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El sínodo diocesano celebrado por el obispo de Santiago don frai Bernardo Carrasco i Saavedra, el año de 1688, vedó totalmente (en la constitución 5.a del capítulo VI) so pena de escomunión mayor que las monjas representasen comedias i coloquios en trajes profanos, ajustándose en esta disposición a lo ordenado por Felipe IV en una real cédula fechada en Madrid el 9 de setiembre de 1660.

Parece que esta prohibición se refería esclusivamente a las relijiosas profesas, ya que las seglares continuaron representando, en ciertas solemnidades, breves composiciones cuyo argumento estaba tomado de la historia sagrada o que consistían en fábulas morales puestas en acción.

En Chile no había exhibiciones teatrales sino de cuando en cuando; pero en cambio nuestros antepasados tenían con frecuencia corridas de toros.

Es verdad que Pio V había prohibido absolutamente estos espectáculos sangrientos, conminando a los lidiadores de a pie o a caballo con la pena de escomunión mayor; pero, a petición de Felipe II, Gregorio XIII había permitido que tuviesen lugar en los reinos de España, con tal que no se ejecutasen en días festivos.

En la capital, el circo se colocaba en la plaza, la cual se rodeaba de barreras i en cuyo contorno se levantaban tablados i carpas para los espectadores.

Concluída la función i entrada la noche, los hombres i las mujeres, aquéllos embozados i éstas tapadas, se acojían bajo esos tablados o se introducían en esas carpas con el pretesto verdadero o simulado de tomar dulces, refrescos o licores.

Cualquiera puede imajinarse las escenas inde

centes a que la mezcla de sexos, el lugar, la hora i la ocasión daban orijen.

El sínodo diocesano celebrado por el obispo de Santiago don Manuel de Aldai i Aspee el año de 1763, acordó (en la constitución 4.a del título XX) dirijirse al gobierno para que prohibiese aquel concurso de embozados i tapadas, o tomase la providencia que fuese mas conveniente para el remedio de tamaño desorden.

La construcción del circo en la plaza principal de Santiago ofrecía inconvenientes graves.

En el sumario formado para la canonización del lego de la recolección franciscana frai Pedro Bardesi, se refiere que en cierta ocasión se escapó un toro del recinto.

El animal furioso echó a correr por la calle de la Compañía, atropellando cuanto encontraba a su pasaje.

Afortunadamente iban por ella frai Pedro Bardesi i su amigo el capitán don Juan Diez de Gutiérrez.

Al oír el alboroto de la jente que huía, los dos transcúntes volvieron la cabeza hacia atras, i vieron que la bestia estaba cerca de ellos.

Gutiérrez desenvainó la espada para rechazar la embestida, i quiso que su compañero se guareciese a su espalda; pero frai Pedro contestó que bastaba un trapo para salvarse en aquel conflicto.

Acto continuo, frai Pedro arrancó la manga de su hábito, i la opuso, como un escudo, a la fiera.

«El bruto, olvidado de su natural ferocidad (se dice en la Vida del venerable siervo de Dios, frai Pedro Bardesi, escrita por don José Gandarillas) se arrodilló, como para besarla, i le dejó en el há

bito parte de la espuma, que en abundancia despedía de su boca».

Llegaron luego los jinetes que perseguían al toro, lo enlazaron, i «lo redujeron con la mayor facilidad».

El 15 de setiembre de 1823 el congreso dictó una lei en que declaró abolidas perpetuamente en el territorio de Chile las lidias de toros, tanto en las poblaciones, como en los campos.

El director don Ramón Freire i su ministro don Mariano de Egaña publicaron esa lei al día siguiente de haber sido comunicada al poder ejecutivo por el presidente del congreso don Juan Egaña i el secretario doctor don Gabriel Ocampo.

Este bárbaro entretenimiento estaba tan arrai

gado en las costumbres populares que poco a poco volvió a restablecerse en las provincias.

Con fecha 24 de noviembre de 1835, el ministro don Diego Portales remitió a los intendentes una circular en la cual les decía que el gobierno había sabido que en algunos pueblos de la República se infrinjía escandalosamente la disposición referida, por lo cual el jefe supremo de la nación le había ordenado que encargase a los intendentes que velasen por su observancia bajo la mas estricta responsabilidad.

Felizmente en el día esta fiesta brutal ha desaparecido por completo.

Creo que nadie acusará al congreso de 1823 de haberse cstralimitado al emplear en la lei dictada por él el adverbio perpetuamente.

Debe notarse que una piedad mal entendida daba en Chile a muchas ceremonias del culto un carácter teatral que nunca puede convenirles:

«Tenían en aquella época (siglo XVII), dice el presbítero don José Ignacio Víctor Eizaguirre en el capítulo 11 de la parte II del tomo I de su Historia Eclesiástica, Política i Literaria de Chile, algunas ceremonias del culto algo de profano i mucho de ridículo. Acostumbraban los vecinos de Santiago i de otras poblaciones principales del estado, celebrar funciones a determinados santos, en las cuales observaban ciertas ritualidades de todo punto repugnantes a la santidad i pureza del culto católico: tales eran, por ejemplo, las fiestas de los días de San Juan Bautista, de Santiago apóstol i de la Concepción de María; en las cuales a la solemnidad relijiosa se juntaban juegos de caña, de alcancía, justas, torneos militares, corridas de toros i otras diversiones semejantes, que tenían lugar en la plaza principal del pueblo el día de la festividad, i en los otros inmediatos. También se representaban autos sacramentales en los que tomaban parte los estudiantes mas calificados. Entre otros, fueron famosos los que representaron en Santiago los alumnos de los jesuítas el año de 1663, con motivo de la declaración hecha por el papa Alejandro VII en favor del misterio de la Concepción Inmaculada de María. Vestidos de máscara, i representando a los soberanos de los diferentes reinos del globo, fueron llegando por su orden, al papa, que se veía sentado en un gran carro triunfal i le pedían que favoreciese el culto de este misterio, el mas glorioso entre todos los que honran a la madre de Dios. Los indios i los españoles de todas las artes procuraban también con grande emulación aventajarse unos a otros en estas invenciones, de tal modo que las fiestas, por lo regular, duraban muchos días.

«En la celebración de procesiones, reinaba el gusto de representar a lo vivo los pasos o misterios que se trataba de celebrar. Así era común ver, en el curso de la cuaresma i semana santa, llorar a las imájenes de los santos, agonizar a la de Cristo i descender del cielo los ánjeles a sostener a María desfallecida por la fuerza de su dolor. La mayor parte de esas exhibiciones tenían lugar de noche; i la reunión de un número crecido de personas de diverso sexo bien podía alguna vez dar lugar a ocurrencias inmorales. Hubo ocasión en que la autoridad eclesiástica tuvo que poner coto a estos actos de devoción, que, aun cuando parecían sencillos e inocentes, venían al fin a declinar en ridículos a fuerza de querer exhibir en ellos mas i mas al vivo los objetos de piedad. Predicaban los padres dominicos en su iglesia de Santiago una misión; i para convidar al pueblo conducían por las calles de la ciudad procesionalmente a Jesús, huyendo de los judíos que querían apedrearlo. En esta ceremonia, que tenía lugar el jueves de ceniza, después de maniatada la sagrada imajen del Salvador, era llevada precipitadamente, perseguida i aun maltratada con golpes de piedras. La jente piadosa tomaría ocasión quizá de estas ceremonias para contemplar los pasos que ellas representaban; mas para los niños i la jente del pueblo eran ocasión de pasatiempo i risa. El obispo de Santiago prohibió esta procesión con severas penas».

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