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Figueroa, como jefe, los felicitó de su honrada fidelidad, aceptó las buenas intenciones de que estaban penetrados y mandó se les abrięsen las puertas de los almacenes para armar su bizarro denuedo. Luego que tuvieron armas y municiones, se puso á la cabeza de este pequeño ejército, reforzado con muchos husares que se le incorporaron por fuerza, y los condujo todos, en número poco mas o menos de seiscientos (1), al lugar de la reunion. Su primera intencion habia sido el apoderarse de los cañones montados junto à la Moneda; pero habiendo sabido, en camino, que aquellas piezas habian caido en poder de los granaderos, que las habian puesto en batería en la misma calle, se dirijió á la plaza del consulado para dispersar los electores y disolver la suprema junta,

La sala de la asamblea estaba casi vacía; Figueroa no se tomó ni siquiera la molestia de entrar en ella, y, persuadido de que su deber era ir á ponerse á las órdenes de la real audiencia, se trasladó allí con su falanje; la formó en batalla en la plaza, y aun delante de las cajas reales, y, hecho esto, se presentó al rejente, que estaba rodeado de todos los oidores. La conversacion que tuvo con ellos ha quedado ignorada (2); pero fué bastante larga para dar tiempo á los granaderos, man

cion con el jeneral Aldunate, que no fué Saez sino, mas bien, el cabo Molina quien tomó la iniciativa de este acto de insubordinacion, y que, de vuelta al cuartel, se trasladó, con dos ó tres dragones, á casa de Marquez de la Plata, en donde se hallaba la junta, con intencion de asesinar los que la componian; pero en aquel momento habia muchas personas, y, en lugar de ejecutar su atroz proyecto, fueron arrestados Molina y sus compañeros, que depositados en patio consiguieron escaparse por los tejados. Esta version se halla confirmada, con poca diferencia, en el diario mss. de Miguel Carrera.

(1) Los manuscritos hacen subir el número á cerca de 600; pero creo que hay exajeracion.

(2) Segun el padre Martinez, la real Audiencia se descartó de esta accion de

dados por don Santiago Luco, y los artilleros, que mandaba don Luis Carrera, para trasladarse á la plaza y formarse en frente de los rebeldes, del lado de los portales.

Prevenido de lo que se pasaba, Figueroa se despidió de la real audiencia; se apresuró á volver á su puesto; mandó avanzar su tropa hasta cerca de la Pila, y á la distancia de medio tiro de pistola de los granaderos de Luco, y luego entabló con don Juan de Dios Vial una discusion sobre la superioridad del mando. El uno pretendia que le pertenecia por su grado y antigüedad de servicios, y el otro por el derecho que tenia la junta suprema de depositarlo en manos del que mas merecia su confianza. Sus pretensiones tomaron un tal carácter de tenacidad, que juzgando, uno y otro, inútil prolongar la discusion, se decidieron á referirse á la decision de la fuerza, y se cuenta que Figueroa dió la señal de hacer fuego con su pañuelo. A lo menos, fué cierto que al punto sus tropas hicieron fuego, echándose muchos luego á tierra, para evitar las balas de sus adversarios aun poco hábiles en el manejo de las armas.

Cincuenta y cuatro cayeron, entre muertos y heridos (1). Los amotinados huyeron sin pensar en aprovecharse de su ventaja. De los soldados de la patria, tambien hubo muchos que hicieron lo mismo; pero la mayor parte se mantuvieron firmes y fieles, y el oficial Santiago Guerras persiguió al enemigo hasta la calle del puente.

Figueroa, y aun tambien le respondió que no tenia órdenes que dar. personalamente, y que, ante todas cosas, era preciso informar á la suprema junta. Mss. de la revolucion de Chile.

(1) Historia del padre Guzman.

Ta! fué el resultado de aquella fatal jornada, para siempre memorable en la historia de la independencia. La revolucion, que, desde un principio, se habia manifestado prudente, noble y jenerosa, acababa de recibir, á pesar suyo, manchas de vergüenza y de sangre, y esta especie de bautismo no podia menos de ser fatal á su porvenir. Los dos partidos, en lo sucesivo, van á tener sentimientos recíprocos de odio y de venganza, y á verse dominados por el espíritu de anarquía, que por fuerza habia de ensangrentar las pájinas de la historia nacional. Ya se habia esparcido un terror pánico por toda la ciudad; todos corrian á sus casas; las puertas se cerraban, y la plaza mayor, ocupada militarmente, de un lado, por los granaderos, del otro, por los artilleros al pié de los cañones, anunciaba patentemente que habia llegado la era de las armas, y que estas iban á decidir la suerte de la patria.

