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declara en una esposición dirijida al público en marzo de 1823, porque no se encontró otro «que echara sobre sus hombros una obra siempre ruinosa en un país que estaba naciendo recién al gusto i esplendor>>.

El empresario trabajó con el mayor tesón hasta disponer por lo pronto, allá a fines de 1818, un teatro provisional, que estuvo en la calle de las Ramadas, frente al puente de Palo, en el sitio ocupado ahora por la casa número 24.

En El Sol, fecha 1.o de enero de 1819, leo lo que sigue:

«En vista de lo concurrido que ha estado el teatro, es un dolor que no se piense con seriedad en edificar un buen coliseo permanente. Entonces se podrían correjir los defectos e irregularidades que se notan en el actual».

El teatro provisional fue trasladado en mayo de 1819, de la calle de las Ramadas a la de la Catedral, donde se le destinó, en el antiguo edificio del Instituto Nacional, el salón que ahora ocupa la escuela de la Unión de Artesanos, i que debe ser derribado pronto para formar la nueva plaza proyectada.

Allí se principiaron los espectáculos con las representaciones consecutivas de las piezas tituladas Roma Libre, Hidalguía de una Inglesa i El Diablo Predicador, que se ofrecieron al público en las noches del 30 i 31 de mayo, i 1.o de junio.

Pero, aunque este local proporcionaba mayores comodidades que el de la calle de las Ramadas, siempre era mui estrecho para la concurrencia, i dejaba mucho que desear.

Por esta razón, el activo Arteaga no tardó en construír un edificio especial para representaciones dramáticas en la plazuela de la Compañía, hoi de O'Higgins.

Este teatro, el primero permanente que ha habido en Chile, se levantaba en el sitio ocupado actualmente por la casa número 98.

Su estreno se hizo el 20 de agosto de 1820, aniversario del santo patrono del director O'Higgins.

La Gaceta Ministerial de Chile, número 58, tomo 2.o, fecha 19 del mismo mes i año, anunció con complacencia la inmediata apertura del nuevo establecimiento.

«Si los esfuerzos del ciudadano que ha querido empeñar toda su actividad i escasa fortuna en esta escuela de las costumbres, dijo, no corresponden a todo su deseo, al menos él tendrá siempre el mérito de un atrevimiento noble, i ejecutado con mejoras superiores a lo que podía esperarse en un tiempo en que se hacen contraste la pobreza del país i sus glorias».

El nuevo teatro, además de los asientos de platea, tenía dos órdenes de palcos i una galería, i podía contener mas o menos mil quinientos espectadores.

En el telón se había estampado con letras doradas esta inscripción:

Hé aquí el espejo de virtud i vicio;
miraos en él, i pronunciad el juício.

Ella era producción del injenio mas admirado de la época, don Bernardo Vera i Pintado.

Vera contaba que se le había ocurrido oyendo misa.

No supongo que haya concebido, asistiendo a alguna función teatral, las estrofas a Cristo Crucificado, a la Magdalena i otras sobre temas piadosos que compuso para ser colocadas en las paredes de la antigua casa de ejercicios espirituales de Santa Rosa.

Ha de saberse que Vera se mostraba tan pródigo de su dinero, como de sus versos. Los hacía para todos, i sobre todo.

Por desgracia, es preciso confesar que la santidad del templo le inspiró versos poco felices para el telón del teatro.

El poeta habría debido advertir que la musa profana no habita en el santuario.

La pieza que se ejecutó el 20 de agosto de 1820 en el teatro de la Compañía, fue el Catón de Útica de Addison.

La concurrencia era numerosísima. El director O'Higgins i sus ministros se hallaban presentes.

Don Vicente Pérez Rosales ha trazado una pintura lamentable de las representaciones dramáticas en la época a que hemos llegado en este mal perjeñado bosquejo.

