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manera de espresar lo numerosos que eran aquellos repartimientos.

Dejó el gobernador Valdidia para sí, i para los que pudiesen venir de España casi todos los indios de la jurisdicción de la ciudad que fundó con su nombre, los cuales, según el lenguaje indudablemente harto hiperbólico de los cronistas, llegaban a quinientos mil en el espacio de diez leguas (1).

II

Valdivia encarece mucho en sus cartas a Carlos V el esmero que había desplegado para el buen tratamiento i conversión de los naturales. Llegó aun a decirle en la que le escribió el 26 de octubre de 1552, que la tierra de Chile llevaba en esto la ventaja «a todas cuantas habían sido descubiertas, conquistadas i pobladas hasta entonces en Indias». Ya antes, en la que le dirijió el 4 de septiembre de 1545, le aseguraba que él i sus compañeros miraban a los yanaconas empleados en las minas como a hermanos «por haberlos hallado en sus necesidades por tales»; i que a fin de no fatigarlos mientras estaban trabajando, ellos mismos les acarreaban a caballo la comida.

Bien pudo ser así; pero si hemos de atenernos al testimonio de otros contemporáneos, el tratamiento fraternal de que se alababa Valdivia no tenía nada de envidiable.

(1) Valdivia, Carta a Carlos V. fecha 4 de setiembre de 1545.-Góngora Marmolejo, Historia de Chile, capítulo 13.-Mariño de Lovera, Crónica del reino de Chile, libro 1.o, capítulos 38 i 39, libro 2, capítulo 24.

Valdivia i sus soldados comenzaron por tomar indios para obligarlos a que les construyesen habitaciones, i a que cultivasen en su provecho los campos, o les proporcionasen bastimentos.

Los forzaron además a que les sirviesen de domésticos.

Se pudo ver entonces a los hijos de los caciques. principales ocupados en el cuidado de los caballos i en el aseo de las caballerizas.

I todo se les exijía con el mayor rigor i a fuerza de golpes.

Las tareas mencionadas no eran las peores.

Lo terrible fué la esplotación de los lavaderos de oro. Se sabe que el suelo de Chile es casi todo aurífero; mas la cantidad del precioso metal que contiene es tan reducida, que no da para pagar los gastos i los jornales.

Sin embargo, los conquistadores sacaron injentes su

mas.

¿Cómo?

De un modo mui sencillo.

No pagaban un centavo a los indios a quienes hacían trabajar hasta morir.

«Cada peso, decía Pedro de Valdivia, hablando de las fatigas i penalidades de la conquista de Chile, nos cuenta cien gotas de sangre i doscientas de sudor.»>

Pedro el ilustre conquistador se olvidó de calcular cuántas de sangre i cuántas de sudor costaba a los indíjenas.

Lo que hai de cierto es que los indios dejaban en el el trabajo, no solo el sudor i la sangre, sino también la vida.

Uno de los cronistas primitivos, el capitán don Pe

dro Mariño de Lovera, hace decir, entre otras cosas, a Valdivia al recibir la sumisión del cacique Michimalonco:

«No penséis que hemos venido acá por vuestro oro; nuestro emperador, un mui gran señor, tiene tan cuantioso tesoro, que no cabe en esta plaza (la de Santiago).

Hemos venido para instruiros en el conocimiento del Dios verdadero, i libertaros del demonio, a quien adoráis.

Pero por lo mismo, nos habéis de servir i dar de comer, i lo que mas os pidiéremos de lo que hai en vuestras tierras, sin detrimento de vuestra salud i sustento, ni disminución alguna; i nos habéis de dar jente bastante que saque oro de vuestras minas, como lo sacábades para tributar al rei del Perú.>>

I en efecto, echaron a la esplotación de los lavaderos cuadrillas, no sólo de hombres, sino también de mujeres; sin atender a que la edad fuese mucha o poca; i los hacían trabajar a todos sin compasión, «a puros azotes».

Yo testifico, dice un autor contemporáneo, haber visto a estas infelices de quince a veinte años la var el oro revueltas con los hombres, i metidas en el agua todo el dia, i durante el invierno helándose de frío, i llorando, i aun muchas con dolores i enfermedades que tenían, i aun cuando no entraban con ellas, las sacaban ordinariamente de allí.

El gobernador Valdivia no quiso al principio permitir el trabajo de las mujeres en los lavaderos; pero luego lo toleró, i dicho trabajo llegó a hacerse jeneral.

Rodrigo de Quiroga, por ejemplo, tenía empleados en las minas Margamarga seiscientos indios de su re

partimiento, hombres i mujeres, todos mozos de quince a veinticinco años, los cuales se ocupaban en lavar oro ocho meses del año, escapándose de hacerlo también en los cuatro restantes, por no haber agua en el

verano.

Quiroga llegó a ser de este modo tan rico, que se aseguró una renta anual de treinta mil pesos, que en los últimos años de su vida invertía en limosnas.

Entre otras obras pías suyas, se cuenta la distribución que hacía a los pobres de ocho a doce mil hanegas de pan.

I obró bien buscando en la práctica de la caridad un descargo a su conciencia, pues su encomienda, como todas las demás, había sido una sentina de vicios i un cementerio de indíjenas.

El réjimen establecido en la encomienda de Quiroga, como en todas las otras, dice un cronista, redundaba «en notabilísimo detrimento de los cuerpos i almas de los desventurados naturales, porque hombres i mujeres de tal edad, que toda es fuego, todos revueltos en el agua hasta la rodilla, bien se puede presumir que ni toda era agua limpia, ni el fuego dejaba de encenderse en ella, ni el lavar oro era el lavar las almas, ni finalmente era oro todo lo que relucía».

El mismo autor añade que era mui poco el cuidado que los conquistadores tenían para instruir a los indios en la lei de Jesucristo i en las buenas costumbres, a pesar de ser aquél el título que hacían valer para la conquista; i que antes por el contrario, en lugar de esto, sobresalían en darles malos ejemplos, «i en enseñarles maneras de pecar que ellos no sabían, como era jurar, i hacer injusticias, i negaciones; i sacar las mujeres del poder de sus maridos, i ser ministros de mal

dades, sirviéndose los españoles de los yanaconas para sus manejos deshonestos, ultra de otras muchas cosas, que se verán i juzgarán el día del juicio universal».

Lo estraño es, concluye diciendo el cronista citado <que no llueva fuego del cielo sobre noso

tros».

I no vaya a pensarse que el caudal de Rodrigo de Quiroga fuese una excepción.

Nó; había varios a quienes sus encomiendas les producían mas o menos lo mismo.

Estas riquezas estupendas estraídas de las pobrísi mas tierras auríferas de Chile son la prueba mas convincente que pudiera aducirse del rigor inhumano i feroz con que se obligada a los infelices indios a que, a costa de un trabajo excesivo, a costa de la vida, sacaran hasta la mas pequeña pepita de oro que se ocultaba entre los granos de polvo.

Según un cronista, a Rodrigo de Quiroga le produjo la encomienda de su mujer, doña Inés de Suárez, mas de cuatrocientos mil pesos en treinta i dos años de matrimonio.

I para que se comprenda mejor la espantosa significación del hecho, adviértase que los naturales trabajaban con instrumentos, no de hierro, sino de cobre.

III

Estos crudelísimos tratamientos disminuyeron sobre manera en pocos años la población indíjena.

Todos los testimonios primitivos están conformes acerca de este punto.

Voi a citar algunos, declarando que en mi concepto

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