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ciones, no abrigamos la esperanza de acelerar ese curso. Muchas jeneraciones habrán desaparecido ántes que la accion ejercida por las ideas, los sentimientos i las instituciones del pasado se haya borrado de la conciencia social. Entónces, i solo entónces, la sociedad nueva será completamente constituida.

Ya que hemos recorrido la obra de Condorcet, convendrá hacer una apreciacion sumaria de ella. Así podremos caracterizarla de una manera definitiva, señalando el rango que ocupa en la esfera de los esfuerzos hechos por el espíritu humano para concebir la verdadera filosofía de la historia. De sus meditaciones sobre la sociedad i sobre la ciencia saca Condorcet la nocion del desenvolvimiento lento i gradual, pero siempre constante al espíritu humano. Sin embargo, en presencia de ciertas ideas, de ciertos sentimientos i de ciertas instituciones del pasado que repugnan al espíritu moderno, se olvida de su nocion adquirida a fuerza de tanto estudio, no comprende la razon de ser, de esas instituciones, de esos sentimientos i de esas ideas i los acrimina con perjuicio del verdadero criterio histórico. Aparte de eso, el juicio de Condorcet es, en jeneral, bastante claro i seguro. En lo tocante a los beneficios que debe la civilizacion a las ciencias es difícil ser mas persuasivo i entusiasta. Desplega en ella toda la lójica de un espíritu vigoroso, todo el saber de una ilustracion enciclopédica, i todo el fuego de un sacerdote del progreso. Su pluma, que en todo el curso de la obra es rápida, vigorosa i elocuente, sube aquí de tono i se levanta hasta las rejiones mas altas del lirismo. I esto se comprende cuando se considera lo inmenso de los beneficios que reporta la humanidad de los progresos de las ciencias. La tolerancia, la justicia i la libertad, que de dichos progresos dimanan, no pueden ménos de conmover profundamente al espíritu que es capaz de semejante contemplacion. Mas, esta contemplacion no es tan fácil, i mui frecuente es dar con personas que no saben reconocer ni la importancia ni los servicios de las ciencias, i que, por otra parte, abundan en espíritu de intolerancia i de despotismo. Les recomendamos la lectura de la obra de Condorcet i estamos ciertos de que, si no tienen una intelijencia absolutamente estrecha i un corazon absolutamente cerrado, una vez que la hayan terminado, respetarán la ciencia, amarán la tolerancia i suspiraran por la libertad. I, a este respecto, la obra de Condorcet, que por muchos lados se haya ya atrasada, dista mucho de perder su actualidad.

El rasgo esencial de esta obra consiste en la manera de apreciar la reforma futura de la sociedad. Condorcet desea i espera que el nuevo estado de cosas derive por completo de las concepciones científicas; i en este sentido su obra es la mejor personificacion intelectual de la revolucion francesa. Porque el pensamiento verdaderamente grandioso de esa revolucion, pensamiento que no ha sido suficientemente apreciado, es el de reorganizar la sociedad sobre los cimientos indestructibles de las ciencias. A decir verdad, esa reorganizacion no podia ser obra de un dia, i, a este respecto, hubo equivocacion, pagada con una decepcion bien triste. Pero, ese pensamiento, ha sido un legado precioso hecho a la humanidad; pues, él ha presidido a todas las reformas provechosas que se han verificado, en seguida, en el mundo, i, al mismo tiempo, es el ideal que anima a todos los espíritus que sirven positivamente la causa del progreso.

Ninguno de los antecesores intelectuales de Condorcet percibió con mas claridad que él la accion verdaderamente rejeneradora de las ciencias en la marcha de la civilizacion. Esta es la ventaja que hace a todos ellos en sus concepciones sobre la historia. Pero no seriamos justos si no señaláramos las condiciones favorables que lo rodeaban, i que sin que poseyese talvez un poder mental mas fuerte le permitieron mirar mas hondo i mas claro. En efecto, a fines del siglo diez i ocho, un poco ántes de la revolucion, hubo en Francia un movimiento científico estraordinario; i no era solo que las ciencias fueran cultivadas en gran manera, sino que tambien la sociedad entera, sin distincion de clases, ya fueran nobles ya plebeyas, acudia anhelosa a escuchar la palabra de los sabios. Jamas se habia visto en el mundo situacion semejante. Habia allí, virtualmente, toda una grande revolucion social. La nobleza de sangre cediendo el paso a la nobleza del saber, i confundiéndose, en las salas científicas, con la clase media. Los sabios constituidos en maestros acatados por la sociedad toda. Es la vista de tal espectáculo la que ensancha el espíritu de Condorcet, i la que, haciéndole sondar toda la eficacia posible de las ciencias, le permite emitir tan luminosas concepciones, acerca de la funcion social de ellas en los destinos de la humanidad.