Los dragones de la frontera, huyendo del campo de batalla, se habian dirijido á su cuartel, y Tomas Figueroa fué á refujiarse en el convento de Santo Domingo, bajo la proteccion de algunos relijiosos. Allí ocultaba, escondido detras de una parra, su cabeza y su vergüenza de haber sucumbido en tan bella causa. Las ventajas, en efecto, estaban todas de su parte. Sus antecedentes probaban que era sujeto de enerjía, de accion y de talento. Independientemente de los realistas que habia en Santiago, podia contar con tres ó cuatrocientos veteranos, en jeneral, animados de un fanático afecto á su rey, y á los que, ademas, habia podido inspirar entera confianza, con decirles que los enemigos eran simples reclutas sin esperiencia. Pero la Providencia, que velaba por la salvacion de la patria, le privó de conocimiento y

de prevision, dejándolo cobarde é irresoluto, y permitiendo olvidase que, en el término de dos ó tres dias, podia ver sus cortas fuerzas aumentadas con los trescientos auxiliares que habian salido, de muy mala gana, de Concepcion para ir al socorro de Buenos-Aires (1).

La junta suprema, reunida, en parte, en casa de Marquez de la Plata, se trasladó inmediatamente á la plaza mayor, y, mientras algunos miembros se concertaban con los jefes militares para tomar las medidas necesarias á la tranquilidad y al buen órden, Juan Rosas subió á la Real Audiencia para manifestar su descontento á los S. S. de aquel tribunal, que él consideraba como cóm-1 plices de la conspiracion. En seguida, tomó un caballo, se fué, con algunos soldados, á descubrir el jefe de la rebelion, y, por las señas que le dieron, se dirijió al convento de Santo-Domingo, de donde iba ya á salir, despues de inútiles pesquisas, cuando un mozuelo se le ofreció para enseñarle el escondite del que buscaba.

Cojido por los soldados de Rosas, Tom. Figueroa se dejó llevar sin resistencia, en primer lugar, al cuartel, y, en seguida, å la cárcel, en donde muy luego se presentaron tres jueces de conocida integridad, que fueron: el vocal don Juan Henriquez Rosales, el asesor don Francisco Perez y el secretario Gregorio Argomedo.

Las circunstancias y las pruebas irrecusables de un crímen, siempre grave á los ojos de un partido político

(1) Es de presumir que Tom. Figueroa fue llamado á Santiago por los Españoles, con el objeto de suscitar una reaccion en favor del rey. Lo cierto es que se puso en camino algunos dias antes del embarco de los 300 auxiliares, prometiéndoles hacer cuanto pudiese para que no se verificase. A su llegada á Santiago, animado por los realistas, no creyó necesario esperar llegasen aquellas tropas para hacer la revolucion, persuadido de que el dia de las elecciones era el mas favorable para sus proyectos. Si, por el contrario, hubiese aguardado aquel primer refuerzo, es probable que los patriotas hubiesen sido dispersados. Conversacion con el jeneral Bernardo O'Higgins.

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victorioso, exijian que la causa se sustanciase sin dilacion, y pocas horas bastaron para interrogar al acusado, oir á los testigos y pronunciar la fatal sentencia, que lo condenaba á la pena de muerte.

El confesor que le dieron fué el padre de la Buena Muerte, Fray Camilo Henriquez, que muy pronto veremos como una de las brillantes estrellas de la revolucion. Penetrado de su santo ministerio, este confesor puso á un lado todo pensamiento político, y se presentó como el ánjel de la guarda de un alma, cuya fidelidad, mal entendida, ó, tal vez, cuya ambicion la hacia salir de esta vida para la otra. Hasta las cuatro de la mañana, se mantuvo auxiliando al paciente, y solo se separó de él cuando la justicia humana hizo ya superfluos sus consuelos espirituales.

Dicen que antes de morir, Figueroa protestó contra la irregularidad de la causa que le hicieron, y aun contra el rehuso de darle un confesor de su agrado.

Por la mañana, el pueblo iba de tropel á ver aquella primera víctima del tribunal revolucionario, sentada en una poltrona á la entrada de los arcos de la cárcel, en donde permaneció, lo mas del dia, espuesta á la vergüenza.

Esta esposicion no fué la sola que haya aflijido á la República. Entre los amotinados que se hallaron muertos en el sitio de la accion, se tomaron los cadáveres de Saez y de tres compañeros suyos, y fueron colgados á una horca levantada en la plaza mayor; ejemplo que sin duda contristaba las costumbres del país, pero necesario para intimidar á los facciosos, tranquilizar á los habitantes é impedir que el movimiento dejenerase en un gran alzamiento.

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