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miento de iglesia, de palacio, ó de camino, conducho forzado, y en demandas sobre términos.

En toda demanda que se hiciera ante el alcalde de la casa del rey, si el mandado no comparecia dentro de tres dias, podia el alcalde prenderle cuanto ganado tuviese; meterlo en un corral sin darle de comer, y no bastando este apremio, apoderarse de cuanto encontrára, y entregar al actor el valor de su demanda.

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Tanto el actor como el reo demandado podian nombrar vo→ cero ó procurador, cuyo nombramiento debia hacerse delante del alcalde, á no ser que los litigantes se encontráran fuera del lugar en donde residia el juez, en cuyo caso debian hacer constar su nombramiento por testigos ó por carta sellada con el sello de los alcaldes del lugar de su residencia, y en su defecto con el de algun rico-hombre ó abad.

A la demanda seguia la citacion para comparecer ante el juez en cierto dia y hora; y faltando á ella el demandado podia exigirle el alcalde cinco sueldos, y sellarle las puertas de su casaj con cuya diligencia quedaba obligado á pagar al actor todas las enguerras ó gastos que sufriera por su morosidad en la con

testacion.

Continúa el libro III del Fuero viejo hablando de las pruebas, plazos para alegar las partes sus defensas, juicios ejecuti vos, fianzas y prendas.

El hidalgo acreedor de otro, no pagándole este á los plazos estipulados, podia de su propia autoridad, y sin decreto judicial, prenderle solariegos y bestias, y no darles de comer, ni de beber aunque se murieran de hambre.

El libro IV trata de las compras y ventas, y de los arrendamientos de las heredades, prescripciones, labores de los molinos y uso de las guas.

Los censos ó rentas en que se arrendaban las tierras solian ser una tercia ó cuarta parte de los frutos, segun puede colegirse de la ley III, tít. III.

El libro V contiene las leyes sobre las arras, donadíos del hombre á la mujer, particion de las mejoras ó gananciales, y de las demás herencias.

En arras podia dar el marido á su mujer el tércio de todo su heredamiento, y disfrutarlo esta toda su vida quedando viuda, además de los bienes que hubiese aportado al matrimonio, y la mitad de los gananciales.

La ley II del tít. I de este libro V es muy notable. «Esto, dice, es fuero de Castiella antiguamente; que todo fijo-dalgo pueda dar á sua muger donadío á la hora del casamiento, ante que sean jurados, habiendo fijos de otra muger, ó non los habiendo; é el donadío que puede dar es este: una piel de abortones, que sea muy grande, é muy larga, é debe aver en ella tres sanefas de oro, é cuando fuer fecha debe ser tan larga, que pue

da un caballero armado entrar por la una manga, é salir por la otra; é una mula ensillada é enfrenada, é un vaso de plata, é unä mora; y á esta piel dicen abés: E esto solian usar antiguamente é despues de esta usaron en Castiella de poner una cuantía á este donadío, é pusiéronle en cuantía de mil maravedís.»

Continúa el Fuero viejo hablando de las herencias: todo hidalgo mañero, ó sin sucesion, podia disponer absolutamente dé sus bienes estando sano; pero cayendo en enfermedad mortal no podia testar mas que del quinto en favor de su alma, siendo herederos forzosos de todos los demás sus hermanos y parientes mas cercanos, con la condicion de que los patrimoniales volvieran al tronco de donde los había adquirido.

Los monges y monjas estaban escluidos de la herencia de los parientes mañeros; y aun los bienes paternos solamente los heredaban en usufruto, y con reversivilidad á sus parientes despues de su muerte...

Por entonces todavía no se habian introducido en la législacion española las doctrinas de la jurisprudencia ultramontana, que reputaba á los monges por hijos de los monasterios, y por › consiguiente á estos por herederos forzosos de todos sus bienes, como los padres naturales lo eran de sus hijos legítimos.

Los hidalgos no podian mejorar á ninguno de sus hijos. Lo mas que podian hacer era dejar el caballo y armas de su cuerpo al mayor, para continuar en el servicio que hacia su padre.

Muertos los padres, continuaban los hijos formando una sola familia y pagando un solo pecho de moneda y marzadga, pero separados de la comun cohabitacion por casamiento ú otra causa; llegando sus bienes diez sueldos, cada uno debia pagar su pecho.

La moneda que despues se llamó forera, consistia, como ya se ha dicho, en una capitacion de siete en siete años en la forma que se refiere en el tít. XXXIII, lib. IX de la Nueva Res copilacion.

