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de procurar la pacificación de los araucanos por los medios persuasivos i la predicación.

En cuanto a Alonso de Rivera, ha espresado claramente en un documento auténtico que no deja lugar a duda, una opinión distinta a la que el oidor Cerda le supone: tal es, el informe que dirijió al rei en 17 de abril de 1613.

En él se manifiesta dispuesto a sostener la guerra defensiva como le estaba mandado; pero entiende que ella no le prohibe hacer correrías en el territorio de Arauco para desbaratar las juntas de indios, o evitar que hicieran preparativos hostiles.

<<Conviene que la guerra se les meta en su casa de estos enemigos, dice, para que se alarguen de nuestra tierra; i que cuando sepamos que se juntan en alguna parte de las suyas, podamos entrar a deshacerlos i a quitarles las comodidades que tienen para hacernos la guerra, que todo esto cabe en guerra defensiva; i si esto no se hace, no será toda la jente que tiene Vuestra Majestad en este reino, parte para impedir las entradas que éstos hacen a la tierra de paz, i aunque

fuera mucha mas».

Según Alonso de Rivera, los indios «no habían de dar jamás la paz si no era sujetándolos con fuerza de

armas».

Es menester, agregaba, que vean «por una parte el bien que se les sigue de recibir la paz, i por otra el mal que les viene de no aceptarla» para que se desengañen «de una opinión mui común entre ellos, ansí en los de paz, como en los de guerra, que dicen que la paz que se les ofrece es por temor i falta de fuerzas».

Pero si estimaba utópico i aun perjudicial el plan del padre Valdivia para aquietar a los araucanos

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solo por la predicación i los buenos ejemplos, tampoco aceptaba el sistema de los conquistadores que pretendían imponerles la servidumbre por las armas, a sangre i fuego.

Nó, no era esa su opinión.

Alonso de Rivera pensaba que era preciso emplear la fuerza para escarmentar a los araucanos, siempre que se levantaran, o cometieran alguna violencia; pero que mientras permaneciesen tranquilos, debía dejárseles sin molestarlos, sin tratarse de reducirlos a encomiendas.

En una palabra, proponía el término medio que al fin i al cabo se adoptó durante la época colonial, i que jeneralmente se ha seguido después de la independencia.

Alonso de Rivera pensaba que los araucanos habían estado engañando a Luis de Valdivia con sus demostraciones pacíficas, i que estaban disponiendo el alzamiento aun antes de la fuga de las mujeres de Ancanamón; i comunicaba al rei los muchos i significativos antecedentes que había para conjeturarlo así.

Consecuente con estas ideas, i de un modo contrario a lo que asienta don Cristóbal de la Cerda, hizo una espedición para castigar la muerte de los misioneros Vechi, Aranda i Montalbán.

Es él mismo quien lo refiere al rei con las siguientes palabras: «A 23 de febrero (de 1613) pasé el río de Biobío con el campo de Vuestra Majestad para entrar en Purén i sus provincias, donde hice los mayores daños que pude al enemigo, i fueran mayores, mediante Dios, si salieran a pelear como lo han hecho los años pasados; quitóseles mucha comida i matáronse algunos indios, aunque pocos, i se prendieron cincuenta.

niños i mujeres, i se les tomaron algunos caballos, quemáronse muchos ranchos».

XIII

Mientras tanto, la catástrofe de Elicura había hecho caer el mas completo descrédito sobre Luis de Valdivia, i sobre su sistema, i sobre sus amigos, i sobre el instituto relijioso a que pertenecía.

El gobernador Alonso de Rivera, que hasta entonces le había sido mui adicto, entrando en desacuerdo con él, prestó oídos a los implacables adversarios del jesuíta, i comenzó a dispensarles la protección que anteriormente daba al padre.

Igual conducta observó el obispo de Santiago don frai Juan Pérez de Espinosa, que hasta entonces se había manifestado decidido amigo del padre Valdivia i de sus ideas.

Fué aquella una verdadera tempestad de reprobación, de antipatía, de cargos de todo jénero.

