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los mayores desaciertos que los españoles cometieron en la conquista de Arauco.

La razón i la esperiencia les indicar on desde temprano que no debían intentarse nuevos establecimientos sin haber asegurado bien el territorio que ya habían realmente ocupado, i sin poseer todos los recursos necesarios para sostenerlos.

II

Los españoles habrían deseado, cada vez que estallaba un levantamiento parcial o total de los araucanos, que éstos les presentaran o les admitieran batalla; pues, aunque en mas de una ocasión la suerte de las armas les fué adversa, sin embargo las probabilidades del triunfo estaban por ellos.

Pero los araucanos, que habían aprendido que tal táctica no era la que les convenía, recurrían a ella mui pocas veces; i entonces cuidaban de situarse en cuestas, ciénagas, desfiladeros u otros lugares donde pudiesen tomar alguna posición ventajosa.

Por lo jeneral, junto con sublevarse, o haber ejercido alguna represalia terrible, se retiraban a los montes of a los bosques, o se dividían en pequeñas partidas para no presentar un cuerpo de ataque.

Puede decirse que combatían ocultándose.

Pero si sorprendían a algunos españoles estra viados o aislados, a algunos soldados desbandados, a algún destacamento poco considerable o a alguna guarnición descuidada, ¡pobres de los sorprendidos!: podía llamarse feliz el que escapaba sano i salvo, i aun el que perdía la vida sin horribles martirios.

El tratamiento que los conquistadores daban a los araucanos era inhumano, pero la venganza solía ser feroz.

III

Convencidos los españoles de que el plomo i el acero eran impotentes contra enemigos encubiertos, invisibles, recurrían al ausilio del hambre para hacerlos salir de sus guaridas i traerlos a la obediencia. Todos los años hacían incursiones por el territorio de Arauco, con el objeto de destruir las mieses que lozaneaban en los campos, e incendiar las cosechas que estaban guardadas en los ranchos, método eficasísimo, según un escritor español, para someter a los sublevados, porque alcanzaba a donde no llegaban las armas, hiriéndolos a todos sin distinción, hombres i mujeres, viejos, jóvenes i niños.

Este jénero de hostilidades intimidó a veces a algu-' nas tribus, que doblaron la cerviz antes que morir de inanición. Por ejemplo, la mayor parte de la provincia de Tucapel se sometió después de haberse visto en una miseria tan espantosa, que los padres se comían a los hijos, según consta de una carta dirijida al rei en 1608 por el gobernador Alonso García Ramón.

Los españoles habían aprendido a hacer esta guerra del hambre en la Península, donde la habían empleado en su lucha con los moros; i preciso es confesar que sabían hacerla como hombres prácticos.

<«<Los buenos efectos de la campeada temprana, decía el 19 de febrero de 1611 en forma de advertencia o consejo el gobernador saliente don Luis Merlo de la Fuente a su sucesor don Juan de Jara Quemada, son sin

comparación mui mayores, porque desde principio de noviembre hasta fin de año, se halla el campo mui poblado de yerba, i en cualquiera quebrada hai agua, i las comidas del enemigo se hallan verdes, i se hace mas daño en ellas en un día, que estando secas en seis; demás de que cortándoselas verdes, no les queda recurso ni esperanza alguna de sustento; i cortándoselas secas, que es en el tiempo i sazón que los demás gobernadores se las han talado, no se corta la sesta parte que cortadas en berza, i el daño no es tan considerable, porque estando granadas i secas, no las comen tan bien los caballos, i se queda todo lo que por la dicha dificultad no pueden comer, i mas lo que queda cortado en las chacras, porque de ordinario se corta mas que lo que trac la escolta, i eso lo cojen los indios i gozan de ello, espigando lo que les había de costar trabajo de segar».

Ejecutando este plan, el oidor-gobernador Merlo de la Fuente tenía por cosa infalible que el hambre había de obligar a los indios rebeldes, o a comerse unos a otros, o a dejar la patria, o a implorar la paz, determinaciones que, á lo que parece, eran para él idénticas.

