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y á que los buques cargasen ó descargasen ocultamente en las costas de España ó de Portugal, eludiendo el pago de los impuestos reales, se llegó á ordenar que no saliese de Cádiz ni de Sanlúcar nao alguna sino en flota, «pena de perdimiento de ella y de cuanto llevase», y que cada año fuesen dos flotas con naves para la «Tierra-firme» y Nueva España.

De aquí nació el sistema de flotas que duró hasta 1778, aunque es debido hacer constar que aun durante su vigencia y desde los primeros años que siguieron á la conquista, vinieron á México embarcaciones aisladas de poco porte que se llamaban avisos, cuyo principal objeto era conducir la correspondencia, pero que fueron autorizadas para cargar cortas cantidades de determinadas mercancías. Solían, además, venir algunos buques de guerra con el fin de traer azogue, que se vendía á los mineros por cuenta de la Real Hacienda, que lo tenía monopolizado, y con el de conducir caudales á la metrópoli; siendo también de advertir que de 1739 á 1750, en que las guerras marítimas impidieron la salida de las flotas, se permitió á algunos buques neutrales venir á América.

Todas esas embarcaciones debían anclar precisamente en Veracruz, malísimo fondeadero que, sin ninguna condición de puerto, llegó, sin embargo, á la sombra del monopolio creado en su favor, á ser el primero de nuestro país. Ya veremos más adelante los sacrificios que, para conservarlo en este rango, ha sido necesario imponer al erario de la República mexicana.

El comercio, ó más bien la comunicación con las otras colonias, se limitaba al envío que, cuando las guerras impedían las relaciones directas, algunas hacían de sus frutos á la metrópoli á través de la Nueva España: el comercio entre ellas, es decir, el cambio de sus productos, les estaba prohibido severamente; y luego que entre la Nueva España y el Perú, la otra colonia importante, empezó á establecerse algún intento de comercio, fué sin tardanza prohibido; porque la muralla que cerraba cada colonia sólo debía ser franqueable para España y los españoles privilegiados.

El comercio con la China y las Indias Orientales se hacía exclusivamente de las Filipinas á la Nueva España y por el galeón de Manila, impropiamente llamado «nao de la China», cuyo cargamento de importación generalmente consistía en telas de algodón y seda, porcelanas finas, obras de platería, especias y aromas. El viaje de la nao, que sólo podía anclar en Acapulco, duraba en un principio cinco ó seis meses, pero por los adelantos en el arte de la navegación llegó. á reducirse á tres ó cuatro. Aunque el galeón no debía traer mercancías por valor de más de quinientos mil pesos (1), generalmente importaba un millón y retornaba á Filipinas cargando un millón y medio ó dos millones de pesos en plata y una pequeña cantidad en cochinilla, cacao de Guayaquil y Caracas, aceite y tejidos de lana españoles (2).

Un importantísimo cambio se efectuó en la forma común de las transacciones mercantiles interiores con la introducción de la moneda, que tuvo lugar después de la conquista. Acostumbrados los españoles á usar de la suya, introdujeron en la colonia los nombres, valores y subdivisiones que les eran familiares; pero como no tenían suficiente moneda española, ni fábrica de ella, empezaron por hacer sus operaciones con metales en pasta, y en vez de entregar, por ejemplo, un castellano, daban el peso de un castellano. Esto introdujo la costumbre de pedir por una cosa cierto peso del metal precioso que ofrecía el comprador; y de aquí nació la palabra que sirve todavía para designar la unidad de nuestro sistema monetario.

Esta irregularidad fué, sin embargo, corrigiéndose, primero por las marcas que los oficiales reales ponían á los tejos de metal certificando la ley de cada uno y que se había

(1) Así lo dicen todos los historiadores; pero la ley 6, tít. 45, libro IX de la Recopilación de Indias, previno que no se trajesen de Filipinas á la Nueva España mercancías por valor de más de doscientos y cincuenta mil pesos en cada año y que el retorno de principal y ganancias no excediese de quinientos mil pesos de á ocho reales. Acaso en la práctica se llegó á moderar el rigor de esta ley, sin derogarla.

(2) El valor de la plata exportada por particulares debía corresponder al de las mercancías importadas y las ganancias. De aquí, seguramente, el origen de la frase dar á corresponder, con que se designaba el envío de mercaderías de Filipinas á Nueva España.

satisfecho el quinto del rey, y después por la acuñación regular, comenzada hacia 1537. Poco más tarde se mandó labrar moneda de cobre; pero fué de tal manera rechazada por los indios, á pesar de las penas impuestas á quien rehusara recibirla, que los mismos españoles acabaron por emplear como moneda fraccionaria el cacao, que los indios no habían abandonado en sus transacciones, y este uso persistió en algunos lugares hasta el siglo XVIII.

