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CAPITULO VI.

Carrasco procura ocultar la noticia de la revolucion de Buenos-Aires.- Asunto de Ovalle, Rosas y Vera.- Los dos primeros son embarcados para el Perú, y el último queda en Valparaiso, enfermo.- Ruido que esta noticia ocasiona en Santiago.- El ayuntamiento toma partido por los desterrados y envia una diputacion á Carrasco. — La real Audiencia se junta al cabildo para pedir una contraorden de desembarco. — Carrasco se presenta en la real Audiencia.— Mala acojida que recibe. — Adiere á la voluntad del pueblo, y, á peticion de Argomedo, quita el empleo á sus amigos y empleados, Campo, Meneses y Tadeo Reyes.

Carrasco sabia, desde el 24 de junio, la revolucion de Buenos-Aires, pero habia creido oportuno ocultar la notic'a, bien que ya se susurrase en la ciudad. El interes que tenia en ocultar aquellas noticias era tanto mayor, cuanto en los mismos pliegos habia recibido comunicacion de la firmeza con que el gobernador de Cordoba, Concha, habia sostenido los intereses de la monarquía contra la injusticia y la ambicion de los facciosos. Dos personajes de la mayor influencia le apoyaban en su temeraria empresa, el obispo Orellana, que representaba el poder real, y Santiago Liniers, que gozaba aun del prestijio que le habian dado sus victorias sobre los Ingleses.

Esta última noticia habia infundido algunos ánimos á los realistas de Santiago, los cuales volvian los ojos con alguna esperanza hácia aquella coalicion, que parecia querer reconquistar el poder perdido, y aun algunos aconsejaron con calor á Carrasco diese al público las proclamas contenidas en los citados pliegos, así como tambien las que acababa de recibir del embajador del

Brasil. Era, en verdad, un medio muy inocente de contrapesar en la opinion la noticia de la caida de Cisneros, de cortar al mismo tiempo el contajio de las ideas revolucionarias, ya prontas á introducirse en todas las clases de la sociedad, y á reducir casi á la nada la autoridad y el prestijio de los leales representantes de la monarquía española. Pero para eso habria sido necesario que Carrasco se pusiese de acuerdo con la real audiencia, y tenia demasiado puntillo para someterse á semejante condescendencia. En lugar de esto, prefirió perseverar en su mala política y oponer el disimulo y la astucia á las incesantes pretensiones de sus enemigos, cuyo número crecia, y cuya actividad se desplegaba cada dia mas.

Justamente, en aquella coyuntura, las cabezas no soñaban mas que con una idea de justicia, y veian con despecho eternizarse la detencion de los tres infelices presos en Valparaiso, pidiendo con instancias su regreso à la capital. Sobre este objeto, el gobernador recibió muchísimas peticiones por conducto del cabildo, en las cuales se le daban alabanzas y, para ablandar su corazon, se le trazaba un cuadro de los males físicos y morales que aquellos tres sujetos de distincion habian tenido que sufrir. Al mismo tiempo, los principales habitantes se ofrecian por fiadores de ellos y de su conducta para en adelante, y aun se adelantaban hasta prometer la pacificacion de la ciudad. Como procurador de esta, se encargó de presentar la peticion Don Gregorio Argomado, y lo cumplió con mucho tino, y con un tono de afabilidad que contrastaba con su carácter austero é impetuoso. Sus palabras respetuosas habian ya casi rendido al presidente; pero la mansion de los

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tres celosos apóstoles de la revolucion en Santiago le parecia tan peligrosa, sobretodo despues que la opinion publica se habia manifestado tan á las claras en favor de ellos, que se vió obligado á disimular sus verdaderas intenciones, y á emplear una superchería, solo recurso que parecia conveniente á la debilidad de su carácter, y á la decadencia de su poder. Por esta razon, sin duda alguna, se contentó con dar una respuesta insidiosa, prometiendo, bajo su palabra, que muy pronto aquellos tres ilustres ciudadanos volverian al seno de sus familias, por un lado, y dando órden, por otro, á Valparaiso, para que aquel gobernador los trasportase á bordo de la nave que iba á dar la vela para Lima.