El pecho marzal, que tambien se llamó marzadga, era la contribucion de un tanto por ciento del valor de todos los bienes muebles y raices, la cual no era igual en todas partes. En Madrid se pagaba de 30 uno, ó poco mas de un tres por ciento (1). En Ocaña, quien tuviera de sesenta maravedísi arriba, debia pagar cuatro. Y á los que no llegaban á dicha cantidad se les rebajaba el pecho hasta solo la cuarta parte de un maravedí los que no pasaran de veinte (2). En Burgos lo redujo San Fernando á 300 aureos por toda la ciudad (3).

Ninguna doucella podia casarse sin el consentimiento de

(1) Fuero de Madrid, en el Apéndice a las Memorias de S. Fernando, página 334.

(2) Ibid., pág. 528.

f Ibid., pág. 253.

sus padres, hermanos ó parientes mas inmediatos, bajo la pena de esheredacion.

A los hijos que tenian los nobles en las barraganas podian declararlos hijos-dalgo, y dejarlos por herederos de todos sus bienes, menos de monasterios y fortalezas.

CAPITULO XIII.

Variaciones en las leyes fundamentales sobre la sucesion de la

corona.

Las noticias que he presentado de los fueros as notables manifiestan bien palpablemente las grandes novedades que se iban introduciendo en la edad media en la legislacion primitiva de la monarquía española; pero todavía se comprenderán mas bien con algunas otras observaciones sobre las variaciones que tuvieron sus leyes mas fundamentales sobre la sucesion de la corona, sobre los privilegios de la nobleza, y sobre los derechos del pueblo.

Destruida la monarquía goda, continuó en el territorio cristiano por algun tiempo el mismo sistema de sucesión de la corona que antes se habia observado. No han faltado jurisconsultos que creyeran que D. Pelayo la convirtió en hereditaria. Pero el marqués de Mondejar probó muy bien que ningun rey anterior á D. Ramiro I la poseyó, sino por eleccion, y que si algunos de sus hijos sucedieron á sus padres, fué porque estos con su política pudieron mover á los grandes á que los admitieran y juráran por príncipes herederos.

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«Por este mismo medio, dice, de que se valieron así algunos predecesores de D. Pelayo, como él mismo, para asegurar la corona en su hijo, de la manera tambien que otros que despues de él reinaron, para que la obtuviesen sin contingencia los suyos, procedió en mi sentir el que D. Ramiro, I procurase eligiesen antes de su muerte á su hijo D. Ordoño; desde cuando se considera hereditaria en todos sus descendientes, por haber procurado contínuamente los padres fuesen electos sus hijos, reduciéndose poco a poco aquel derecho de la eleccion, invariable hasta entonces, á la forma de la jura y homenaje que en su lugar se introdujo, mas como sombra de aquel primitivo derecho que mantenian los vasallos para elegir por su arbitrio príncipe, que porque permaneciese en ellos otro ninguno para oponerse à la sucesion hereditaria, radicada con la práctica de tantos siglos, y con la rendida obediencia de los mismos súbditos que por su medio la cedieron en su soberano; sin que parezca pueda tener otro orígen esta costumbre de jurarlos en vida de sus padres, que permanece observada y espresa en los escrito

res por espacio de cinco siglos, desde que como advierten, así el arzobispo D. Rodrigo, como el rey D. Alonso el Sábio, se habia ejecutado en favor de la reina Doña Berenguela, luego que nació, por no hallarse con otro hijo el rey D. Alonso el Noble, su padre, á los principios del siglo XIII, á que pertenece (1). »

Es creible que en aquella novedad tan esencial del derecho público español tuvo algun influjo el ejemplo de la Francia. Los papas habian hecho hereditaria la corona de aquella monarquía en la familia de Pipino, y coronado por emperador á Carlo Magno. Una sobrina de este casó con don Alonso III, llamado tambien el Magno (2), hijo de D. Ordoño, y nieto de D. Ramiro. Se sabe que D. Alonso envió una embajada al papa Juan VIII, de cuyas resultas y por consejo de Carlo Magno se celebró el concilio de Oviedo, el año 873 (3).

Es, pués, muy verosimil que si no fué aquel concilio el primer fundamento de la sucesion hereditaria de la corona ó coronas españolas, las dos cortes romana y francesa influirían mucho en la consolidacion de aquel nuevo sistema ó modo de adquirirla.