Veamos lo que dice en el capítulo 1 de sus Recuerdos del Pasado:

«En el teatro, ni actores ni espectadores se daban cuenta del papel que a cada uno correspondía. En el simulacro de las batallas, los de afuera animaban a los del proscenio; en los bailes, los de afuera tamboreaban el compás; i si alguno hacía de escondido, i otro parecía que le buscaba inútilmente, nunca faltaba quien le ayudase desde la platea, diciendo: bajo la mesa está.

«Recuerdo dos hechos característicos.

«Fue una vez pifiada aquella afamada cómica Lucía, que era la mejor que teníamos; i ella en cambio, i con la mayor desenvoltura, increpó al público, lanzándole con desdeñoso ademán la palabra mas puerca que puede salir de la boca de una irritada verdulera. Fue llevada a la cárcel, es cier

to, pero también lo es que al siguiente domingo, mediante un cogollo i un pecavi, que ella confabuló para el público, éste la comenzó a aplaudir de

nuevo.

«En la platea, figuraban siempre, en calidad de policía, tres soldados armados de fusil i bayoneta: uno a la izquierda, otro a la derecha de la orquesta i el tercero en la entrada principal. Principiaba entonces el uso de no fumar en el teatro; pero un gringo, que no entendía de prohibiciones, sobre todo en América, sin recordar que tenía el soldado a su lado, i sobre su cabeza el palco del director supremo don Bernardo O'Higgins, sacó un puro, i mui tranquilo se lo puso a fumar. El soldado lo reconvino, el gringo no hizo caso; pero, apenas volvió el soldado a reconvenirlo con ademán amenazador, cuando saltando el gringo, como gato rabioso, empuñó el fusil del soldado para quitárselo, i se arma entre ambos tan brava pelotera de cimbrones i barquinazos, que Otelo i Loredano desde el proscenio, i los espectadores desde afuera, se olvidaron de la enamorada Edelmira, para solo contraerse al nuevo lance. O'Higgins, que no quiso ser menos que todos los demás, sacando el cuerpo fuera del palco, con voz sonora gritó al soldado: cuidado, muchacho, con que te quiten el fusil. Envalentonado entonces el soldado, desprendió el fusil de la garra británica; i de un esforzado culatazo tendió al gringo de espaldas en el suelo. I ¿qué sucedió después? Nada. Se dió por terminado el incidente, i Edelmira volvió a recobrar sus fueros».

La Lucía de que habla Pérez Rosales en la primera anécdota referida, se apellidaba Rodríguez. Era una joven chilena notable por sus atractivos físicos i por sus dotes artísticas.

El público la mimaba como a niña regalona; i estaba dispuesto a perdonarle cualquier desliz,

Su hermosura, su donaire i su talento intercedían por ella.

Ha llegado ahora la oportunidad de traer a la memoria el orijen i las vicisitudes de la canción nacional chilena, que se acostumbra cantar en las fiestas cívicas, i aun en algunas que no podrían ser clasificadas entre ellas, pero que desde el principio, i entonces mas que después, se reputó una de las solemnidades indispensables de los espectáculos teatrales. Estaba espresamente ordenado que el canto de la canción nacional precediera a todas ellas, i así se practicaba.

Don José Zapiola ha escrito, primero en El Semanario Musical, número 5, fecha 8 de mayo de 1852; i posteriormente, en La Estrella de Chile, número 2, tomo 1, fecha 13 de octubre de 1867, que en aquella ocasión, se estrenó la canción nacional cuya letra había compuesto don Bernardo Vera i Pintado, i cuya música era obra del profesor chileno don Manuel Robles, violinista notable, «de aventajadas, aunque incultas disposiciones», según lo dice el mismo señor Zapiola en El Semanario Musical.

Es esta una inexactitud, que me creo obligado a rectificar, por lo mismo que reconozco la competencia del señor Zapiola en estas materias, i que sé que su memoria es por lo jeneral mui fiel.

La canción nacional se tocó i cantó por la primera vez en las fiestas de setiembre de 1819.

El presidente del senado don Francisco Antonio Pérez comunicó por oficio de 20 de setiembre del año citado al director supremo don Bernardo O'Higgins que aquella corporación «había visto con placer la canción que éste le había acompaña

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