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Dicho se está con esta que tales instituciones, por más que entre nuestras leyes se registren no pocas mandando establecer un Banco Nacional, no pudieron nacer entre nosotros mientras la anarquía política fué crónicamente nuestra principal dolencia; porque el crédito no se decreta ni se impone, sino que es fruto espontáneo de un estado social cuyas condiciones primordiales se cifran en la seguridad pública, en las vías rápidas de comunicación y en la existencia de una masa de capital disponible que, como el agua, fecunda y vivifica el terreno sobre que cae.

Estériles fueron, pues, esas leyes; y hasta 1864 el comercio de Banco no constituía entre nosotros una especialidad, sino que era ejercido por las casas ricas que se dedicaban á otros ramos ó empresas que las orillaban ó daban ocasión ya para hacer préstamos en numerario ó ya para disponer, en diversos lugares, de fondos que tenían oportunidad ó necesidad de mover y concentrar. Algunas de esas casas, sobre todo de extranjeros, que se dedicaron con cierta especialidad á operaciones bancarias, pronto vieron que el dinero efectivo nunca lograba en los negocios privados el provecho que en las especulaciones con nuestros gobiernos, eternamente necesitados, y no tardaron en caer en la tentación de consagrarse á este género de arriesgadas operaciones que causaron la ruina de más de un especulador demasiado atrevido ó que, con sus últimos fondos ó por un cambio intempestivo de gobierno, perdía la influencia personal que era necesario conservar para que, en medio de la angustiosa situación en que vivía siempre el erario, se cumplieran los contratos que se celebraban con los encargados del poder público.

Alguna de esas casas, al decir de respetables personas á quienes tocó vivir en aquellos tiempos azarosos, llegó á crear un remedo de banco de emisión, poniendo en circulación vales reembolsables á la vista y al portador, aunque no por cantidades fijas ni empleando documentos en su totalidad impresos, grabados ó litografiados, sino por el importe variable de las sumas que en cada caso se le confiaban en

depósito. Sin embargo, estos vales, mientras la casa que los firmaba gozó de crédito, llegaron á tener cierta circulación en la Capital, en donde desempeñaban el papel de la moneda, pues como tal pasaban de mano en mano entre las casas de comercio; pero como esa casa no tardó muchos años en caer, víctima de sus especulaciones con los gobiernos, el hecho no se generalizó ni tuvo verdadera importancia.

En 1864, durante el imperio de Maximiliano, nació propiamente entre nosotros el primer Banco de emisión, circulación y descuento, al establecerse sin autorización especial, sino mediante la simple inscripción en el registro de comercio de su escritura constitutiva, la sucursal de una sociedad inglesa de responsabilidad limitada, que se denominaba: London bank of Mexico and South-America, limited. Esta sucursal, que estuvo siempre dirigida y manejada con gran circunspección, habilidad y cordura, fué la que nos familiarizó con el uso del billete de Banco, que se introdujo poco á poco en la circulación; y aunque tuvo que hacer frente á varias crisis, determinadas, según se dijo entonces, por la malevolencia que propaló rumores alarmantes sobre la solidez del Banco, el hecho es que salió siempre airoso de ellas y que el crédito del establecimiento fué creciendo, aunque jamás se publicaron en México sus balances, ni se sabían cuáles eran su existencia en numerario ni su circulación en billetes. Apenas de año en año, cuando sus accionistas se reunían en Londres y los periódicos financieros de allá publicaban algún informe acerca de lo ocurrido en la asamblea general, llegaban aquí algunos ecos que, á los más curiosos ó interesados, daban escasa luz sobre la situación financiera del Banco de Londres, como generalmente se le llamaba. Á pesar de todo, repetimos, la inteligente cordura con que la institución era manejada, los servicios efectivos que empezó á prestar al comercio en general, su abstención absoluta de operaciones arriesgadas y de lo que se llamaba negocios de gobierno y la religiosa puntualidad con que atendió siempre á sus compromisos, le conquistaron el aprecio y la confianza del público y el respeto y la estimación

de nuestros gobiernos, que nunca le crearon dificultades ni acudieron á él en sus apuros, comprendiendo tal vez que sería inútil intentar sacarle del círculo de sus operaciones puramente mercantiles y privadas.

Por otra parte, en el lejano Estado de Chihuahua, un ciudadano norteamericano, don Francisco Macmanus, fué autorizado por la legislatura local, en Noviembre de 1875, para fundar un banco que se llamó de Santa Eulalia, con facultad de emitir, por sumas determinadas, billetes reembolsables en pesos fuertes con 8 por 100 de descuento ó á la par en moneda de cobre, corriente entonces en el Estado, por virtud de la acuñación que de ella se hizo allí por el gobierno federal, ó con su autorización y como recurso hacendario, en tiempo del imperio. Á semejanza de este Banco, y siempre con autorización de la legislatura, se crearon en los años posteriores otros dos ó tres Bancos, facultados también para emitir ciertas cantidades de billetes en las condiciones ya expresadas y constituyendo ante el gobierno local garantías hipotecarias ó de otra naturaleza no bien definida en las concesiones.

