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dominado por una milicia de curas y de frailes, que vertian á manos llenas el oprobio y el ridículo sobre la mision de aquellos nuevos apóstatas, considerados como los principales autores del desórden moral y físico de la época.

La persecucion que el cristianismo habia padecido en Francia durante los trastornos de la revolucion habian, en efecto, llenado de espanto las almas puras y tímidas de aquellos Americanos, acostumbrados à terminar obscura é indolentemente una vida de paz y tranquilidad. Enteramente estraños á movimientos revolucionarios, en los cuales la pasion llevada al mas alto grado de exaltacion y de delirio obra muchas veces como un verdadero asesino, y no pudiendo comprender que el Criador, en su bondad infinita, pudiese enviar remedios tan violentos para curar los males de la sociedad doliente, hablaban con horror de la revolucion francesa, despreciaban profundamente al pueblo que la habia enjendrado, y no podian menos de recibir con odio y mala voluntad á los emisarios turbulentos que las olas del mar acababan de arrojar sobre sus costas. Tal ha sido, sin duda alguna, la causa del poco éxito que tuvieron en América los enviados de Napoleon; pero sus ideas filosóficas, introducidas por contrabando, fueron pasto de algunos nuevos adeptos, que estaban ya iniciados en el misterio de aquella grande reaccion, y sirvieron á encender la antorcha de la razon y á alimentar el ardor de los corazones. En efecto, fué la época en que se empezaron á oir gritos de independencia, al principio limitados á algunas partes, pero que luego resonaron, sucesivamente, por todo el nuevo continente: Quito, Buenos-Aires, Méjico, Chile, etc. La historia de la revolucion de este último es la que vainos á narrar.

CAPITULO II.

Muerte del presidente Muñoz de Guzman.
diencia y de Carrasco sobre la sucesion.
ejército de la frontera.
mando.

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Estado de Chile y de España á su entrada en el El capitan Luco viene á pedir nuevos recursos.

El 11 de febrero de 1808 se manifestó una grande ajitacion en Santiago; se habia esparcido un triste ruido en todos los barrios que habia conmovido toda la poblacion. Como por instinto, todo el mundo corria á la plaza mayor, se formaban corros á la puerta de palacio, y allí se oia la noticia de la muerte del ilustre y virtuoso gobernador Muñoz de Guzman.

Este fatal acontecimiento sumerjió la ciudad en la mas dolorosa afliccion. Era un dia de luto jeneral para todos los miembros de la sociedad, igualmente heridos en sus intereses y en sus afectos. El público perdia en Guzman un majistrado justo y laborioso, el pobre un protector jeneroso, y España un servidor íntegro, hábil y tan amado, que hubiera podido esconjurar, durante algunos años aun, la borrascosa tempestad que el viento de Buenos-Aires y los progresos de la civilizacion amontonaban encima de aquel leal país.

La Real Audiencia, como de costumbre, se reunió aquel mismo dia para nombrar un sujeto digno de remplazar provisionalmente al ínclito difunto gobernador. En una época poco anterior, el rejente del tribunal habria sido revestido del poder; pero desde que España habia declarado guerra á Inglaterra, tenia mucho que

temer de esta potencia para no imprimir un carácter militar á sus colonias, y por una real cédula de 23 de octubre de 1806 estaba mandado que en todos los vireynatos y gobiernos, aunque hubiese Real Audiencia, recayese el mando político y militar y la Presidencia (en caso de muerte, ausencia ó enfermedad del propietario) en el oficial de mayor graduacion, con tal que no fuese menos que coronel efectivo, y si S. M. no habia nombrado, por pliego de providencia ó de otro modo al que debia suceder; y que en el caso de no haber oficial de dicha ó mayor graduacion, recayese el mando en el Rejente ó en el oidor decano, y no en el Acuerdo.

Esta real cédula, tan clara y terminante, fué sin embargo interpretada en estraña manera por todos los oidores, que sostuvieron se limitaba su tenor á la capital, y de ningun modo á lo restante del país. Fundados en este falso raciocinio, se atrevieron á proclamar á su rejente por capitan jeneral y gobernador del reino, y el mismo dia, despues de haber sido reconocido como tal por el Ayuntamiento, que le entregó el baston de costumbre, se apresuraron á dar aviso á todas las administraciones, como tambien á los vireyes del Perú y de Buenos-Aires.

