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V.

A picos pardos.

¿Quién no ha andado alguna vez a picos pardos?. Confesémoslo llanamente: nadie deja de ser quien es ni deja de cumplir su síno en este mundo por haberse hecho gato alguna vez en su vida. Alejandro Magno no dejó de ser el mas célebre de los filibusteros de la antigüedad, ni sus capitanes dejaron de ser famosos guerreros por haberse andado a picos pardos, aquel con Taltestrida, reina de las Amazonas, i éstos con las trescientas damas que de tan largas distancias acarreó consigo aquella reina de puro enanorada. Ni Julio César ha dejado de trasmitirnos su gloriosa fama, a pesar de que se echaba tan a menudo a picos pardos, que llegó a ser el terror de los maridos romanos, i mereció que sus soldados le anunciasen de vuelta de sus triunfos, clamando:-Romani, servate uxores, adducimus Calvum, dicho que con su acostumbrada sabiduría nos recuerda el serio señor de Brantome.

Pero basta de erudiciones profanas, que no necesitamos de ellas para escusar a don Guillermo Livings ton por haberse anublado alguna vez en aventuras nocturnas. Mr. Livingston, a quien ya conocemos de vista, era ántes de ser embrujado un hombre formal a las derechas. Cajero de una casa de comercio

de Valparaiso, tenia hácia sus veinticuatro años tanto aplomo como un hombre de ochenta. A las cuatro de la tarde terminaba sus tareas i se instalaba en el hotel de Francia, donde comia sin hablar con nadie i sin beber una gota de vino. Concluida esta segunda faena, se acampaba en el meson a platicar con madama Ferran i a tomar café hasta las ocho, hora en que se retiraba a su cuarto a leer i a dormir.

Pero un dia de esos hubo una linda almendralina que tuvo bastantes atractivos para arrancar algunas chispas eléctricas del helado corazon de nuestro conocido, i ya desde entónces se alteró un tanto su ríjido método de vida. Madama Ferran fué quedando poco a poco privada de aquellas sabrosas conversaciones de la tardecita, i la arenosa calle del Almendral contó un paseante mas, que como todos hacia su vuelta al Puerto mas que de prisa al anochecer.

Andando el tiempo, se estrecharon tambien las relaciones de Mr. Livingston con la almendralina, i su amor llegó naturalmente i por sus pasos contados, al periodo de la cristalizacion, periodo crítico en el cual está espuesto un amante ingles, mas que ningun otro, a perder la chaveta. Afortunadamente nuestro amigo no alcanzó a perderla, pues no alcanzó a salir de sus casillas mas que una sola vez.

I esa fué con ocasion de una cita. La bella almen

dralina, a pesar de que se llamaba Julia, habia sido no solo parca, sino pertinaz en no conceder a su̟ enamorado, no digamos un favor, ni tan siquiera un dedo de sus blancas manos, para consuelo. Esto habia traido mui intrigado a don Guillermo, pues habiendo aprendido en sus estudios históricos que el

emperador Severo habia perdonado a su infiel consorte solo porque se llamaba Julia, hallando mui natural que lo fuese una mujer de este nombre, el ingles comenzaba a dudar de la esperiencia del emperador, puesto que hallaba una Julia que parecia Lucrecia. Para salir de sus dudas i aprensiones, tomó la linea recta de todos los enamorados, procurándose una entrevista a la media noche. Durante muchos dias atacó en este sentido su inespugnable fortaleza, i al fin hubo de conseguir lo que tanto apetecia: Julia habia consentido en esperar a nuestro amigo en el huerto de su casa a las doce de una noche de verano, que para mayor fortuna era oscura.

Don Guillermo principió su tocador esa noche a las ocho, habiendo comprado en el dia por primera vez en su vida algunos perfumes que le costaron bien caros, tales como jabon de almendra, opiata i agua de la banda de cincuenta grados. A las once, despues de mil interrupciones, durante las cuales tuvo el enamorado brillantes ilusiones, ardientes soliloquios i no pocos ardientes suspiros, el tocador estaba concluido, i Mr. Livingston quedó de punta en blanco, aunque con fraque negro i guantes de castor verdes, que estaban mui en moda en el año de gracia de 1828.

Entónces Mr. Livingston pensó en su seguridad personal, sabiendo que no era mui prudente arriesgarse por aquellas calles oscuras a ninguna hora de la noche, sin llevar armas que aumentasen la fuerza del transeunte nocturno. Un par de cachorritos de bolsillo, bien cargados a bala, formaban el arsenal del ingles: no se conocia entonces la invencion de Colt, i era preciso limitarse a dos tiros, fiando lo demas a la Providencia.

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Ya está nuestro aventurero en la calle a picos pardos. El corazon le latia con violencia i las piernas le flaqueaban, sin embargo de que no tenia que andar ménos de veinte cuadras para llegar al paraiso donde dėbia tentar a la primera Julia de este mundo que, en su concepto, habia necesitado de tentaciones.

Habia una profunda tranquilidad, i el triste silencio de la noche solo era interrumpido por el leve ruido que se prolongaba en toda la playa al impulso de la mansa resaca de un mar apacible. No se oia ni sentia nada en las calles, i don Guillermo pisaba despacito, como si hubiera temido alterar el sueño de la ciudad con el sonido de sus botas.

VI.

En la puerta del horno se quema el pan.

Nuestro ingles habia ya tomado viento. Desvanecidas las primeras impresiones que le causaran la soledad i el silencio de la calle, marchaba con rapidez i seguridad, como por un terreno conocido, i con la confianza, o mejor dicho, con el descuido que es natural en el que va entregado a su pensar.

En ese momento discurria Mr. Livingston que el emperador Severo podia haber tenido mucha razon, i se le hacia viva la parada; pues se imajinaba encontrar una Julia, que aunque no era como la romana, por no tener un marido emperador, podia ser de la propia naturaleza que aquel atribuia a todas las que responden a tan dulce nombre.

Cuando mas le halagaba esta ilusion, llegó a aquel paraje donde el mar estendia sus espumas casi hasta el cerro; i por no humedecerse las plantas o por conservar el lustre de sus botas, se inclinó a la derecha, rozándose con el morro de la Cueva del Chibato; i al darle vuelta, recibió en el pecho un golpe violento que le hizo saltar hácia atras como cuatro varas. Si Mr. Livingston hubiera sido ménos fuerte i no tan ájil, seguramente babria quedado tendido exánime, al recibir tan feroz topetada.

Un instante le bastó para recobrarse de la sorpresa

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