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Sin embargo, el caudaloso río que dividía a los unos de los otros no tenía vado.

Salazar no podía contener la impaciencia; ya le parecía que aquella multitud de piezas se le iba a escapar de las manos.

Se le hacía tarde el asegurarlas bajo una buena custodia.

Aquella muchedumbre de indios valía un caudal. Apresuradamente, mandó echar sobre el río un puente de sogas, sobre las cuales pusieron bejucos i totora para formar una especie de balsas.

La tal construcción no podía ser mas endeble.

Sin embargo, el maestre de campo dió la orden de que la tropa se apresurase a pasar, para comenzar cuánto antes la caza de indios.

Algunos oficiales le representaron los serios peligros que ofrecía el movimiento.

Sin querer oírlos, Salazar se mantuvo firme en que se cumpliese lo que había mandado.

Como los soldados conocían mui bien el peligro cierto a que iban a esponerse, los mas de ellos, antes de emprender la dificultosa operación, se confesaron i se prepararon a morir cual correspondía a buenos cristianos.

Principiaron a pasar con mucho tiento i maña.

Los primeros salieron bien; pero en la ribera los cuncos los recibieron en las puntas de las lanzas, i abrumándolos con el número, los fueron, o forzándolos a arrojarse al río, o hiriéndolos, o matándolos, sin que los asaltantes pudieran ser socorridos por los suyos.

De este modo perecieron unos cien españoles i mas de treinta indios amigos.

Mientras tanto, segun se había previsto, el mal construído puente se rompió de repente con el peso de los transeuntes, precipitando al agua a todos aquellos que en aquel momento iban pasando por él.

Esta catástrofe acabó de introducir la confusión entre los españoles.

El maestre de campo, que había presenciado, sin poder evitarla, la pérdida de muchos de sus soldados, tuvo que emprender la retirada para salvar los restos de su ejército; i pudo llegar a Concepción sin haber sido hostilizado por los indios del tránsito, que seguían manifestándose pacíficos.

VI

La indignación pública por tan grande desastre fué tan profunda, que Acuña i Cabrera se vió forzado a mandar enjuiciar a su cuñado, sobre quien se hacía pesar toda la responsabilidad del descalabro; pero el proceso fué una pura fórmula.

Don Juan de Salazar salió, no solo absuelto, sino glorificado.

Se hizo mas todavía.

Habiéndose determinado llevar al cabo una nueva espedición contra los cuncos, se encargó la dirección de ella al derrotado de Río Bueno.

· Parece escusado advertir que este nombramiento causó el mayor desagrado.

El 6 de febrero de 1655, partió don Juan de Salazar a la cabeza de cuatrocientos españoles i de gran número de indios ausiliares para ir a castigar a los

cuncos, o mejor dicho, para ir a vengarse de la pasada derrota.

Por el camino, con arreglo a instrucciones que había recibido, se le incorporó el gobernador de la plaza de Boroa, don Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, el autor del Cautiverio Feliz, con una parte de la guarnición.

Desde antes de abrirse la campaña, había principiado a correr el rumor de que los araucanos preparaban un alzamiento jeneral; pero tan pronto como Salazar hubo comenzado su marcha, estas voces cobraron mas fuerza.

Los indicios de que los araucanos disponían un gran golpe se multiplicaron, i fueron mui vehementes.

Sin embargo, el presidente, don Antonio Acuña i Cabrera, que a la sazón residía en Concepción, se negaba tenazmente a admitir la posibilidad de que aquello pudiera suceder.

Pero fueron tantos i tan autorizados los avisos que recibió, i tanto lo que se le representó sobre el particular, que tomó la resolución de ir con alguna tropa de infantería a situarse en la plaza de Buena Esperanza, como posición favorable para evitar o reprimir cualquiera intentona de rebelión.

Llegó a aquel lugar en la noche del 12 de febrero de 1655; i no mas tarde que el 14 del mismo mes, estalló el terrible alzamiento que se estaba anunciando, i que el presidente no había creído posible.

La sublevación fué jeneral e instantánea; i se efectuó no solo en la tierra de Arauco, sino también en el te rritorio comprendido entre el Biobío i el Maule.

Los indios se precipitaron al mismo tiempo sobre la mayor parte de las estancias situadas entre los dos ríos

mencionados (trescientas noventa i seis, según unos; i cuatrocientas sesenta i dos, según otros); i las saquearon completamente.

Las pérdidas se avaluaron en ocho millones de pe

SOS.

Todavía fueron «mayores las de vidas, honra i libertad, agrega el maestre de campo don Pedro de Córdoba i Figueroa, pues aprisionaron a muchas personas de uno i otro sexo, i algunas de ilustre nacimiento, que pudiéramos mencionar; mas no es razón el violar con el recuerdo el pudor de su sexo: baste el que ha de ser de esta desgracia la bastarda projenie que hoi subsiste» (I).

Todos los fuertes que los españoles habían levantado en territorio araucano fueron asaltados simultáneamente; i casi todos ellos, después de una resistencia mayor o menor, tuvieron que ser abandonados.

Merece una especial mención lo que sucedió en el de Nacimiento.

Mandaba allí el sarjento mayor don José de Salazar. El fuerte o plaza de Nacimiento se levantaba en la confluencia de los ríos Vergara i Biobío.

Los indios lo atacaron en varias ocasiones, pero fueron rechazados.

Sin embargo, viendo el sarjento mayor que el enemigo no se desalentaba, i que el se iba encontrando mui escaso de víveres i municiones, determinó retirarse a Concepción por el río en unas malas embarcacio

nes.

Muchos le reprobaron este plan, representándole que a causa de la estación, había poca agua, i por lo mis

(1) Córdoba i Figueroa, Historia de Chile, libro 5, capítulo 13,

mo la navegación era mui dificultosa; pero Salazar no quiso ceder.

Los soldados de la guarnición, con las mujeres i los niños, se acomodaron como pudieron en unas lanchas i confiaron su salvación a la corriente del río.

Los indios, que notaron el movimiento, se pusieron a seguirlos por ambas riberas, en número de mas de cuatro mil.

Mientras tanto, las embarcaciones iban encallando a cada paso.

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Don José de Salazar no tardó en adquirir el acongojador convencimiento de que era indispensable alijarlas para que pudiesen continuar.

Tomó entonces la cruel resolución de echar a la ribera a las mujeres i los niños, entregándolos al furor de los indios.

Cualquiera puede imajinarse la terrible escena que entonces ocurrió.

Los soldados de Salazar recibieron el castigo de ver desde sus embarcaciones a los bárbaros apoderarse de todos aquellos desdichados, i de escuchar sus llantos i clamores.

«Oímos este caso a uno de estos infelices venturoso, a quien espulsaron con su madre», dice el cronista Córdoba i Figueroa.

Lo peor fué que aquel inhumano sacrificio resultó inútil.

De tropiezo en tropiezo, siguieron las embarcaciones hasta Santa Juana, donde encallaron definitivamente.

Viéndolas inmóviles, los indios las abordaron a caballo por la derecha i por la izquierda.

Trabóse entonces una lucha desesperada cuerpo a

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