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PEREGRINACION

DE UNA
UNA VINCHUCA.

Cuento de brujas.

(1858.)

I.

No sabré decir cómo, pero lo cierto es que cuando comencé a tener el uso de mis instintos antropófagos, vivia yo incrustada en una cómoda grieta de la bóveda de un arco del puente grande del Mapocho, que llaman comunmente el Ojo seco.

Allí vivia yo i crecia lánguida i seca, pues era tan escaso mi alimento, que no lograba una chupeteada, sino cuando alguna bestia descarriada pasaba pastando por aquellos antros, o cuando en verano iban a echar un sueño al frescor de la bóveda los pillos de la ciudad.

Pero de cuando en cuando llegaba por allí un jóven enjuto i moreno, que mas que sangre, tenia hiel en sus venas. Desdoblaba un cartapacio, borrajeaba en él como rascándolo con sus largas uñas, i haciendo jestos chispeantes; i entre tanto yo me le fijaba, despues de dar un revolido i de asegurar mi retirada, lo cual me era mui fácil, porque mi hombre amargo andaba siempre desnudo. Cuando acababa su tarea, sin hacer caso de mis picadas, desplegaba dos enormes alas de murciélago que le cubrian las espaldas i

emprendia su vuelo para afuera, al mismo tiempo que yo lanzaba el mio a la bóveda en busca de mi confortable dormitorio.

Una vez que ya habia estendido sus alas para salir, me hallé comprometida en su evolucion, de modo que no pude tomar mi fuga, pues sus anchas membranas me lo impidieron. El cruzó el espacio mas lijero que el rayo, i yo sin alientos para desprenderme, me hallé en un abrir i cerrar de ojos mui distante del puente de calicanto i a la orilla del ardiente cráter de un volcan en la cumbre de los Andes. Mi conductor habia llegado allí sin fatigarse, plegó sus alas, dejándome a mí prisionera en ellas, i como el condor que se lanza de cabeza sobre su presa, se precipitó en aquel abismo, atravesando raudo las nubes de humo. espeso i las llamas flotantes que atravesaban en espiral aquellos profundos espacios del volcan.

Las llamas palidecieron hasta disiparse, las nubes se trocaron en vapores diáfanos, el espacio tomó dimenciones infinitas, iluminadas con una luz azuleja parecida al crepúsculo de una caverna. Estábamos en el limbo donde el Dante halló a los clásicos griegos i latinos, que yo no ví en aquel momento sino mui a lo léjos, i que reconocí en sus anchos mantos i cabezas crespas.

Mi naturaleza insectil habia cambiado completamente. Mis instintos se convertian en facultades intelectuales, como las que ahora gasto, i mis formas se hacian ya tan voluminosas, que mi ánjel conductor sentia mi peso i se daba algunos sacudones, como para desechar mi carga.

Despues de un lijero descanso, i luego de asegurar

mejor su cartapacio debajo del brazo, el ente volador emprendió su veloz caida por los inmensos círculos del infierno. Ya penetraba por el espacio cortando con sus alas emjambres espesos de demonios voltijeros que le salian al paso maldiciéndolo i envolviéndolo; ya se lanzaba por entre procesiones sin fin de diablos andantes que hacian rimbombar los antros infernales con sus voces de trueno: ora atravesaba la floresta de los suicidas, desgajando ramas con sus alas i huyendo de ellos para no salpicarse con la sangre que manaban, ora se envolvia en torbellinos de fuego o en nubes de víboras que llenaban el espacio i ensordecian los aires con sus blasfemias.

Así volando i revoloteando, mi demonio dirijia imprecaciones a los condenados, les sacaba la espumosa lengua o les hacía visajes horribles acompañados de una carcajada aguda i destemplada que iba a confundirse con los ecos descompasados de aquella orjía espantosa; los arañaba o los rasgaba como astillas, cuando los habia a mano, o con las sierras aceradas de sus alas los partia i rebanaba como sandía por el medio, pero sin dejar de volar nunca i sin abandonar su tiznado cartapacio que, compuesto talvez de papel a prueba de fuego, salia intacto siempre de las llamas.