Este nombramiento era completamente ilegal y visiblemente contrario á las intenciones del gobierno que, en su delicada posicion, necesitaba mas de un militar que de un majistrado. Por esta razon, muchos jefes, entonces empleados en la província de Concepcion, se apresuraron á representar incontinente, protestando contra un acto evidente de mala fe y de injusticia. Dos de estos jefes tenian los títulos mas lejítimos, segun el

espíritu de la real cédula, siendo, como eran, ambos brigadieres; el uno, don Pedro Quijada, con despacho de 1795, y el otro, don Francisco García Carrasco, con fecha de dos años solamente.

Independientemente de esta protesta, Carrasco, como el mas interesado, habia enviado á llamar al intendente don Luis de Alava, que se hallaba reconociendo, con Rosas, el agua de vida, que acababa de ser descubierta junto á Yumbel, y al punto en que llegaron á Concepcion, sin miramiento por la Real Audiencia, se celebró un consejo de guerra, compuesto de todos los oficiales de la Frontera, con el fin de nombrar, segun la real cédula, un presidente encargado del gobierno del país. La antigüedad de Quijada le daba la preferencia, y ya el rejente le habia escrito en este sentido; pero hallándose en edad avanzada, y lleno de achaques que le obligaban á estarse en cama, tuvo que renunciar á ella (1), de suerte que Carrasco quedaba solo, y con todo eso aun tuvo por competidor á don Luis de Alava, bien que solo tuviese grado de coronel, el cual pretendia tener derecho á ser nombrado, como intendente que era de la provincia, comandante jeneral de las armas de la frontera y reconocido como segundo jefe del reino. En consecuencia, Alava escribió por este tenor á la Real

(1) « No hallándome capaz, por mi avanzada edad, y graves continuados achaques, de desempeñar mando alguno, he solicitado de la real piedad mi retiro, y habiéndolo representado así al señor capitan jeneral, Don Francisco García Carrasco, doy á V. S. y señores vocales de ese real tribunal las mas afectuosas gracias por el lugar preferente que me han considerado para la sustitucion del mando accidental de este reino, en su auto de 7 del corriente mes, de que V. S. me acompaña testimonio con fecha de 12 del mismo. >>

Carta de don Pedro Quijada al Rejente don Juan.
Ballesteros, escrita en Concepcion, el 20 de marzo 1808.

Audiencia y se hizo apoyar en el consejo por don Luis Barragan; pero á pesar de todos los pasos que dió y de su actividad, tenia contra sí á la ley, y Carrasco fué nombrado (1).

El dia siguiente de esta deliberacion, es decir, el 5 de marzo de 1808, el nuevo presidente participó al rejente Ballesteros su nombramiento (2), y, poco tiempo despues, salió de Concepcion lleno de tristes presentimientos, como si previese su turbulenta suerte. En su compañía, iba don Juan Martinez Rosas, que debia de desempeñar el cargo de su asesor particular. Una misma fatalidad habia puesto al lado de Cisneros al hábil y audaz Moreno, y al de Carrasco al que iba á ser el alma de la emancipacion chilena, por donde se ve claramente que en aquella época la mano de la Providencia conducia aquellas desgraciadas colonias, desbastándolas de la fatal corteza que por tanto tiempo habia envuelto y sofocado su jenio y su capacidad.

La recepcion del nuevo presidente en Santiago, que

(1) Algun tiempo antes de su muerte, Muñoz habia recibido órden de reunir la isla de Chiloe á su gobierno, separándola, por el hecho, del mando del Perú. Si esta órden hubiese sido ejecutada, Alvarez, que era gobernador de dicha isla, habría sucedido, de derecho, à Muñoz, y en razon de su talento, valentía y actividad, hubiera retardado por algun tiempo la ruina del poder español. (Conversacion con don Manuel Salas.)

(2) A este aviso, Carrasco añadia : «Me dispongo á pasar á la capital, á fa mayor brevedad posible. Así es que no puedo reconocer á V. S. con otra representacion ni otro carácter que los de rejente de ese tribunal; cualesquiera que haya sido la resolucion del acuerdo, tomada sin mi conocimiento, siendo contraria á la suprema voluntad del Rey, es inobedecible. La responsabilidad á que estoy ligado, y la obligacion en que me hallo para con el soberano, por mi empleo y graduacion, en circunstancias que el reino se halla amenazado de enemigos, me estrechan á sostener el acuerdo de la junta, aunque no tengo ambicion ni deseo de mandar. »

Carta de don Francisco Antonio García Carrasco al rejente don Juan Rodrigo Ballesteros, del 5 demarzo de 1808.

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