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Sabian que los defensores de la ciudad eran mui escasos, i que no podrian impedir el que las casas de madera i paja fuesen mui luego incendiadas. De este modo, los españoles se verian forzados a pelear, o en campo raso, o en medio de las llamas.

Lo único que imponia susto a los indíjenas era aquel guerrero del caballo blanco que cabalgaba por los aires, i que los habia desbaratado en la última batalla.

Michimalonco habia encargado, pues, a su teniente que cuidara de enviar adelante espías que mirasen atentamente si estaba en la ciudad aquel prodijioso adalid.

Como éstos no hubieran descubierto nada que se le asemejase, los indios habian emprendido el asalto con una furia espantosa.

El capitan Alonso de Monroi, que en la ausencia de Valdivia habia quedado a cargo de la ciudad, solo tenia disponibles treinta i dos jinetes i diez i ocho infantes.

Tenia todavía a uno de los capellanes de la espedicion, el clérigo Juan Lobo, mas soldado que sacerdote, el cual, al decir del cronista Góngora Marmolejo, en aquella jornada, andaba entre los indios asaltantes matándolos, como "lobo entre pobres ovejas".

I tenia ademas una mujer española mui bizarra llamada doña Ines Suárez, la primera que vino a Chile, i esposa entónces o mas tarde del famoso capitan Rodrigo de Quiroga.

Vivia ésta en un edificio que servia de prision a unos siete caciques, los cuales habian quedado bajo la custodia de dos españoles.

Tan luego como la pelea hubo arreciado, sintió doña Ines que los caciques prisioneros daban voces llamando a los suyos para que los libertasen.

Al punto, tomando una espada, se dirijió al aposento en que estaban, e intimó a los dos soldados que matasen a los prisioneros ántes de que los indios llegasen a socorrerlos..

-Señora, ¿de qué manera los tengo yo de matar? contestó a doña Ines, Hernando de la Torre, uno de los dos guardianes, mas cortado de temor que con bríos para cortar cabezas, segun la espresion de Lovera.

-De esta manera, replicó doña Ines; i diciendo i haciendo, desenvainó la espada que llevaba, i mató por su propia mano a los siete caciques, "con tan varonil ánimo, dice el cronista, como si fuera un Roldan o el Cid Rui Diaz".

-I ahora, dijo doña Ines a los dos soldados atónitos, ya que no habeis sido capaces de hacer lo que yo, arrojad estos cadáveres al campo para que su vista inspire terror a los indios..

Los dos soldados ejecutaron lo que aquella tremenda mujer les ordenaba, i en seguida fueron a ayudar en la pelea a sus compañeros.

Doña Ines no tardó en imitarlos.

"Viendo que el negocio iba derrota batida, dice Lovera, i se iba declarando la victoria por los indios, doña Ines echó sobre sus hombros una cota de malla, i se puso juntamente una cuera de anta, i desta manera salió a la plaza, i se puso delante de todos los soldados animándolos con palabras de tanta ponderacion, que eran mas de un valeroso capitan hecho a las armas, que de una mujer ejercitada en su almohadilla. I juntamente les dijo que si alguno se sentia fatigado de las heridas, acudiese a ella a ser curado por su mano: a lo cual concurrieron algunos, a los cuales curaba ella como mejor podia, casi entre los piés de los caballos; i en acabando de curarlos, les persuadia i animaba a

meterse de nuevo en la batalla para dar socorro a los demas que andaban en ella, i ya casi desfallecian. I sucedió que acabado de curar un caballero, se halló tan desflaquecido del largo cansancio i mucha sangre derramada de sus venas, que intentando subir en su caballo para volver a la batalla, no pudo subir por falta de apoyo: lo cual suplió tan bastantemente esta señora, que poniéndose ella mesma en el suelo, le sirvió de apoyo para que subiese, cosa cierta que no poco apoya las excelentes hazañas desta mujer i la diuturnidad de su memoria. Llamábase este caballero Jil González de Avila, que fué mi conocido en estos reinos, el cual apénas entraba en conversacion o corrillo donde no refiriese aqueste hecho con los demas memorables desta señora, que se tocan en diversos puntos desta historia, aunque no todos por haber sido tantos, que la requerian propia de solo ellos. Desta manera socorrió a su jente, que ya no podia ir atras ni adelante por ser muchas las escuadras de indios que iban entrando de refresco sin esperar los nuestros otro ausilio que el del cielo; por lo cual acordaron de acudir a éste invocando con la mayor devocion que cada uno podia el favor de Dios, i su santa madre, i el del glorioso apóstol Santiago, patron de la ciudad que defendian."

