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Los sollozos ahogaron la voz del pobre viejo: yo tambien le acompañé en su llanto! Cuando le ví ya desahogado de la opresion de su corazon, le pregunté por Lucía; i él, con una carcajada satánica i unos ojos de relámpago, me respondió: "se fué a España, señor, con su marido: allá será feliz, mientras yo soi un mendigo!...." I tomando su palo, marchó a paso acelerado. La luna estaba en la mitad del cielo i toda la naturaleza dormia en calma.....

Algunas veces despues le volví a ver, pero ya hace tiempo que no sé del pobre anciano: habrá muerto quizá, i Lucía habrá llegado sin duda a ser, por su marido, una de las damas de la nobleza de España.

EL ALFEREZ

ALONSO DIAZ DE GUZMAN.

I.

-Concluyamos, doña Ines, en este momento estoi resuelto a no continuar nuestras relaciones: vos podeis ser mas feliz con don Juan de Silva. Os dejaré para siempre, pediré al gobernador que vuelva a agregarme a los tercios del Maestre de campo Alvaro Nuñez de Pineda i me alejaré de Concepcion: no volveré a

veros.

-No os comprendo, Alonso; ayer no mas me jurabais eterno amor i me pedíais esta entrevista para arreglar nuestras bodas. Quereis burlaros de mí?

--Desconfio de vuestro padre: es imposible que consienta en nuestra union. ¿Un caballero del hábito de Santiago querrá unir su hija a un soldado que no tiene mas que su espada?

-¿Vos lo dudais? ¿Acaso con vuestra espada no os habeis conquistado un nombre? ¿Con ella no triunfásteis en los llanos de Puren, i arrancásteis del poder de los infieles nuestra bandera? ¿Quién no se honra hoi dia con vuestra amistad?

-No me atrevo a proponer este asunto a vuestro padre, Ines.

-Se lo propondrá el capitan don Miguel de Erauso; es vuestro protector, es mi amigo i no vacilará en prestarnos este servicio.

-Don Miguel os ama, Ines, i no podrá hacernos el sacrificio de su amor.

-Si tal fuese cierto, confiémosnos entónces de mi hermano don Basilio de Rojas, con quien tan estrecha amistad os liga.

-¡Ah! desgraciado de mí! vuestro hermano, Ines, vuestro hermano es un traidor!... ¡Decidme a dónde se halla, decídmelo, por Dios!...

--¡Por qué os enfureceis, Alonso mio! Calmaos, mi hermano es fiel amigo vuestro, no os ha hecho ofensa.

--¡Mi amigo! no: decidme, Ines, ¿don Basilio ama a Anjelina, es verdad?

-Sí, a lo ménos, lo parece.

-I Anjelina le adora, ¿no es verdad?

--Tambien es cierto, mal que os pese, Alonso: vos amais a Anjelina, vos sois el aleve. ¿Por qué me habeis engañado? Los celos os hacen delirar... ¡Dios mio!...

--¡Sí, los celos, vive Dios!... pero os juro que abo rrezco a Anjelina, os lo juro, Ines, no lloreis...

Ines habia caido de rodillas, sin sentido, al pronunciar sus últimas palabras; don Alonso la sostenia i temblaba de furor. Una idea le asalta; medita, i luego deja a Ines reclinada sobre las flores del jardin en que se hallaban i huye precipitadamente, salvando las tapias que los separaban de la calle.

La luna brillaba en todo su esplendor i daba un matiz purpúreo a las graciosas nubecillas blancas que

flotaban en el horizonte. El bullicioso estrépito de las olas del mar i el ruido de las auras de la noche formaban una armonía misteriosa, que a veces interrumpian los prolongados y melancólicos ahullidos de los lobos marinos que retozan en las peñas de la playa.

La ciudad de Penco estaba quieta i silenciosa. Solo un hombre se divisaba atravesar sus calles con paso presuroso. Era el alferez Alonso Diaz que acababa de abandonar a su querida en un momento supremo, porque estaba dominado de un vértigo espantoso. Él habia concurrido a la cita, por cumplir su palabra de español, pero su corazon de jóven estaba sojuzgado por otra pasion furiosa, i no le era dado halagar siquiera la ternura de Ines, que le amaba con delirio. Largo rato habia batallado por desengañarla; pero ella no podia comprender su lenguaje, porque ya estaba acostumbrada a su amor i fascinada con la seguridad de poseerlo.

Repentinamente se detiene Alonso en las ventanas de una casa contigua a un cuartel: habia en ella gran concurrencia. Las voces de alegría se mezclaban a los dulces preludios de la guitarra, i el tañido de las castañuelas anunciaba que el baile iba a principiar.

Alonso escucha, acecha un momento, i lleno de despecho penetra a lo interior.

--Bien venido seas, alferez Diaz! esclaman todos, i unos le abrazan i otros le convidan a beber.

-Decidme, Alonso, gritó una voz, ¿no os gusta mas la zambra que la guerra?

-Si no fuera el auditor quien habla así, contestárale de otro modo, replicó Alonso con enfado.

-No os olvideis, Alonso, que tan bien esgrimo la

espada como la peñola; i que lo de auditor no me quita lo valiente: pero hoi se trata de divertirnos; no sea que nuestro historiador don Basilio de Rojas, que está presente en el fandango, como lo está siempre en la batalla, tenga que engañar a la posteridad diciendo que nosotros solo sabíamos pelear i no galantear. Venga un vaso para Alonso i otro para mí i bebamos por la preciosa Anjelina. Su salero me peta mas que un proceso.

Anjelina, que estaba entónces al lado de don Basilio en la mesa del juego, se levantó graciosamente i tomando otro vaso, acompañó al auditor i al alferez que bebian por ella. El auditor la toma de la mano i pide que se toque un fandango.

Los concurrentes rodean a los danzantes i con movimientos i gritos los animan i celebran.

Alonso se separa i toma el asiento que habia dejado Anjelina. Sus ojos de águila enrojecidos, su aire tétrico i reconcentrado, sus labios trémulos, su rostro pálido i descarnado, todo anunciaba el furor de que estaba poseido su corazon. Don Basilio le dirijió una mirada cariñosa i echándole sobre los hombros su brazo, continuó apostando a los dados. Alonso pareció mas sereno por un momento: pero volvió a enrojecerse de furia, cuando oyó que Anjelina llamaba la atencion de sus amigos diciéndoles:

--¡Qué os parece, caballeros, don Basilio abrazando a ese alferez, que mas tiene cara de mujer que de guerrero!

-Si son celos, Anjelina, replicó el historiador, retirando su brazo, ven acá i verás que sé abrazar de otro modo a las donosas.

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