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ban poseidos, y su decision de salvar la patria. Los ciudadanos, en tales ocasiones, se deshacian en muestras de afecto y en alabanzas á los defensores de la patria, y ensalzaban los rasgos de magnanimidad y de virtud que hacian aun mas recomendable su valentía. Los militares que por cualesquier motivo ó circunstancia llegaban á la capital, despues de una batalla en que se habian hallado, estaban seguros de ser recibidos con el mas cordial afecto, y aun con demostraciones de aparato y regocijo público, si llegaban en cuerpo.

Hubo una de estas ocasiones en que la capital llevó al estremo esta especie de fiestas triunfales, y esta ocasion fué la entrada en la ciudad de una coluna de caballería que se habia batido en el combate de San Carlos, y que llegaba conduciendo los prisioneros de guerra que se habian hecho, bajo las órdenes del teniente coronel don José Antonio Valdes. Dicha colunna entró precedida en la capital, y seguida de un jentío inmenso, por medio de la tropa de la guarnicion tendida, formando calle, con música, repique de campanas y aclamaciones, pruebas tan evidentes como ruidosas del entusiasmo universal que causaba aquel acontecimiento. Las autoridades salieron á recibirla á la puerta de la ciudad, y luego desfiló por debajo de arcos triunfales en los cuales se leian inscripciones propias de la circunstancia, y que manifestaban evidentemente el reconocimiento que todos tenian á los defensores de la patria.

Pero de todos estos recibimientos el mas brillante fué el que se hizo á los trescientos valientes que, á principios del año 1811, habian sido enviados al socorro de sus hermanos de Buenos-Aires. Los patriotas, para honrarlos y festejarlos, fueron á su encuentro hasta la villa de

los Andes, y los acompañaron á Santiago, en donde, por todas partes, se les habian preparado arcos triunfales. La junta gobernadora salió en cuerpo á cumplimentar á su jefe, que era don Andres Alcazar, el cual, en respuesta á un oficio en que el gobierno le manifestaba su alta satisfaccion, decia, que á pesar de los mil contrastes de su larga espedicion, deseaban tener una pronta ocasion de arrostrar el enemigo, prontos á sacrificar su vida ántes que sufrir que el suelo sagrado de la independencia fuese pisado por aquella banda de piratas.

Noobstante el celo y el esmero que ponia el gobierno en fomentar los buenos principios y motivos de la revolucion, dándole el prestijio conveniente para alimentar la confianza de sus defensores, la reaccion hacia visibles y notables progresos, estendiéndose de un modo alarmante; fatalidad que era debida principalmente á los males que ocasionaban los desertores en la provincia de Concepcion, en donde por todas partes jemian los habitantes y vivian temblando de los funestos efectos de la anarquía. Habia insensatos que, por la mayor parte, eran los que se dejaban subyugar por falsas máximas relijiosas, y por pérfidos consejos de sacerdotes, que abandonaban sin escrúpulo la santa causa de la patria por la enemiga, cuya defensa tomaban muchos de ellos. Otros, menos débiles, aunque ultrajados por sus opiniones moderadas, y perjudicados en sus intereses, perdian toda esperanza, se desanimaban y se mostraban indiferentes, sin reflexionar que los bienes preciosos de la libertad no se adquieren sino á fuerza de sacrificios. Ya hemos visto que el gobierno no habia podido, por mas que habia hecho, recompensar mas que algunos pocos, y esto de una manera bastante poco eficaz; de

suerte que habia infinitos descontentos que daban temores en las diferentes clases de la sociedad, y este jénero de mal, siempre contajioso, se propagaba y comunicaba de provincia á provincia.

á

Santiago, como centro de la política y de discusiones que daban naturalmente lugar los diferentes acontecimientos que se sucedian, no tardó en resentirse de aquel triste estado de cosas. Allí habia mucho espíritu realista, y las cabezas del partido procuraban interpretar como pronósticos favorables á su causa los raros partes que enviaba Carrera al gobierno, partes que las mas veces llegaban incompletos, truncados y cuyo sentido, lejos de ser claro, era casi siempre confuso, embrollado, y mas propio para alarmar é irritar los ánimos que para tranquilizarlos. De todo esto, los realistas sacaban ó finjian sacar consecuencias fatales para el nuevo órden de cosas, profetizándole desastres, si el país no se apresuraba á refujiarse bajo las leyes que le habian protejido hasta entonces. Tales eran los medios, siempre corroborados por las insinuaciones del clero, que los realistas empleaban para atraerse de nuevo la voluntad del pueblo é inducirlo á que abandonase los principios revolucionarios, muy paralizados en aquel instante por el triste estado de incertidumbre y de crueles temores en que estaba sumerjido el país.