Era difícil concebir una impopularidad mayor. Hasta los predicadores tronaron desde los púlpitos contra Valdivia i sus correlijionarios, los perturbadores del orden público, los alborotadores de los indios.

La mala voluntad a Luis de Valdivia se hizo estensiva a los jesuítas que le ayudaban, i de ellos, a la Compañía entera.

El fundador mismo no fué respetado, pues hubo predicador que reprobó desde el púlpito el que se hubiese colocado en el altar mayor de la iglesia de los jesuítas la imajen de su patriarca Ignacio de Loyola que a la fecha gozaba ya los honores de beatificado.

«Oyólo con escándalo la piedad, dice un escritor jesuíta; pero nadie reprimió su arrojo, porque no solo el gobernador, sino también el prelado eclesiástico estaba adverso a nuestas cosas, i el desafecto echaba un velo a sus ojos para que no viese la grandeza de este desacato, i se desentendiese de su castigo» (1).

Ocurrió por entonces en Santiago un suceso, puede decirse privado, que en cualesquiera otras circunstancias tal vez no habría tenido eco; pero que en medio de la jeneral efervescencia, adquirió las proporciones de un acontecimiento social.

La relación de ese hecho puede ofrecer un cuadro vivo del estado en que se encontraban los ánimos, i hacer que nos trasportemos por la imajinación a esa época ya lejana, i tan distinta de la nuestra.

Para narrarlo, dejo la palabra al historiador jesuíta Pedro Lozano, que había tomado de los papeles de la orden los datos necesarios.

<<Para que en esta gravísima persecución del reino de Chile, dice, no le faltase a la Compañía ejercicio en este jénero, permitió el cielo que contra madre tan buena se levantase también un mal hijo, que, aunándose con los perseguidores, ayudase a labrar los esmaltes de su corona, i le causase aquel dolor con que los golpes de mano semejante suelen lastimar la paciencia.

«Este aborto, antes que hijo, fué Manuel de Fonseca, portugués de nación, natural de la ciudad famosa de Lisboa. Alistado en la Compañía en nuestra provincia del Perú, procedió con satisfacción; i hallándose en el colejio de Santiago de Chile, cuando de aquélla

(1) Lozano, Historia de la Compañía de Jesús de la provincia del Paraguai, libro 7, capítulo 14.

se dividió nuestra provincia, fué agregado a ella i como hubiese dado lucido espécimen de su buen injenio, fué, después de ocuparse en otros ministerios, empleado en el lustro de leer teolojía escolástica en el mismo colejio, donde poco a poco se fué engolfando en negocios ajenos de nuestra profesión, e introduciendo con los seglares mas que fuera justo. Por este camino se resfrió en la primitiva observancia, cuyo defecto avisó a los superiores de su obligación a correjirle; i como las amonestaciones paternales i secretas no consiguiesen el efecto deseado, se le dieron algunas penitencias, i se le conminó que de no reconocerse la debida enmienda, se verían forzados a removerle de la cátedra, i aun a tomar resolución mas severa, porque todavía no había hecho la profesión. Este golpe, que debiera hacerle volver en sí, le halló ya tan mal dispuesto, que solo sirvió de empeorarle, i hacerle caer en un despecho fatal, con que se resolvió abandonar la Compañía, i volverse a las ollas de Ejipto, donde ya estaba, si no con el cuerpo, con el afecto.

«Disuadiósele este consejo temerario, pero sin fruto, porque ya su corazón se había dejado predominar del amor a las cosas del siglo, i se juzgó conveniente cortar el miembro podrido para que no inficionase el resto del cuerpo. Mas como por otra parte se considerasen no pequeños inconvenientes en despedirle dentro de Chile, porque su jenio bullicioso causaría allí muchas inquietudes a los nuestros, principalmente en tiempo tan revuelto, i en que él, ocultando la verdadera causa de sus trabajos, divulgaba entre los seglares que nacía de envidia i emulación de sus prendas, se resolvieron despacharle a Lima, donde recibiese la dimisoria, i fuese despedido. Sintiólo vivamente Fonseca, i no dejó

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