riesgos i los trabajos del esposo i de los hijos. La revolución trae tantos peligros, tantas angustias! I ¿quién podrá pintar las molestias, las pesadumbres, las necesidades que acompañan a una penosa emigración? Don José. Dios pondrá remedio. Es necesario llevarlo todo con paciencia.

Doña Marg. Desde que el miedo de las cruelda

des españolas nos tiene en estas selvas

horrorosas i solitarias, no había sentido un consuelo tan dulce como el de hoi con el hallazgo que hiciste de esa cruz de madera con su inscripción, que dices está en latín. ¿Conque otros cristianos habían vivido en estas incultas orillas, morada de salvajes errantes, de serpientes i de fieras?

D. José. ¿Hasta cuándo te parecerán horribles estas rejiones, donde es tan risueña i fecunda la madre naturaleza? Hablas de fieras i de serpientes, i no te acuerdas de que has conocido a los mandatarios españoles, i que ellos son para los americanos mas feroces que los tigres i que las culebras.

Doña Marg. Así es. Estoi pensando que talvez los jesuítas pondrían esa cruz.

D. José. Los jesuítas señalaron en estos rudos países su celo apostólico i su beneficencia. Ellos ganaron con beneficios el corazón de las tribus salvajes. Formaron muchas poblaciones. Les hicieron conocer el pudor i la decencia. ¡Qué respetables aparecen a la vista del hombre pensador aquellos estranjeros, que enseñaron a estos pobrecitos a labrar la tierra; a amar a sus esposas; a criar sus hijos, como se hace en los pueblos civilizados, aficionándolos al trabajo, i a las costumbres blandas i benéficas! Ellos procuraban que la humanidad olvidase las atrocidades de los conquistadores de América. Mas esta cruz no fue puesta por los jesuítas. Ella es una memoria que dejó de su tránsito por este río Monsieur de la Condamine, de la academia de las ciencias de París, i amigo íntimo de tu abuelo el señor don Pablo,

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