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En julio de 1777, el viajero se hallaba en Madrid, capital de medio mundo.

Durante su permanencia en España procuró verlo i estudiarlo todo.

Tengo a la vista algunas pájinas de un diario bastante desaliñado en que Salas iba consignando al correr de la pluma sus observaciones.

Aparece de él que visitó todas las iglesias i monasterios, i se prosternó delante de todas las reliquias i objetos santos, i cuidó de tocar su rosario con las mas venerables; pero juntamente resulta que asistió a los paseos, a los banquetes, a las corridas de toros, a las representaciones de comedias, en una palabra, a toda especie de fiestas.

Pero, en fin, las mencionadas eran las ocupaciones de un viajero, i particularmente de un provinciano de América, que se paseaba por la corte.

Son otros hechos apuntados en el diario los que revelan la superioridad de su espíritu.

Recorrió con atención todos los establecimientos útiles que podían servir a la comodidad del hombre, como, por ejemplo, las fábricas, i en especial, las de tapices, de cristales, de anteojos.

Fue a examinar con la mayor curiosidad un almacén de tocino.

Fijó una particular atención en una bomba, con la cual vio apagar el incendio de la casa de un noble español.

Asistió a un hospital para presenciar la autopsia de un cadáver.

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El diario de Salas descubre que su autor era un realista sincero i fervoroso.

Salas anota, en su cuaderno (que no estaba destinado a ver la luz pública) las menores incidencias de la familia real de que tenía noticia, con el mismo interés, o mejor dicho devoción, que sus visitas a los templos i su inspección de relicarios.

Ha cuidado aún de mencionar dos grandes honores que tuvo la felicidad de recibir.

El 30 de mayo de 1778, día de San Fernando, fue admitido a besar las augustas manos de las personas reales.

El 25 de diciembre del mismo año, vio comer al rei.

Sin embargo, aquel fidelísimo vasallo había de volver a Chile a fomentar, sin advertirlo i sin quererlo, el espíritu revolucionario.

Cierta ocasión don Manuel de Salas entro en una librería donde trabó larga i sabrosa plática con un eclesiástico que en ella estaba.

Habiendo sabido el sacerdote que su interlocutor venía de Chile, le hizo minuciosas preguntas sobre la naturaleza de esta comarca i las costumbres de sus habitantes.

Cuando el relijioso se retiró de la tienda, Salas supo por el librero que aquel sujeto tan deseoso de instruírse sobre cosas de América era el padre Fe

lipe Scío de San Miguel, el mismo a quien don Manuel de Roda, ministro de gracia i justicia de Carlos III, comisionó en 1780 por orden del monarca para verter al castellano la Biblia, el mismo que fue después preceptor del príncipe de Asturias Fernando VII, a quien dedicó su espléndida traducción.

Don Manuel de Salas aprovechó esta casual entrevista para visitar al sabio prelado, quien le trató con benevolencia i le prestó buenos oficios en las varias jestiones que el joven traía entre manos.

Es claro que, ante todo i sobre todo, don Manuel de Salas se esforzó por cumplir el encargo que su padre le había confiado de desvanecer las prevenciones que el gobierno español manifestaba en contra de éste.

No era fácil.

Don José Perfecto de Salas tenía numerosos enemigos.

Había sido el confidente íntimo de don Manuel de Amat i Junient aún en los asuntos mas reservados i recónditos.

Un hecho va a poner de relieve su privanza.

El 20 de agosto de 1767, a eso de las diez de la mañana, entró en el palacio de los virreyes un oficial cubierto de polvo que había venido por tierra

desde Buenos Aires a Lima con un pliego cuidadosamente atado, lacrado i sellado.

Abierto el paquete, Amat encontró que contenía la orden de la espulsión de los jesuítas i dos instrucciones relativas al método con que debía efectuarse.

Pues bien, ese secreto de estado, en que andaba mezclada la relijión con la política, i en que se interesaban millones de individuos en ambos mundos, solo fue sabido en Lima por el virrei Amat, el secretario de sus cartas don Antonio Eléspuru, a quien se hizo jurar un sijilo profundo bajo pena de la vida, i don José Perfecto de Salas.

Sin embargo, algún tiempo después, el imperioso virrei riñó con su asesor, no sé por qué motivo.

El jenio terco i displicente del antiguo comandante de los Dragones de Sagunto se había agriado con la edad i con la gota.

Don José Perfecto de Salas dimitió su empleo.
Se le admitió en el acto la renuncia.

Don José Perfecto de Salas quiso restituirse a Chile para reasumir la fiscalía, cuya propiedad conservaba.

Se le negó permiso para ello, mientras no se le tomase residencia.

La lucha entre los dos potentados fue a cuchilladas por la espalda: lucha de cortesanos, lucha de

lenguas.

El virrei atacó a su asesor de manejos torticeros en el desempeño de su cargo.

Le acusó de haber espedido informes por dinero.

Los secuaces de Amat callejeaban sus imputaciones en América i en España.

Mientras tanto, los partidarios de la Compañía de Jesús aprovechaban la coyuntura para acabar de desollar a un individuo que había tenido una participación activa en la ejecución del decreto que espulsaba a los jesuítas de los dominios españoles.

La situación del perseguido caballero mejoró algún tanto con la caída de su encarnizado enemigo. Don Manuel de Amat i Junient fue reemplazado en el virreinato del Perú por don Manuel Guirior.

Una real orden fechada el 4 de agosto de 1774 permitió que Salas reasumiese su plaza de fiscal en la audiencia de Chile.

Aquella bonanza duró poco: un lijero escampo en una larga lluvia.

La corte de Madrid quería que don José Perfecto de Salas no morase en América.

Le consideraba hombre peligroso, capaz de perturbar la tranquilidad secular de la comarca donde residiese en aquella apartada rejión.

Se le suponía individuo de trastienda, riquísimo, ambicioso, aficionado a la intriga.

Temióse que emplease su influencia en contra de la metrópoli.

A toda costa, urjía arrancarle del centro de sus recursos i relaciones.

Con este objeto, el ministro don José de Gálvez le nombró oidor de la audiencia de Cádiz, i dispuso

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