Para decirlo todo de una vez, observaré que la obra de Condorcet se acerca mas a la verdad que la de cualquiera de sus antecesosin poder tampoco alcanzarla. En el desenvolvimiento de la humanidad, Condorcet ve enteramente un fenómeno natural, sin

res,

atribuir al cristianismo, como Turgot, un papel sobrenatural; sin pretender salvar las dificultades que se ofrecen en el curso de la historia, con la hipótesis infundada i en cierto modo mística de la armonía divina de la naturaleza, de Herder; i sin someter, como Bossuet, la suerte del jénero humano a la voluntad suprema e inescrutable de un Dios. Hace desaparecer el milagro i el misterio del pasado histórico. Suprime la mano de Dios i las misteriosas tendencias de la naturaleza, forjadas por la ignorancia i la ilusion de los hombres, i sustituye, en su lugar, las leyes naturales que gobiernan al mundo, mudas e inmutables. Esto basta para que la obra de Condorcet ocupe un puesto mas prominente que todas las que la han precedido.

Hasta aquí Condorcet no deja nada que desear. Pero si descendemos a estudiar los diversos períodos i las diversas instituciones de la humanidad, su juicio es incompleto i erróneo en muchos puntos. Ya lo hemos visto en el discurso de este artículo desconocer la espontaneidad de las relijiones en los primitivos tiempos de la humanidad i atribuirles un carácter mas pernicioso que útil en el desenvolvimiento de la civilizacion. En su apreciacion de la edad media es del mismo modo completamente deficiente. Pero si reconocemos i señalamos sus lagunas i sus defectos, de ninguna manera lo censuramos, porque el siglo dieziocho no pudo ni podia llegar a la concepcion definitiva de la filosofía de la historia. Al siglo diez i nueve le correspondia esa tarea, no porque contara con talentos mas superiores, sino porque el caudal de ciencia i de esperiencia de que disponia, caudal acumulado por el trabajo colectivo de la humanidad en el trascurso de los siglos i al cual contribuyó el mismo siglo dieziocho mas que tiempo alguno, era suficiente para tan grandiosa empresa.

JUAN ENRIQUE LAGARRIGUE

MEMORIAS DE UN IMBÉCIL

ESCRITAS POR ÉL MISMO,

RECOJIDAS I COMPLETADAS POR EUJENIO NOEL.

(Traducidas para la "Revista Chilena" por Jorje Lagarrigue).

PRIMERA PARTE,

I.

ORÍJEN DE MI IMBECILIDAD.

Yo no he introducido la bestialidad en mi familia, existia en ella ántes de mí. Algunos de mis ascendientes le han debido una especie de celebridad, pero no he presenciado personalmente el espectáculo de esta bestialidad. Mi padre i mi madre eran, por el contrario, personas de intelijencia i de mui buen juicio. Mi padre tuvo ademas un espíritu mui penetrante, mui fino, mui vivo, i he sentido amenudo no asemejarme a él por ese lado. Digo por ese lado, porque despues de todo, he heredado alguna cosita de él. Por ejemplo, mi padre era un hombre de mui buen humor, i, como esta disposicion no viene toda entera del espíritu, segun puedo juzgarlo por mí mismo, he tenido tambien mi parte de alegría.

Os diré mui luego mis alegrías de infancia; pero debo hablaros ántes de mi abuelo, lo que, por lo demas, no será largo. No necesito deciros mas que una palabra: el pobre hombre era bestia a tal punto, que se habia hecho proverbial en el pais.

Este célebre buen hombre murió ántes de mi nacimiento; no lo he conocido, pues; pero queda de él un retrato que todo el mundo está de acuerdo en encontrar parecido.

I ese retrato, es vuestro servidor.

II.

EN QUE COMPAÑÍA VINE AL MUNDO.

Siempre ha habido, en nuestra familia, catervas de niños: mi madre habia tenido diezisiete ántes que yo, i sin embargo no fuí el último.

Si hubiese llegado a ser un personaje notable, los biógrafos no habrian dejado de decir que se pudo preveer, desde mi nacimiento, que yo debia progresar en el mundo, porque habia hecho mi entrada en él en carruaje. Nací, en efecto, en un carruaje, o mas bien en una carreta, sobre paja, entre un cordero i un ternero. Hé aquí en que circunstancias:

A veinte quilómetros de la ciudad en que mi padre ejercia su industria, mi madre poseia una bonita granja, de mediana estension, pero de mui buena produccion. Esta granja, desde mas de cien años, tenia de padre a hijo su arrendatario, llamado Lagorgote. Los Lagorgote formaban parte de la propiedad, como las habitaciones i los árboles; i estaban aun mas arraigados que estos.

Mi madre, a quien mi padre habia dejado la administracion de este pequeño patrimonio, habia ido ahí con motivo de algunos negocios urjentes. Se volvia tranquila en la carreta del arrendatario, cuando un sobresalto un poco vivo determinó inopi nadamente mi aparicion.

-¡Qué obra! esclamó Lagorgote.

Pero mi madre, sin turbarse, le rogó continuara su camino. Lagorgote no quedó por esto ménos azorado i tembloroso. Su primera palabra, en nuestra casa, al percibir a mi padre, fué todavía: -¡Qué obra!

Tanto que en recuerdo de esta aventura, mi padre me llamó 1 ¡Qué obra!

Conservé este nombre hasta la edad de ocho o nueve años; pero en ese tiempo, sin duda, se hizo evidente que no habia porque estasiarse tanto a mi respecto, i dejaron de llamarme así.

He dicho que, en la carreta del arrendatario Lagorgote, habia,

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