Finalmente, el Nacional Monte de Piedad, institución fundada en la ciudad de México á fines del siglo XVIII, con un capital de trescientos mil pesos, por el primer conde de Regla don Pedro Romero de Terreros, para hacer préstamos prendarios á las clases menesterosas, y cuyo patronato asumió nuestro gobierno al hacerse la Independencia, fué autorizado administrativamente por la Secretaría de Gobernación á fines de 1879 y principios de 1881, para practicar operaciones bancarias y entre ellas la de emitir certificados de depósitos reembolsables en dinero efectivo, á la vista y al portador, que en el fondo no eran más que billetes de Banco.

Así estaban las cosas el año 1881, en que un grupo de hábiles hombres de negocios de Francia que formaban el Banco Franco-Egipcio, comisionaron al señor don Eduardo Noetzlin, inteligente financiero cuyo nombre verá figurar el lector en la historia de nuestra hacienda pública contempo

ránea, si en ella se interesa, para que obtuviera, como obtuvo en Agosto de ese año, del gobierno del Presidente señor general don Manuel González una concesión con objeto de crear en México un Banco Nacional que, con un capital nominal que podría ser hasta de veinte millones de pesos, pero que comenzaría á operar cuando menos con tres millones en caja, tendría el derecho de emitir billetes pagaderos á la vista, al portador y en efectivo, por el triple de su existencia metálica en numerario ó en barras de metales preciosos. Este Banco, sin llegar á constituir un Banco de Estado en la genuina acepción de la palabra, sí prestaría sus servicios al gobierno nacional en el interior y en el extranjero, encargándose de situar y concentrar los fondos federales, de hacer el servicio de la deuda pública y, en suma, constituiría la organización bancaria de que nuestro gobierno se valdría para sus servicios hacendarios, quedando obligada además á abrir á la Tesorería general y á un tipo de interés que no bajase del 4 ni excediese del 6 por 100 anual, una cuenta corriente cuyo movimiento podría llegar anualmente hasta ocho millones de pesos, liquidable por semestres. En cambio se concedieron al Banco Nacional diversas exenciones de impuestos y ciertos derechos exclusivos, como el de que sus billetes fuesen, con los del Monte de Piedad, los únicos admisibles en las oficinas recaudadoras de la Federación, y el de ser preferido en igualdad de condiciones ó por el tanto, en los negocios hacendarios de toda especie.

El momento para la fundación del Banco Nacional se eligió con tino singular, porque la construcción de los grandes ferrocarriles había iniciado nuestra resurrección económica y, por otra parte, el grupo que en Francia encabezó la empresa no se componía de especuladores sin elementos, como en la América latina suele sucedernos con los que inician grandes negocios, sino de financieros inteligentes y respetados; y por lo mismo, fácil fué conseguir que al proyecto se uniesen casas mexicanas de primer orden y personalidades distinguidísimas entre nuestros hombres de nego

cios más prominentes. Bajo estos auspicios, el 23 de Febrero de 1882 abría sus puertas al público el Banco Nacional Mexicano (1). Ya sea, como algunos dijeron entonces, que en la suscripción del primitivo capital del Banco ($ 8.000.000, con el 40 por 100 pagado) haya presidido cierto espíritu de exclusivismo que no dió entrada á todas las principales firmas de la plaza, ó ya, como otros han creído siempre, que ese capital no fuese suficientemente amplio para dar plena satisfacción á las necesidades del mercado, en muchos sentidos, como acontecimientos posteriores vinieron á justificarlo pronto, el hecho es que no tardó en levantarse en la misma ciudad de México y sin ninguna concesión oficial, un nuevo Banco que se denominó Mercantil Mexicano y que, con capital nominal de $ 4.000.000, con el 25 por 100 pagado y suscripto en su totalidad por casas mexicanas y españolas, comenzó á funcionar el 27 de Marzo de aquel mismo año de 1882 (2).

Sucedió, pues, en esta materia, lo que no es raro en los fenómenos sociales, que el hecho precedió al derecho, y que antes de que hubiera una ley á que los Bancos se sujetaran, éstos comenzaron á existir á impulsos de una necesidad de movimiento, de expansión y de vida; y de esta suerte la circulación fiduciaria, sin sujeción á ningún principio científico, estaba en 1882 en manos de dos establecimientos libres, el Banco de Londres, México y Sud-América y el Banco Mercantil Mexicano; de una institución de beneficencia regida en el fondo por funcionarios públicos, el Nacional Monte de Piedad, y de un Banco autorizado legalmente para emitir billetes y practicar las operaciones consiguientes, el Nacional Mexicano, que comenzó á raíz de su fundación á estable

(1) Formaron su primer Consejo de Administración los señores don Antonio de Mer y Celis, presidente; don Félix Cuevas, don Ramón G. Guzmán, don José M. Bermejillo, don Gustavo Stuck y don Sebastián Robert.

(2) Formaron el primer Consejo de Administración los señores don Manuel Ibáñez, presidente; don Manuel Romano, don José Gargollo, don Pedro ̧ ́ Martín, don Rafael Ortiz de la Huerta, don Antonio Escandón y Estrada, don Juan J. Martínez Zorrilla, don Genaro de la Fuente y don Francisco M. de Prida, como propietarios; y como suplentes: los señores don Nicolás de Teresa, don Pedro Suinaga, don Ricardo Sainz, don Luis G. Lavie y don Eduardo Ebrard.

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