Al fin de tantas diabluras, llegamos, o diré mejor caimos, a un círculo estrecho, que no era mas que un horno inmenso, donde el aire hirviente penetraba por todos los poros, como si fuera una llama sin color. Allí habia multitud de seres que por sus analojía con mi conductor i por sus enormes alas juzgué mensajeros. Todos esperaban, unos tirados en el

fango ardiente del pavimento, otros sentados, aquellos arrimados a la bóveda del gran horno central, i éstos escribiendo todavía o narrándose sus viajes con estrepitosa i descomunal algazara.

Un momento mas tarde resonó una voz inmensa, estupenda, cavernosa i vibrante que decia: Su Majestad imperial da audiencia a sus escojidos espías; i las bóvedas del horno se disiparon como el humo. Una claridad rojiza iluminó todos los ámbitos i los espaciosos círculos que habíamos atravesado se vieron sobre nuestras cabezas, jirando alrededor de un eje enorme que descansaba, como en su base, sobre una cabeza como montaña. Era la cabeza de Luzbel, erguida, redonda, inmensa, llevando en su occipucio con garbo i gracia aquella enorme columna central, a manera de birrete. El Dante no habia mentido: Luzbel tenia en sus mandíbulas a Judas en un lado i a Cain en el otro, a quienes apénas se les veian fuera los garfios, que no uñas, de sus piés. Sin embargo su boca estaba risueña i como si estuviera mascando tabaco.

El silencio era infernal. Luzbel se sacó de la boca a sus dos víctimas, puso la una a la derecha i la otra a la izquierda del descomunal tintero que tenia por delante, i ámbos quedaron sentados sobre la mesa, como esas figuras caprichosas que se usan en los escritorios para aplastar papeles. Luzbel echó una salibada, como quien escupe con asco, i movió horizontalmente la mandíbula inferior, como para descansar de una posicion forzada. Despues de esta musaraña, Luzbel tocó una campanilla capaz de disputárselas en tamaño i sonoridad con la gran campana de San Pablo de Londres.

Un demonio se adelantó haciendo cortesías hasta llegar cerca de la mesa. Era un demonio jímio de piés a cabeza, pero con bigote i perilla, fraque abrochado i condecorado con la lejion de honor. Levantó de su pecho un lente que llevaba colgado, se lo incrustó en la cuenca del ojo derecho, i con la mayor finura desdobló su cartapacio. "El imperio progresa.” fué su primera frase. "La libertad ya no existe," fué la segunda. "El contajio de su muerte ha contaminado al mundo entero," fué la tercera. La satisfaccion de Luzbel fué notable, i un aplauso inmenso resonó en todos los círculos infernales, aplauso que se prolongó en la Cité de los hornos i en el círculo de los que visten capas de plomo, hasta el estremo de obligar a Luzbel a dar otro espantoso campanillazo.

Restablecido el órden, continuó el jímio dando cuenta, i al terminar esclamó:-"Las ciencias i las letras dormitan, la relijion i el progreso material son los mejores apoyos del trono, las costumbres son las mismas i cada dia tiene mas actualidad aquel célebre pensamiento del Misantropo:

¡Eh, señora, hoi se elojia a todo bicho,
I el siglo para todos tiene un nicho!
¿Quién no posée ahora su gran mérito?
El verdadero honor es ya pretérito.
Al mas zurdo un elojio se le espeta,

I del sirviente el nombre anda en gaceta!

Por tanto, la cortesía i el beso coutinúan siendo las formas de la traicion." A estas palabras, Luzbel tomó a Judas con sus dos dedos i mientras le daba una mascada para volverle a su lugar, los círculos

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