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aristocrático, es monárquico; y si es monárquico, como cierta é invenciblemente lo es, ¿qué autoridad recibirá la apelacion de sus decisiones?

Pruebese á dividir el mundo en patriarcados, ccmo quieren las iglesias cismáticas de Oriente: en esta suposicion cada patriarcado tendrá los privilegios que atribuimos aquí al Papa, y tampoco se podrá apelar de sus decisiones; porque es preciso que haya siempre un punto donde detenerse. La soberanía estará dividida; pero siempre se encontrará: solo habrá que variar el símbolo y decir: Creo en las iglesias divididas é independientes.

Forzosamente habrá que venir á parar á esta idea monstruosa; pero no tardará en ser perfeccionada por los príncipes temporales, los cuales haciendo muy poco caso de esta vana division patriarcal, establecerán la independencia de su iglesia particular, y se desharán hasta del patriarca como ha sucedido en Rusia; de manera que en vez de una sola infalibilidad, desechada como un privilegio demasiado sublime, tendremos tantas como la política quiera formar por la division de los estados. La soberanía religiosa, trasladada primero del Papa á los patriarcas, recaerá despues en los sínodos, y acabará todo en la supremacía inglesa y el protestantismo puro; estado inevitable, que puede tardar mas o menos en declararse donde quiera que el Papa no reina. Una vez admitida la apelacion de sus decretos no hay gobierno, ni unidad, ni iglesia visible.

Por no haber comprendido principios tan evidentes algunos teólogos de primer órden, tales como Bossuet y

Fleury por ejemplo, han equivocado la idea de la infalibilidad; de modo que un lego sensato se sonrie al leer sus obras.

El primero nos dice formalmente que la doctrina de la infalibilidad no comenzó hasta el concilio de Florencia (1); y Fleury, aun mas preciso, hace autor de esta doctrina al dominico Cayetano bajo el pontificado de Julio 11.

No se entiende cómo unos hombres por otra parte tan distinguidos han podido confundir dos ideas tan diferentes como las de creer y sostener un dogma.

La iglesia católica no es disputadora por naturaleza: cree sin disputar, porque la fé es una creencia por amor, y el amor no arguye.

El católico sabe que no puede engañarse aquella: sabe ademas que si pudiera engañarse, no habria verdad revelada, ni seguridad para el hombre en la tierra, una vez que toda sociedad instituida divinamente supone la infalibilidad, como dijo perfectamente el ilustre Mallebranche.

No necesita pues la fé católica (y este es su carácter principal que no se ha notado bien) entrar en sí misma, examinarse acerca de su creencia y preguntarse por qué cree: no tiene ese prurito de disertar que agita á las sectas. La duda es la que produce los libros ¿por qué pues habia de escribir la iglesia que no duda jamás?

Pero si llega á disputarse algun dogma, sale de su

(1) Hist. de Bossuet, docum. justific. del lib. VI, p. 392.

estado natural, ajeno de toda idea contenciosa: busca los fundamentos del dogma puesto en problema: interroga á la antigüedad, y sobre todo crea palabras de que su buena fé no tenia necesidad; pero que se han hecho necesarias para caracterizar el dogma, y poner una barrera eterna entre los novadores y nosotros.

Perdoneme el ilustre Bossuet; pero cuando nos dice que la doctrina de la infalibilidad comenzó en el siglo XIV, parece que se acerca á aquellos hombres á quienes tanto y tan bien impugnó. ¿No decian asimismo los protestantes que la doctrina de la transustanciacion no era mas antigua que el nombre? Y los arrianos ¿no argüian del mismo modo contra la consustancialidad? Bossuet (permitaseme decirlo sin faltar al respeto que se debe á un hombre tan grande) se equivocó evidentemente en este punto importante. Es menester guardarse de tomar una palabra por una cosa y el principio de un error por el principio de un dogma. La verdad es precisamente lo contrario de lo que enseña Fleury; porque hácia la época que él señala, se empezó no á creer sino á disputar sobre la infalibilidad (1). Las contestaciones suscitadas sobre

(1) La primera apelacion al concilio futuro es la de Tadeo, que la hizo en nombre de Federico II el año de 1245. Dicese que hay duda sobre esta apelacion, porque se hizo al Papa y al concilio mas general; y se quiere que la primera apelacion incontestable seala de Duplessis, becha el 13 de junio de 1303; pero esta es semejante á la otra, y ofrece una gran dificultad. La apelacion se hizo al concilio y á la santa sede apostólica y á aquel y à aquellos á quienes mejor puede y debe llevarse de derecho (Nat. Alej. in sec. XIII et XIV, art. 5, p. 11). En los ochenta años siguientes se encuentran ocho apelaciones, cuyas fórmulas son: a la santa

la supremacia del Papa obligaron á examinar la cuestion mas de cerca, y los defensores de la verdad llamaron á esta supremacia infalibilidad para distinguirla de cualquier otra soberanía; pero no hay ninguna novedad en la iglesia, ni creerá esta jamás otra cosa que lo que ha creido siempre. ¿Quiere Bossuet probarnos la novedad de esta doctrina? Señalenos una época de la iglesia en que las decisiones dogmáticas de la santa sede no fuesen leyes, y borre todos los escritos donde ha probado lo contrario con una lógica convincente, una erudicion vastísima y una elocuencia sin igual: sobre todo que nos indique el tribunal que examinaba dichas decisiones y las reformaba.

Por lo demas si nos concede, si nos prueba, si nos demuestra que los decretos dogmáticos de los soberanos pontífices han hecho siempre ley en la iglesia; dejemosle decir que la doctrina de la infalibilidad es nueva: ¿qué nos importa?

sede, al sacro colegio, al Papa futuro, al Papa mejor informado, al concilio, al tribunal de Dios, á la santísima Trinidad, en fin á Jesucristo. (Véase el doctor Marchetti, crit. de Fleury, en el apéndice, pag. 257 y 260.) Estas inepcias merecen recordarse, porque prueban primero la novedad de las apelaciones y despues la perplejidad de los apelantes, que no podian confesar con mas claridad la falta de todo tribunal superior al Papa, que llevando cuerdamente la apelacion á la santísima Trinidad.

CAPÍTULO II.

DE LOS CONCILIO S.

En vano por salvar la unidad y mantener el tribunal visible se recurriria á los concilios, cuya naturaleza y derechos es muy esencial examinar. Comenzemos con una observacion que no admite la menor duda: que una soberanía periódica ó intermitente es una contradiccion en los términos, porque la soberanía debe vivir siempre, velar siempre, y obrar siempre. Para ella no hay ninguna diferencia entre el sueño y la muerte. Pues siendo los concilios un poder intermitente en la iglesia, y no solo intermitente, sino sobremanera raro y puramente accidental, sin ningun plazo periódico y legal; no puede corresponderles el gobierno de la iglesia.

Ademas los concilios no deciden nada sin apelacion si no son universales; y estos llevan consigo tan grandes inconvenientes, que no puede haber entrado en las miras de la Providencia confiarles el gobierno de su iglesia.

En los tres primeros siglos del cristianismo era mucho mas fácil reunir los concilios, porque la iglesia era

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