En el siglo XI los papas intentaron agregar al llamado patrimonio de San Pedro toda esta península, y hacer á sus reyes feudatarios de la Santa Sede. «Creo, decia S. Gregorio VII en una carta dirigida á todos los españoles, no ignorais que el reino de España fué antiguamente del patrimonio de San Pedro, y que aunque haya sido ocupado por los paganos largo tiempo, en justicia no pertenece á ningun mortal, sino á la silla apostólica: porque lo que Dios ha dispuesto que entre una vez en la propiedad de la Iglesia justamente, mientras viva, aunque por abuso haya sido despojada en algun tiempo, sin una dominacion legítima, ya no puede separarse de su dominio,

a

>>El conde Ebulo de Roccei, cuya fama juzgamos no os será desconocida, deseando hacer conquistas en esa tierra, honor de S. Pedro, ha obtenido de la silla apostólica que pueda poseer á nombre de S. Pedro las que llegue á adquirir por su valor y el de los que quieran auxiliarle, bajo ciertas condiciones en que nos hemos convenido. Si alguno de vosotros quisiere acompañarle en tal empresa, hágalo con toda caridad, á honra de S. Pedro, bien seguro de que recibirá los premios que merezca. Pero si alguno de vosotros, y separado de dicho conde quisiere entrar á sus espensas propias en dichas tierras, conviene que se proponga la devocion y firme propósito de no hacer á S. Pedro las injurias que los infieles que actualmente las ocupan; en la inteligencia de que no obligándose á pagar los

(1) Memorias bistóricas del rey D. Alonso el Sábio, lib. V, cap. 25. (2) Crón, de Sampiro, en el tomo XIV de la España Sagrada. (3) Aguirre, Collec. max. concil. Hisp., tomo IV, pag. 357. Véase el c. 2.

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derechos correspondientes á S. Pedro en aquel reino, lejos de aprobar tales conquistas, os las prohibimos con toda la autoridad apostólica, no permitiendo que la Iglesia, madre universal, reciba de sus hijos los mismos insultos que está sufriendo de sus enemigos; para todo lo cual hemos enviado á aquellas partes á nuestro amado hijo el cardenal Hugo, de cuya boca oireis con mas extension nuestros consejos y nuestros decretos (1).

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Hé aquí un lijero rasgo de la política con que la corte de Roma fué introduciendo en esta península su nueva jurispru-, dencia y amplificando sus derechos temporales. ¿Dónde existió el supuesto patrimonio de S. Pedro, hasta que en el siglo VIII apareció la fingida donacion de Constantino, como se fingieron otras muchas escrituras para estender ilimitadamente los derechos, temporales de la Santa Sede? ¿En qué instrumento fidedigno se fundaba la pertenencia de esta península, ni de las tierras ocupadas por los moros al dominio, de los papas? Ni¿cómo podian estos impedir ó gravar la libertad de los españoles, cuyo valor y religiosidad intentaran su conquista?

Los españoles de aquellos tiempos, aunque no tan ilustrados como los de estos últimos, y aunque muy católicos, muy devotos de S. Pedro, y muy obedientes á la Santa Sede, no fueron tan estúpidos que creyeran los presupuestos y alegatos de. aquel Papa y si el cardenal Hugo, que realmente vino á España, entre sus instrucciones trajo aquella comision, toda su pericia diplomática no fué suficiente para realizarla.

Aun la ceremonia de la consagracion y uncion acostumbrada en la monarquía goda, tuvo tambien sus alteraciones, como puede comprenderse por lo que refiere el P. Abarca, jesuita, en sus Anales de Aragon. « Ni pareció, dice, la menor fiesta para los envidiosos y políticos la infeliz pretension de D. Pedro de Luna, arzobispo de Zaragoza, y primer ministro del rey D. Pedro IV, al cual pidió que honrase su iglesia y el templo del Salvador, recibiendo la corona de su mano. La súplica pareció al rey y al consejo muy digna y natural, hasta que D. Ot de Moncada imprimió al rey los escrúpulos de tomar de eclesiásticos la corona. ¿Despreciamos, dijo, los peligros de esta inadvertida prescripcion de tan sincera piedad? ¿Cuáles y cuántos se lloraron en el reinado del Sr. D. Pedro el Grande, bisabuelo vuestro, contra quien el Papa Martino IV pronunció aquella perniciosa sentencia de privacion de la corona, por las contiendas del reino de Sicilia, tomando ocasion de la religiosa y apresurada piedad del rey D. Pedro, abuelo del Grande, que en las fiestas romanas de su coronacion puso á los pies de S. Pedro, y en manos de Inocencio III la corona, y quiso recibirla de ellas?» Así habló D. Ot de Moncada; y fué bien creido

(1) Aguirre, en el mismo tomo.

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