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EL aventajado jóven D. José Taronjí, Pro., ha tenido á

bien tratar en el Almanaque Balear un asunto en extremo trascendental y delicado, y á nuestro humilde entender, no con aquella precision de palabras, ni con aquella elevacion de conceptos que lo espinoso de la materia requería, y que de su reconocido talento podía legítimamente esperarse. Bien se nos alcanza que la juventud, la pasion, el resentimiento hayan podido hacer hervir la sangre en sus venas y poner tembloroso su pulso, forzando su pluma á rasgar el papel en que sólo debiera imprimir las tenues huellas de respetuosas y humildes indicaciones. No es por tanto nuestro ánimo zaherir en lo más mínimo la personalidad, por muchos conceptos recomendable, del autor de Libros malos y cosas peores, ni mucho menos

nos proponemos justificar al clero; no, señor articulista, no nos proponemos justificar esta venerable institucion, á la cual entrambos pertenecemos y cuyas glorias y afrentas nos son comunes. No nos proponemos probar que sabe cumplir el precepto del amor este clero mallorquin, que en medio de los trastornos de la patria ha sabido mantenerse firme en sus puestos, consagrado á penosos ministerios, sin tener un pedazo de pan con que reanimar sus agotadas fuerzas; este clero secular que en épocas recientes de cólera y de fiebre ha demostrado que sabe morir heróicamente por sus hermanos; este clero regular al cual, empezando por los hijos de S. Ignacio, hemos visto atravesar el brazo de mar que nos separa del Continente para venir á buscar peligros, á sembrar consuelos y á recoger ingratitudes. Nuestro único objeto es tratar con calma y serenidad un asunto que está muy por encima de las tenacidades del vulgo y de los arrebatos de los pretendidos redentores.

Bien quisiéramos despojar nuestro escrito de toda forma de polémica, y guiar el ánimo de los lectores á un terreno libre y tranquilo, prescindiendo por completo del artículo y del articulista que ponen hoy la pluma en nuestra mano; pero comprendemos que en las actuales circunstancias nuestro silencio se atribuiría por unos á desden, afecto que no abrigamos ni podemos abrigar para con tan digno compañero, y por otros á miedo, sentimiento que, á pesar de nuestra pequeñez, no cuadra bien con la entereza de nuestro carácter.

Así, pues, nos es forzoso dirigir una rápida ojeada al artículo que nos ocupa, y notar con dolor el mal seguro pulso con que el autor toca profundas y trascendentales cuestiones. Ya invoca el principio de la equidad natural, y parece deducir de este principio la negacion de todo linaje de distinciones y privilegios, negacion que luego

limita á las preocupaciones de clase, como si una vez asentado el principio de la equidad natural en contraposicion de la distincion social, fuera dable rechazar ninguna de sus formidables y pavorosas consecuencias. Ya recomienda el precepto de la no aceptacion de personas, y aparenta entender que este precepto, á más de los vínculos del corazon, impone no sé qué fusion de estados, de clases y de familias. Ya por fin apela á las aguas regeneradoras del Bautismo, y con impremeditada jactancia increpa á los teólogos mallorquines, como si los que han leído el catecismo pudiesen ignorar que el bautismo católico, á diferencia del bautismo demócrata, no causa efectos civiles sino espirituales. Y no vaya nadie á entender que nosotros, ni en la mente del autor, ni en el contexto de su escrito, veamos ningun error claro y patente; sólo notamos en estos argumentos falta de precision en los conceptos, de claridad en la expresion y de lógica en las consecuencias. Bien que (para alegar todo lo que abona en su favor) el articulista no presenta estos argumentos desnudos y aislados, sino involucrados y como absorbidos en el gran precepto de la caridad cristiana.