Factores de progreso mercantil deben de haber sido la introducción de bestias de carga y vehículos de transporte, de que los indios carecían, y la importación de plantas y semillas antes desconocidas y tan importantes como el trigo y el arroz; pero nada de esto quita ni siquiera atenúa el carácter del comercio en la época colonial, fundado todo en la restricción y el monopolio más inquebrantables, tanto en la metrópoli como en la Nueva España, porque limitada en tiempo y en cantidad la importación, el acaparamiento de las principales mercaderías que aquí venían, tenía que ser y fué en efecto consecuencia forzosa del sistema. «Las comunidades eclesiásticas, decía el barón de Humboldt,-son, después de los comerciantes de Manila, quienes toman la mayor parte de este comercio lucrativo: estas comunidades emplean cerca de los dos tercios de sus capitales en lo que muy impropiamente llaman dar á corresponder. Luego que llega á México la noticia de haberse avistado el galeón en las costas, se cubren de gente los caminos de Chilpancingo y Acapulco y los comerciantes se dan prisa para ser los primeros en tratar con los sobrecargos que llegan de Manila. Ordinariamente se reunen algunas casas poderosas de México para comprar todos los géneros juntos, y ha sucedido venderse todo el cargamento antes de que en Veracruz se tuviese noticia del galeón. >>

Por lo que hace al comercio con España, por la insalubridad del puerto de Veracruz se radicó en Jalapa, fuera ya de la zona de la fiebre amarilla ó vómito; allí se efectuaba la venta de las mercaderías que las flotas traían y aun se llegó á establecer legalmente, desde 1720, una feria en esa ciudad.

«Este orden de cosas,-dice don Lucas Alamán, hablando

del sistema de flotas y ferias,-daba lugar á un doble monopolio: el que ejercían las casas de Cádiz y Sevilla que hacían los cargamentos y el que después aseguraban los comerciantes de América, poniéndose de acuerdo para hacerse dueños de determinados renglones que, no debiendo volver en largo tiempo, estaba en sus manos hacer subir á voluntad; de donde procedían los altos precios que llegaban á tener, especialmente cuando las guerras marítimas impedían por algunos años la llegada de las flotas. Esto daba motivo á las providencias arbitrarias que algunas veces tomaban los virreyes, fijando en favor de los consumidores los precios de venta, como lo hizo en México el segundo duque de Alburquerque en 1703.»

Otro motivo que dificultaba grandemente el comercio, además de los gravámenes que sobre él pesaban y en que en adelante nos ocuparemos, era la inseguridad de los mares, en donde los piratas y los buques de las naciones en guerra con España acechaban el paso de las naves para apoderarse de su cargamento y destruirlas. Para citar solamente la mayor de las pérdidas así sufridas por el comercio español, recordaremos la destrucción, á principios del siglo XVIII, de la flota mandada por el conde de Chateau-Reinaud, cuyo cargamento valía más de diez y siete millones de pesos.

Imposible parecerá á cualquier espíritu cultivado en me: dio de las ideas corrientes en esta vigésima centuria de la era cristiana, que tales principios hayan podido prevalecer en España desde los primeros años del siglo XVI hasta las postrimerías del xvIII, es decir, durante más de doscientos cincuenta años, sin que en tan largo período haya habido, siquiera por excepción, quien allá se levantara contra tan absurdo régimen, que no favorecía ni á la metrópoli. Hubiérase permitido siquiera á todo español, con exclusión de los extranjeros, comerciar libremente con las colonias americanas y se habría logrado crear ó proteger las industrias españolas; pero los

españoles mismos no tenían esa libertad de enviar sus productos á América, sino que les era preciso obtener para ello un privilegio y ese privilegio, cuyos costos en impuestos al Rey (y lícito es pensar que en cohechos á sus oficiales) eran muy altos, tenía que ser ampliamente remunerador para que fuese abordable. A su vez el español que aquí venía para enriquecerse y que se persuadía de que las minas y las tierras eran difíciles de explotar sin el otro odiosísimo privilegio que se llamó la encomienda (es decir, la sangre y la vida del indio) y que no á todos era dado obtener, se consagraba á apoderarse de la riqueza mobiliaria y se convirtió, por la influencia del medio y de las ideas predominantes en la metrópoli, en el abarrotero colonial (1), que un original y distinguido sociólogo contemporáneo ha pintado de mano maestra en un libro reciente, aunque con la exageración propia de la polémica periodística (2).

Parece increíble, volvemos á repetirlo, que tal estado de cosas se haya prolongado casi por tres largas centurias; y si alguno lo dudare, que ocurra á las Leyes de Indias. Allí verá disposiciones tan singulares como las que prohibieron el comercio directo entre España y las Filipinas y entre éstas y las demás colonias americanas que no fueran la Nueva España (3): como las que restringieron por formidable modo el tráfico entre las posesiones españolas de las islas Canarias y las Indias (4): como las que prohibieron que se llevara al Perú «ropa de China», que sólo era permitido traer á la Nueva España, á condición de que en ella se consumiera (5): como la que vedó que los navíos «que salían del Callao y Guayaquil, para Nicaragua y Guatemala, con pretexto de ir por brea y otras cosas», pasasen á Acapulco «á cargar ropa

(1) Llamamos en México abarrotero al abacero ó comerciante en comestibles.

(2) El señor ingeniero don Francisco Bulnes, aunque escriba libros, es por naturaleza polemista. El libro á que nos referimos se titula: El porvenir de las naciones hispano-americanas ante las conquistas recientes de Europa y los Estados Unidos. México, 1899.

(3) Leyes V y VII, tít. XLV, libro 9.

(4) Leyes todas del tít. XLI, libro 9.

(5) Leyes LXVII á LXXIII, tít. XLV, libro 9.

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