Mientras que por un lado amenazaban é intimidaban con lúgubres predicciones á los espíritus, por otro, exajeraban cuanto podian la situacion ventajosísima del ejército de Sanchez, el terreno que cada dia reconquis taba y la seguridad que tenia de verse muy pronto reforzado poderosamente por nuevos socorros y tropas que le enviaba el virey del Perú.

Sinembargo, á pesar de todas estas exajeraciones en sentidos opuestos, los realistas no podian menos de reconocer su impotencia, y de ver claramente que su causa habia recibido desde el principio un golpe mortal. Los verdaderos patriotas trabajaban sin temor y sin descanso en llevar adelante la obra de la rejeneracion, porque sabian que todas aquellas osadías del partido contrario eran debidas á causas fortuitas y pasajeras; que todos sus recursos presentes y futuros no podian ser en manera alguna eficaces; que carecian de armas y municiones, y enfin, que no tenian, ni podian establecer en ninguna parte una base de operaciones. Por otra parte, habia en el partido tan pocos hombres capaces que ni uno solo se hallaba que tuviese bastantes conocimientos ni decision para tomar sobre sí solo la responsabilidad de los acontecimientos, y por eso nunca pudieron levantar la cabeza en Santiago ni en Valparaiso, en donde habia sinembargo muchos conjurados intimamente unidos por un sentimiento de desconfianza y de peligros comunes. En Concepcion, el partido realista fué felizmente sofocado ántes que pudiese tomar mucho incremento, gracias á la actividad del vocal Oribe y del comandante Vidal; pero no sucedió lo mismo en la villa de los Andes, que un hombre oscuro, llamado José Antonio Ezeyza, consiguió revolucionar.

Este jóven, poseido de una singular audacia, y engañado por la noticia falsa de que Concepcion habia caido en poder de Sanchez, creyó que ya era tiempo de obrar, y el 3 de agosto, levantó el estandarte de la insurreccion, á los gritos de viva Fernando VII! Menos algunos habitantes de la ciudad que fueron arrestados y ⚫ no pudieron unirse á él, todos los demas se alzaron, y

Ezeyza pudo formar un rejimiento, nombrándose á sí mismo jeneral. La adesion de sus partidarios era tanto mas franca cuanto les habia persuadido que las ideas revolucionarias no convenian en manera alguna á la nacion, y que era preciso estirparlas á toda costa, esterminando á los patriotas que comprometian la existencia de la sociedad. Muy persuadidos sus secuaces de que así era, y que por consiguiente no tendrian grandes riesgos que correr, todos se mostraron prontos á seguirle á donde quisiese llevarlos.

Tan pronto como don José Santos Mascayano, jefe político de San Felipe, capital de la provincia de Aconcagua, recibió la noticia del alzamiento de Santa Rosa, mandó formar sin pérdida de un momento á todos los milicianos de la ciudad y de las cercanías, y dió órden á don Francisco de Paula Caldera de ponerse á su cabeza y de salir al encuentro de Ezeyza, el cual se avanzaba contra San Felipe. Los dos partidos contrarios se vieron las caras cerca de San Francisco de Curimon, y ya iban á venir á las manos, cuando el jefe patriota imajinó que aquellos enemigos no eran otra cosa mas que una banda de hombres halucinados y que le seria tal vez fácil evitar la efusion de sangre. Con este pensamiento, se adelantó á distancia de ser oido, y les persuadió con tan claras razones que se desistiesen de su temeraria empresa, y no corriesen ciegamente á su pérdida, que la mayor parte pasaron á su bando, y otros, menos convencidos ó temerosos, se desbandaron huyendo en diferentes direcciones. Entre estos últimos se hallaba el mismo caudillo Ezeyza, el cual fue muy luego alcanzado y conducido á San Felipe.

Dos dias despues de este acontecimiento, don José

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