Apenas hubo recibido el oficio del gobernador del reino con esta ultima órden, el de Valparaiso envió á llamar á Ovalle, Rosas y Vera, y se la comunicó, advirtiéndoles que hiciesen inmediatamente sus preparativos para aprovecharse del pequeño buque mercante la Miontina, que estaba aparejando para salir dentro de algunas horas del puerto. Al oir una órden tan cruel, aquellos infelices ancianos quedaron consternados, sintiéndose ya aflijidos por su edad, sus achaques y males que habian padecido. Sinembargo, esperando aun enternecer al gober nador, le pidieron con candor les concediese algunos dias para implorar la compasion del presidente, afin de obtener de él, por lo menos, los dejase allí hasta la entrada del verano, época en que no habia borrascas que correr en el mar. Algunas personas, atraidas allí por el ruido de su marcha, y presentes á esta escena, procuraban interceder por ellos con todo el influjo que tenian; pero la órden era terminante y el gobernador teniaque darle cumplimiento.

Convencidas, desde luego, aquellas personas de que dicha órden habia sido dictada por una pasion de encono, y que seria inútil insistir, despacharon un propio á Santiago dando parte de un acto tan injusto y tan arbitrario. Las infelices víctimas de él no tuvieron tiempo para saber el resultado, pues aquel mismo dia tuvieron que embarcarse para Lima, dejando su patria, su familia é intereses, y angustiados por un triste presentimiento, muy natural en un septuajenario, al emprender tan largo viaje y en tales circunstancias. Uno de ellos, Don Bernardo Vera, se quedó en Valparaiso, enfermo, con certificado del doctor Zapata, y, jeneralmente, se ha creido que habia sido un pretesto para evitar el destierro y, sobretodo, el resentimiento del virey Abascal, que, muchas veces, habia ridiculizado, y que lo consideraba como uno de los mas peligrosos patriotas de Chile.

La noticia de aquella tropelía llegó á Santiago el 11 de julio á las seis de la mañana, y se esparció como una centella eléctrica por toda la ciudad, llenando de estupor á todos los habitantes, y, como sucede siempre en semejantes casos, el pueblo se amontonó en tumulto en la plaza mayor para saber los pormenores de aquel desgraciado suceso. Al principio, sinembargo, habia moderacion; pero muy luego se exaltaron las cabezas, discutiendo, y concluyeron con un rapto furioso. Empezaron algunos gritos con amenazas, que fueron repetidos por la masa del pueblo, que pedia cabildo abierto con la unanimidad que demuestra la existencia de un resintimiento universal y que se presenta inaccesible á negativas bajo ningun pretesto. Es verdad que el Ayuntamiento mismo tenia sumo interes en que el pueblo

participase de sus propios sentimientos, afin de poder organizar y dirijir sus acciones y operar una revolucion sin sangre ni convulsiones.

Con este pensamiento, el cabildo oyó sus quejas y se puso á su disposicion. Se discutió con claridad y sin discursos difusos, es decir, neta y claramente. Se hizo una protesta firme y digna contra la injusticia de Carrasco, y contra su odioso maquiavelismo, decidiendo que una diputacion del cabildo se presentase inmediatamente á él para pedirle, en nombre del pueblo, una órden de desembarco, y libertad. Eizaguirre y Argomedo fueron á llenar esta mision con el mas profundo convencimiento de que era la cosa mas justa, mas prudente y necesaria para la tranquilidad de la ciudad, ya muy comprometida.

Advertido de este paso que iba á dar el cabildo, Carrasco habia reunido algunos partidarios en su gabinete para que presenciasen su temeraria firmeza. En efecto, recibió la diputacion con una desdeñosa frialdad, que impone siempre un poco á los que van á pedir justicia; pero en aquel corto silencio Argomedo tuvo tiempo de reflexionar, y, tomando la palabra, empezó manifestándole la sorpresa que habia causado su falta de palabra ; continuó echándole en cara su doblez, su injusticia y la increible irreflexion con que administraba, y cơncluyó pidiéndole una órden que revocase la que habia dado, con advertencia de que el negársela podria serle fatal, en atención á la efervescencia que se manifestaba ya con síntomas alarmantes de un verdadero alzamiento.

Los caractéres débiles y, sobretodo, de poca reflexion, tienen muchas veces arranques desesperados. Cierta

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