La caridad cristiana! aquí ya no pisa el autor el terreno minado y mal seguro de la filosofía social, ese terreno regado de sangre y sembrado de escombros; aquí fija su planta en la piedra viva de la verdad evangélica. La caridad cristiana! ésta es á nuestros ojos la verdadera clave de la cuestion. Bello está y oportuno y elocuente el señor Taronjí citando esos admirables é inmortales textos, en cuya lectura el corazon se dilata, el espíritu se eleva, el entendimiento se exclarece y el alma toda se siente im-pregnada del confortante perfume del amor. Lógico es y consecuente pedir en nombre de este gran principio la abolicion de esas diferencias y distinciones que se oponen á la sublime aspiracion de las almas nobles, que no es

sino la que expresó Jesucristo ut sint unum, sicut et nos unum sumus. (JOAN. XVII, 22.)

Mas, ¡qué lástima que el Sr. articulista no haya sabido mantenerse en este terreno! qué lástima que, al tender sus miradas por esos encantadores horizontes que las palabras inspiradas de las Escrituras y de los Padres mostraban á su espíritu, se haya sentido picado por la venenosa mordedura de algun reptil! Tal ha debido suceder, cuando entre los santos y puros consejos de los Pablos, de los Juanes, de los Santiagos, de los Gregorios y Leones, ha tenido el mal gusto de hablarnos de barrenar infamemente el Cristianismo, de la obra de adoracion al demonio, del indigno papel de desacreditar la verdad, y ha apostrofado con extemporáneo furor á D. Villano, al harto de ajos y de miseria, al pozo de fechorías, al que es ménos que un granito de arena sucia, ménos que una burbuja de agua de jabon, ménos que un gusanillo, ménos qué un reptil que aplastamos de una patada, sin usar otras comparaciones porque se lo impide la CARIDAD. Caridad que no le ha impedido afirmar que entre sus hermanos en el ministerio son nuestros primeros principios religiosos objeto de vil escamoteo y de una farsa indigna.

Léense de vez en cuando casos de envenenamiento producido por el suave y grato aroma de las flores. Así parece haberle acontecido al Sr. articulista; el olfatear tan de cerca estas fragantísimas sentencias de caridad le ha envenenado lastimosamente. Ah! si el Sr. Taronjí, más sereno en su espíritu y más levantado en sus miras, hubiese sabido desempeñar el nobilísimo y envidiable papel que le confiaba la Providencia; si presentándose delante de sus hermanos, como víctima inculpada de una preocupacion ya caduca, hubiese sabido rogar, exponer, representar, reconvenir en nombre de Dios, en nombre del Evangelio; si sin acriminar á nadie, sin ajar ni envi

lecer á nadie, se hubiese mostrado resignado con su suerte, modesto en sus aspiraciones, generoso con sus émulos, ganoso tan sólo de interesar para con los de su clase los sentimientos de la compasion y los generosos impulsos de la caridad; sin duda sus palabras hubieran caído sobre las almas, como cae sobre el mar la lluvia del cielo que serena las tormentas. Mas ahora se ha permitido el triste placer de destruir su propia obra, de comprometer su propia causa, y de dispertar con sus imprudentes gritos la prevencion antigua que iba adormeciéndose en los corazones.'

Esta erupcion de inmotivados insultos, la mayor parte de los cuales aparecen dirigidos contra una persona que en días aciagos llevó hasta el borde de la tumba el heroísmo de su caridad, no es sin embargo lo más grave y peligroso del artículo. Porque hay allí más ó ménos patente una amenaza, una rebelion y una calumnia. Quizá el autor no lo intentara, quizá no lo quisiese; pero contra su intencion, contra su voluntad, ahí están estas tres cosas, que han brotado de su pluma en medio de las tinieblas que momentáneamente envolverían su espíritu.

Ahí está la amenaza protestante. No se comprende como á la penetracion del autor haya podido ocultarse que el proselitismo reformista, en el sentido en que lo indica, no puede en manera alguna considerarse como un peligro serio. ¿Qué ganarían los propagandistas con presentarse á los ojos de los Baleares cubiertos con el sambenito de una clase más ó ménos aborrecida? ¿Qué ganaría esta clase con añadir á injustas prevenciones las prevenciones justísimas que en toda la cristiandad pesan sobre los apóstatas y herejes? Si pues este peligro no existe, ¿qué interes, ó qué intencion puede tener el señor Taronjí al suponerlo, al exagerarlo, al envolver en él todo su artículo, como allá las Sibilas envolvían sus oráculos

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