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A las 4 1/2 p. m. del 2 de Septiembre fondeó en Valparaíso el vapor Arequipa, conduciendo á su bordo al resto de la Junta de Iquique.

La recepción que se hizo en Santiago fué con todo el aparato posible.

Instalado el nuevo Gobierno en la Capital se envió al Cuerpo Diplomático la circular del caso.

En los días siguientes se organizaron banquetes, bailes, fiestas extraordinarias, Te Déum, y varias otras manifestaciones que formaban doloroso contraste con el llanto de viudas y de familias que habían perdido deudos del corazón, y con la desgracia de los vencidos, que eran hermanos...

Para que se aprecie el carácter moral de Balmaceda, evocaré un recuerdo.

Se sabe que durante su Gobierno tenía el hábito de dar banquetes de tiempo en tiempo en la Moneda.

Pues bien, desde el 7 de Enero suspendió toda celebración y banquete en la Moneda, porque decía que el país debía estar de duelo con las desgracias que lo afligían.

Cuando se obtuvieron victorias ó hubo hechos de armas de importancia como el hundimiento del Blanco, no faltó quien le propusiera la organización de una fiesta pública, á lo que contestó más o menos lo que sigue : Las victorias contra hermanos no se celebran con fiestas. Son hechos dolorosos impuestos por el deber de salvar las instituciones; pero, no pueden ni deben ser causa de manifestaciones de júbilo.

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¡Qué contraste con los vencedores de Concón y de Placilla!

Mientras la patria gemia ante la pérdida de más de 10,000 de sus hijos, con la inversión por ambos lados de más de 80.000,000 de pesos, con el luto de tantas familias, con el abismo de sangre y de odios abierto en el corazón de la sociedad, con el descrédito exterior y con el cortejo de ruinas y desastres que deja tras si toda guerra civil, los vencedores de Concón y de Placilla se entregaban á saraos espléndidos, á banquetes embriagadores, á bailes entusiastas.

TOMO II

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Hasta la Iglesia prestó su culto y su voz á estas crueles manifestaciones contra hermanos.

Palpitan todavía en las frías bóvedas de la Catedral de Santiago las palabras de odio y de anatema lanzadas por un sacerdote, que había sido Capellán de la Moneda durante el Gobierno de Balmaceda, y que escogió un púlpito, destinado á explicar las doctrinas humanitarias y de caridad del mártir del Gólgota, para dar libre desahogo á la más audaz denigración contra los vencidos, y contra el que hacía pocos dias habia dado desde su puesto de Presidente de la República pruebas de confianza al predicador que lo difamaba con tal impiedad.

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Al asilarse Balmaceda en la Legación Argentina, se le dió por alojamiento una pieza en los altos de la casa de Uriburu, que daba á la calle Miguel Luis Amunátegui.

Sólo los dueños de la casa lo visitaban y Uriburu solía hablar con él en la noche.

El servicio lo hacía una antigua sirviente que tomó á Balmaceda gran cariño.

En los primeros días no quiso leer los diarios; pero, después los pidió y sólo entonces pudo imponerse de las persecuciones en masa ordenadas por el nuevo Gobierno, de la disolución del Ejército leal y de las desgracias que los vencedores desencadenaron contra los que habían defendido el orden público.

Balmaceda llegó á obtener la convicción profunda de que la serie de metódicas persecuciones contra sus amigos eran el resultado del odio que se tenía á él. No podía ni siquiera concebir que tan cruel hecatombe de em

pleados públicos y que el proceso general á más de cuatro mil funcionarios civiles ó militares, podia ser la consecuencia de un frío y calculado plan político.

Imaginó que el exterminio declarado contra tantos ciudadanos que no tenían otro delito que su amor al orden, principio salvador de las sociedades modernas, no era sino por resistencia y espíritu de venganza contra el antiguo Jefe del Estado.

Intimamente persuadido de ello, creyó que las persecuciones á sus amigos podrían terminar con la entrega de su persona.

Dotado de gran nobleza de corazón y de gran carácter, no vaciló al intentar su sacrificio á trueque de librar de la desgracia y de ahorrar sufrimientos á sus amigos políticos.

« Viendo la terrible persecución de que éramos objeto incesante, dice el mismo Balmaceda en su Testamento Político, formé la resolución de presentarme y someterme á la disposición de la Junta de Gobierno, esperando ser juzgado con arreglo á la Constitución y á las leyes, y defender, aunque fuera del fondo de una prisión, á mis correligionarios y amigos. Así lo anuncié al Señor Uriburu, á quien expresé la forma de la presentación escrita que haría.

» Pero se han venido sucediendo nuevos hechos, hasta entregarse mis actos, con abierta infracción constitucional al juicio ordinario de los jueces de la Revolución.

» He debido detenerme.

Balmaceda como hombre era modesto y sencillo; pero, como Primer Magistrado de la Nación, tuvo siempre, hasta la hora de su muerte, la noble elevación de carácter y el patriótico orgullo de saber cautelar la dignidad del puesto, de mantenerlo con honra y de desear entregarlo sin mancilla á sus sucesores.

Cuando vió y se convenció de que su entrega no tendría otra consecuencia práctica que el vejamen de su honor y de su dignidad de funcionario, tuvo que pensar en otra

solución que diera por resultado el sacrificio generoso de su persona en aras de la salvación de sus amigos.

Estoy convencido, dice en carta enviada poco antes de morir al que esto escribe, que la persecución universal es en odio ó en temor á mí. Producido el desquiciamiento general, y sin poder servir á mis amigos y correligionarios, juzgo que mi sacrificio es el único que atenuará la persecución y los males, y lo único que dejará también aptos á los amigos para volver en época próxima á la vida del trabajo y de la actividad política.

Sólo el alma de un filósofo podía abrigar inspiraciones tan generosas y movimientos de corazón tan elevados.

Es aureola inmortal que brillará al través del tiempo en torno de la memoria de Balmaceda, la hidalguía y abnegación que lo inspiraron en sus últimos momentos. Podía evadirse con facilidad, era el Jefe de un hogar feliz, poseía fortuna personal que le habría permitido vivir tranquilo y con independencia, y tenía amigos resueltos á dar la vida por él; si embargo, se olvidó de su felicidad individual y ahogó en el alma hasta el último rasgo de egoísmo, para no pensar sino en los demás.

No de otra manera han ido hasta la hoguera ó el patíbulo los mártires por las grandes causas y los apóstoles de las grandes ideas, que brillan en el cielo de la historia como astros de primera magnitud y que sirven á las generaciones de faros luminosos al través del dédalo de escollos y del caos sombrío que rodea á los reformadores de instituciones, á los Jefes de escuela y á los fundadores de nacionalidades.

II

Es hecho indiscutible que Balmaceda pudo ponerse á salvo, como sucedió á los que se asilaron en la Legación Norteamericana. O habría podido evadirse con seguridades ó mantenerse hasta obtener salvoconducto.

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