Esta devastación implacable no atemorizó a los araucanos tanto como era de presumirse, porque su injenio fecundo en recursos supo encontrar remedio contra el mal.

Son curiosos los ardides de que se valieron para salvar sus comidas.

A veces hacían grandes sementeras en parajes ostensibles para persuadir a los invasores que aquello era todo lo que había que asolar; i mientras tanto, hacían otras mas pequeñas en rinconadas ocultas, o en valles de difícil acceso, que pasaban inadvertidas.

En otras ocasiones, sembraban en alguna provincia que aparentaba aceptar la paz con el esclusivo objeto de evitar la irrupción, i que mediante este arbitrio servía de campo i granero común a las demás que no habían depuesto las armas.

Por lo jeneral, no pudiendo sembrar en los llanos, comenzaron a hacer sus sementeras en las cimas de los cerros, o en las profundidades de las quebradas, donde se producían con mucha abundancia por la fertilidad de la tierra, i donde no era fácil destruirlas por la aspereza de los lugares.

Los españoles cargados con sus armas i bagajes no podían subir i bajar por entre rocas, matorrales i despeñaderos con la ajilidad de sus enemigos, que, conociendo palmo a palmo el terreno, i habituados a tales ejercicios, podían atacarlos con suma ventaja en tan peligrosas incursiones. Para evitar en cuanto se pudiera estos inconvenientes, concluyeron por confiar lo mas duro de tales operaciones a los indios ausiliares, aunque sin eximirse por esto de la molestia i fatiga. que les causaba la inspección personal e inmediata con que velaban por la acertada ejecución de ellas.

Si se quiere tener una idea de la manera cómo se practicaba esta obra de devastación i esterminio, véanse los términos en que la describía al rei el año de 1621 don Cristóbal de la Cerda: «Descubriéndose por delante, o por uno i otro lado, cualquiera sementera, hacía que hiciese alto el ejército; i enviaba tantos indios amigos i yanaconas, cuantos parecían necesarios para la tala, i con ellos una compañía de arcabuceros en su resguardo; i el ejército a la mira en cuanto se hacían todas las dichas talas; i así en tres meses veinte i dos días de parte del verano a que alcanzó mi gobier

no hasta que llegó el sucesor que me envió el marqués (de Montes Claros, virrei del Perú), hice talar todas las comidas i legumbres, sin desgracia alguna, de casi todos los términos de los indios de guerra; i taladas a todos, no tenían que partir con otros sino lágrimas por los daños que todos habían recibido; i así de cuantas provincias había, todos eran mensajes de paces que me ofrecían».

Sin embargo, el gobernador Cerda se engañaba, como sus antecesores, si creía que la guerra estaba próxima a su fin; los indios mentían como siempre si era que todos ellos ofrecían la paz, i no había en tal aseveración una exajeración de Cerda para desacreditar a su sucesor, a quien acusaba pocos reglones mas abajo de haber perdido por neglijente i remiso el fruto de sus victorias contra las mieses i legumbres.

Lo que había de cierto era que la rebelión un momento comprimida se levantaba después igualmente formidable.

La estremada sobriedad de los araucanos, que los dejaba satisfechos con un escaso alimento, i su astucia, que les sujería los medios de proporcionárselo, hacían insuficientes las terribles medidas de sus adversarios, que con la hoz en la mano i el arcabuz a las espaldas arrasaban periódicamente sus campiñas.

En 18 de octubre de 1656, escribía don Diego de Vibanco al rei: «La guerra hi de hacerse a fuego i a sangre, como se ha hecho hasta aquí, entrando dos veces al año con todo el ejército a campear sus tierras en tiempo que estén las sementeras en berza, i en espiga se les vayan talando, i abrasando las comidas i rancherías con que viven; con que conocidamente se irán retirando hasta que no tengan tierras en que

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