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luces i sostener las ideas de los buenos i el fuego patriótico, hablaros del mayor de vuestros intere

ses».

La lectura de aquella proclama sediciosa causó una fortísima impresión en la capital; i por cierto que tal alarma se concibe perfectamente, aun cuando ningún historiador lo refiriese.

Camilo Henríquez sostenía en ella sin rebozo la justicia i la ventaja de que Chile se emancipase para gobernarse a sí mismo.

Ya era tiempo.

La campana de la catedral, tocando a rebato, no habría producido una sensación mas profunda.

Hasta la fecha, ninguna persona había osado ir tan lejos, escepto de palabra.

Ese escrito subversivo era la revolución que salía con la cara descubierta de la oscuridad del conciliábulo para recorrer las calles i entrar en las ca

sas.

La gran cuestión había sido puesta en discusión. jeneral.

La bandera de la insurrección había sido desplegada al viento, bien que por lo pronto se ignorase la mano que la había plantado en el torreón.

El individuo que tal hizo, necesitaba un valor moral poco común, porque su nombre podía rastrearse fácilmente por las indicaciones contenidas en el mismo papel.

Debo advertir, no obstante, en honor de la verdad, que dicha pieza había sido acordada en conferencia secreta con los corifeos mas exaltados de la revolución.

Aquel cohete incendiario atravesó la cordillera i el océano.

El célebre literato don José María Blanco White, que a la sazón redactaba en Londres su periódico o revista El Español, insertó en el número

16, correspondiente al 30 de junio de 1811, la proclama de Quirino Lemachez.

Como se sabe, Blanco White proponía en aquel entonces con ahínco que la metrópoli otorgara a las posesiones del nuevo mundo libertades i franquicias; pero, al propio tiempo, rechazaba con no menos ardor la idea de independencia.

Así no es de estrañar que, en su concepto, según cuidó de espresarlo, «esta proclama pecase de filosofia aunque estuviese excelentemente escrita).

Sin embargo, el resultado final de la lucha vino a probar que la proclama, no solo estaba excelentemente escrita, sino que además abundaba de filosofía.

Los sostenedores del pasado habían sido vencidos en el terreno de las ideas i en el de los hechos. Exasperados por sus descalabros sucesivos, apelaron a las armas, última razón de los reyes, de las facciones i de los pueblos.

El 1.o de abril de 1811, día en que Santiago debía elejir diputados para el próximo congreso, el teniente coronel don Tomás de Figueroa se sublevó con una parte de la tropa para restaurar el antiguo réjimen; pero, después de un corto combate trabado en la plaza principal, los amotinados se dispersaron i su caudillo fue capturado.

Camilo Henríquez acudió uno de los primeros al lugar de la refriega.

Apenas hubo ausiliado a los moribundos, se puso al frente de una de las patrullas que recorrían las calles para perseguir a los fujitivos, evitar una segunda intentona i mantener el orden en la pobla

ción.

He hablado con un sujeto respetable que le vio entonces por primera vez.

Henríquez era un hombre de cara pálida, de aspecto grave, flaco de cuerpo, de talle poco airoso, mas bien bajo que alto.

El sayal que le envolvía, no se asemejaba al de ninguna de las órdenes relijiosas establecidas en Chile.

Componíase de una sotana negra decorada con una cruz roja sobre el pecho al lado izquierdo. La novedad misma de su traje llamaba la aten

ción.

Todos le señalaban con el dedo, i pronunciaban su nombre cuando pasaba.

La junta gubernativa instalada el 18 de setiembre de 1810, contra la cual se había promovido la sublevación, desplegó en aquella emerjencia una enerjía formidable.

Esa corporación tenía facultades omnimodas mientras se reunía el congreso.

Era, rigorosamente hablando, un monarca absoluto dividido en siete personas.

Echando a la espalda fórmulas i prácticas, se convirtió en un consejo de guerra para juzgar al culpable.

Después de haberse sustanciado un proceso de unas cuantas fojas, el gobierno trasformado en tribunal declaró a don Tomás de Figueroa traidor a la patria i le condenó a la pena capital.

La ejecución debía tener lugar en la misma cárcel para precaver el riesgo de una conmoción popular.

El reo tenía cuatro horas para hacer sus disposiciones cristianas; i podía escojer con este objeto al relijioso o sacerdote que fuese de su agrado.

La sentencia debía cumplirse sin remisión, no obstante cualquier recurso que se interpusiera contra ella.

Aquel tremendo fallo fue puesto en conocimiento del procesado a las doce de la noche del mismo día en que había capitaneado la, sublevación.

Cerciorado de su próximo fin, el prisionero rogó que se le permitiera confesarse con el padre franciscano frai Blas Alonso; pero se desatendió su súplica.

Probablemente se temió que un eclesiástico designado por el preso pudiera trasmitir a los realistas confidencias o instrucciones perjudiciales a la causa nacional.

El condenado protestó vanamente contra aquella violación flagrante de la sentencia.

El secretario de la junta, don José Gregorio Argomedo, se limitó a notificarle que el padre Camilo Henríquez debía prestarle los últimos ausilios; i se retiró del calabozo después de haberlo puesto por dilijencia.

El reo i el sacerdote quedaron solos.

Una vela de sebo encerrada dentro de un farol iluminaba con amarillenta luz el sombrío aposento.

El prisionero, anciano de sesenta i cuatro años de edad, estaba inmóvil en un viejo sillón de asiento i respaldo de cuero.

Tenía esposas i grillos.

Don Tomás de Figueroa rehusó al principio el socorro espiritual de un fraile revolucionario cuyo ministerio se le imponía; pero mudó pronto de dictamen.

El preso era católico sincero; i anhelaba como tal recibir la bendición de un sacerdote antes de emprender el viaje eterno.

Impulsado por ese sentimiento, ofreció su cólera a Dios; i se confesó humildemente con su adversario político,

Camilo Henríquez le absolvió de sus pecados, le dirijió palabras de consuelo, le mostró el cielo en lontananza.

En cuanto a penitencia, era inútil imponérsela. Estaba decretada una terrible bajo la forma mas brutal.

Ya venía.

Se sentían pasos......... los pasos de la muerte.

Doce soldados i un teniente entraron en el calabozo al mando de un capitán; i arcabucearon al infortunado militar, amarrado en el mismo sillón de cuero en que estaba sentado.

Eran las cuatro de la mañana, según un certificado puesto en el proceso; i las cuatro menos cinco minutos, según el aserto de los reaccionarios, deseosos de encontrar materia de censura, no solo en la sentencia, sino en la ejecución de ella.

¡Una cuestión de minutos en una cuestión de siglos!

El padre Camilo salió de la sala, oscurecida por el humo i empapada en sangre, con la cabeza trastornada i el corazón desgarrado.

Desde aquella noche lúgubre, fue enemigo declarado de la pena capital.

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