Al medio dia, el cansancio hizo que los combatientes suspendieran la pelea para tomar alientos; pero permaneciendo a la vista unos de otros, i dispuestos para renovarla.

En este intervalo se incorporó a los suyos el cacique Michimalonco acaudillando una nueva i for

midable turba de bárbaros.

Su primer cuidado, mientras sus guerreros reposaban o bebian, fué enviar a la ciudad espías con las apariencias de ser indios de paz o de servicio

para indagar si habian muerto algunos españoles. Michimalonco sabía a punto fijo cuántos eran los de a caballo i los de a pié.

Estos espías entraron a la ciudad sin dificultad, porque como no se distinguian en nada de los indios sometidos, era casi imposible descubrir que eran rebeldes.

Pudieron, pues, observar con descanso todo lo que querian; i mui principalmente, contar cuántos eran los españoles que quedaban.

Michimalonco les habia advertido que ántes de la pelea eran treinta i dos los de a caballo, i diez i ocho, los de a pié.

Sin embargo, por mas que los contaban una i otra vez, i uno a uno, siempre hallaban que los de a caballo eran treinta i tres.

Al fin, bien cerciorados de la exactitud del hecho, volvieron a comunicarlo a Michimalonco, quien, como sabía perfectamente cuántos eran los españoles que habian quedado de guarnicion en la ciudad, se burló de los espías, i envió otros que contaran mejor; i despues, otros, i otros.

El resultado fué siempre el mismo. Los espías volvian a comunicar a Michimalonco que contaban treinta i tres jinetes, i no treinta i dos.

Lo mas particular fué que Francisco de Villagra, durante la batalla, contó tambien treinta i tres jinetes.

"Por lo cual, dice Lovera, se tuvo por cosa cierta, como lo fué, que aquel caballero que allí estaba demas de los treinta i dos conocidos, era el glorioso apóstol Santiago enviado de la Divina Providencia para dar socorro al pueblo de su advocacion, que invocaban su santo nombre."

"En tanto que los indios se estaban apercibiendo para revolver sobre el pueblo, continúa el cronista

citado, andaban los españoles dando traza en disponer las cosas por el mejor órden que fué posible, no desanimándose el ver el nuevo escuadron que habia llegado de refresco; ántes estaban resueltos, no solamente en defender la ciudad con todas sus fuerzas, sino tambien en salir a buscar los enemigos en caso que ellos difiriesen la entrada. I para esto hizo el teniente del jeneral, Alonso de Monroi, una larga i tierna plática a la poca jente que tenia animándolos a morir o vencer, i ante todas cosas a prevenirse con la oracion fervorosa i devota, dando él principio a ella ayudado de dos sacerdotes (don Rodrigo González de Marmolejo, i el clérigo Lobo) que animaban mucho a todo el pueblo con la firme confianza en el favor de Nuestra Señora, a la cual se encomendaron mui de veras con mucha devocion i lágrimas como jente que via la muerte al ojo. I fueron tan excelentes los brios que sacaron de la oracion, que no pudiendo sufrir tibieza en sus corazones, salieron luego de tropel, así los de a pié como los de a caballo, i se arrojaron a vadear un rio que estaba en medio de los dos ejércitos, abalanzándose sin dilacion en medio de los enemigos, como si su poder fuera tanto que estuviera la victoria de su parte. La furia i braveza de los soldados, el frecuente dar i recibir golpes desaforados, el lago de sangre que se iba arroyando lastimosamente, el retirarse ya los unos, ya los otros, entrando i saliendo en la ciudad, ganando i perdiendo el sitio della, fueron cosas de las mas memorables que se leen en historias antiguas ni modernas. Aunque la claridad del dia iba faltando sin declararse la victoria de alguna parte, con todo eso iban ya los indios flaqueando, i perdiendo el sitio de la ciudad; i los nuestros animándose con su tibieza, i recojiéndose todos en un puesto, partieron con gran ímpetu

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