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Cacique. No merecen compasión; son rebeldes, son de los llamados patriotas, son unos insurjentes.

La Cacica. ¡I estas palabras pronuncia un hombre educado en los Estados Unidos de Norte América! ¿Esto es lo que aprendiste en un colejio de aquella gran república? ¿Para esto te llevó el señor Monson? ¿Este es el fruto de sus bondades?

Cacique. Sabes que Jeveros es la capital de los establecimientos españoles en Mainas. Su gobernador reclama las personas de estos estranjeros, i es necesario entregárselas. La Cacica. Eso no; primero se arruinaría todo el pueblo. Los omaguas habían de envilecerse tanto! Estos estranjeros son defensores de la causa mas ilustre que ha visto el mundo. ¿I a quién iban a entregarlos? -a los españoles a los españoles! Cacique. Ya te he dicho que no te mezcles en las cosas de gobierno. ¿Somos aquí como los gobernantes españoles, que por complacer a sus mujeres cometen las mayores iniquidades? En la administración de los negocios públicos no se debe oír la voz de las mujeres. Tú no tienes cabeza para

estas cosas.

La Cacica. Pero tengo un corazón recto i com

pasivo.

Cacique. Ustedes son puras lágrimas. Por ustedes no se declaró la guerra a los ucayas. Como en las deliberaciones sobre la paz i la guerra, nuestras costumbres conceden voto a las madres i a las esposas de los principales guerreros, vosotras llenasteis de gritos la asamblea, i ganasteis la votación. Ya se ve, ¡la naturaleza dio tanta

eficacia a vuestras lágrimas i a vuestros enojos! I los ucayas están cada día mas atrevidos.

La Cacica. I ¿cómo habíamos de permitir que los americanos se hiciesen la guerra unos contra otros? Los hijos de una misma madre, los hermanos, ¿habían de correr a degollarse como frenéticos? Este hubiera sido un crimen de que se espantaría la naturaleza. Vamos al caso: la prisión de esos estranjeros es escandalosa. Ellos deben hallar aquí protección, seguridad i jenerosidad.

Cacique. Oye, chica.

(Habla con ella en secreto).

La Cacica. Me alegro mucho.. pero yo soi la últi

ma que

sé las cosas.

Cacique. Sí, señor... nuestro amigo... tu minis

tro...

La Cacica. Si es tan alhajita!

Cacique. Felizmente sucede en las fiestas de las heroínas de la patria. Como gusto tanto de las sorpresas, tenemos tres días de funciones, i nadie sabe en el pueblo como son.-El cacique de los ucayas, aquel que fue mi enemigo, ha tomado un grande interés en complacerme, i nos ha de enviar quienes nos diviertan con dos funciones teatrales de mucho gusto. Tú guarda secreto: mi corazón ya no sufría ocultarte que hai

lo

La Cacica. Cuéntame, pues, cómo son esas funcio

nes.

Cacique. La primera noche se representa la BASILIA. Su asunto es una jovencita de raro mérito i hermosura, que pasando mil tra

bajos llegó a un país de América desde el centro de la Alemania; i tuvo que reembarcarse precipitadamente de miedo de los quemadores. Su pobre madre murió de pesadumbre al ver frustradas sus esperanzas, pues donde creía haber hallado amparo, no había encontrado mas que perseguidores.

La Cacica. ¿Esos quemadores fueron los que quemaron las casas de Guayaquil?

Cacique. ¡Jesús! Petronita. Estos quemadores no quemaban casas, sino hombres i mujeres. Entregaban a las llamas a cuantos no pensaban como ellos en ciertas materias oscuras. Es incalculable el número de víctimas que sacrificaron en Holanda, Italia, España, Portugal, etc. Ni aun el profundo jenio de los matemáticos ingleses puede determinar el número de familias que redujeron a la mendicidad i al infortunio. La Cacica. I por qué se les dejaba cometer tantas maldades?

Cacique. Estaban sostenidos por grandes intereses i por grandes usurpaciones.

La Cacica. A ninguno ha de gustar ver a esos monstruos sobre el teatro. Las mujeres

les querrán tirar hasta con los asientos. Cacique. Ya lo veo. Pero la obra es utilísima, i agrada por sus escenas tiernas i lastimosas. Fuera de eso, su desenlace es consoladores como sigue: La amable Basilia estuvo para perecer en el mar, i padeció indecibles calamidades, pero llegó a Filadelfia, i fue recibida con una hospitalidad mui caritativa i jenerosa: en ocho días se le colectó i formó una dote de setenta mil

pesos. Se ha casado, i vive actualmente İlena de comodidades en Sud-Carolina. La Cacica. Tu habrás visto representar esa comedia.

Cacique. No. En Estados Unidos jamás fuí al teatro, porque los cuáqueros nunca van a la comedia.

La Cacica. I qué hacen metidos en su casa toda la noche?

Cacique. Se están trabajando, leyendo, escribiendo, encomendándose a Dios, jugando con sus hijitos i parlando con su mujer. Son hombres excelentes i mui caritativos. I sin embargo, los quemadores los detestan; quisieran poder quemarlos a todos, sin perdonar a sus amabilísimas esposas. Los quemadores prohibieron con terribles amenazas la lectura del Eusebio, porque elojiaba sus virtudes.-En la Habana, unos amigos me llevaron al teatro, pero la BASILIA no puede representarse en las poblaciones españolas.

La Cacica. ¿Por qué?

Cacique. Porque hombres perversos han hecho creer al rei de España que los quemadores i los amigos de los quemadores son las columnas de su trono. Además de esto, los pueblos supersticiosos son mui corrompidos i frívolos, i gustan de tramoyas de enamoramientos, i otras cosas tan frívolas como ellos mismos.-Tratemos ya de la segunda noche.

Pues, señor, la función se abre con una sinfonía bellísima, obra de una porteñita de Buenos Aires.

La Cacica. Malo, malo...

Cacique. Voto a los demonios... ¡No digo que es

usted mui incapaz! No se puede tener con usted un rato de conversación. Un inglés mui hábil llevaba esa obertura para el teatro Drury-Lane, i me regaló en Baltimore una copia, i sale usted con malo, malo...

La Cacica. Yo decía...

Cacique. Pues, lo que dicen los mentecatos, que

nada bueno se hace en América. Como ellos nada leen, por eso no tienen noticia de las producciones de plumas americanas, que han obtenido en Europa un universal i sostenido aplauso. Entre mis pocos libros, hai algunos excelentes de chilenos, limeños i mejicanos, traducidos al inglés. La Cacica. Como nosotras no sabemos, hablamos así no mas.

Cacique. La obertura descubre el carácter porteño, cual lo describen los ingleses. El andante es dulcísimo, como aquellos duos delicados que ejecutamos con la flauta el ministro i yo; pero el alegro, el presto, el prestísimo, son el fuego del mundo: parecen que asaltan una batería con sable en mano. Ese pueblo no ha de quedar en oscuridad.I qué bonita era la porteñita!

El inglés llevaba su retrato. El decía que el retratista le había hecho mui poco favor, por haberla pintado mui morenita; aunque las morenitas suelen ser las mas interesantes.

La Cacica. En comenzando vuesa merced a hablar de estas cosas, no tiene cuando acabar.

Ya vamos para viejos. Diga usted qué hai después de la música.

Cacique. Ya no me acuerdo.

La Cacica. No muela usted, señor.

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