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nicación, á pesar de los altos fletes y las numerosas deficiencias de esa nuestra primera vía férrea, había crecido en el pais el afán por ver establecidos los ferrocarriles; y la primera administración presidencial del señor general don Porfirio Diaz, aunque declaró caduca la concesión del ferrocarril de México á León, que había sido siempre impopular, se esforzó por dar satisfacción á los anhelos de la República, ocurriendo á diversos medios. Fué uno de ellos el de ensayar, con la linea de 50 kilómetros entre Esperanza y Tehuacán, el sistema de que el Estado asumiese con los recursos del tesoro público el papel de constructor de ferrocarriles. La línea se hizo, en efecto, pero á poco fué enajenada.

Por otra parte, y estando pendiente todavía entonces el arreglo de nuestra deuda pública, el insigne estadista don Matias Romero, ministro de Hacienda en 1878, intentó resolver, al mismo tiempo, este problema y el de nuestros ferrocarriles, ofreciendo á los acreedores de la nación que así lo aceptasen el reconocimiento de sus créditos á cambio de que construyesen un ferrocarril de 1.000 kilómetros desde México al Pacífico, pasando por las principales ciudades del interior. Aunque el proyecto abarcaba toda nuestra deuda pública interior y exterior, contábase principalmente para llevarlo á cabo con los elementos que suministrasen los tenedores de títulos de nuestros desastrosos empréstitos de Londres; y la verdad es que el señor Romero logró que el convenio relativo fuese aceptado y suscrito por los representantes de esos tenedores y lo remitió al Congreso para su aprobación, que nunca se obtuvo, ya fuese por la impopularidad que pesaba sobre lo que tradicionalmente llamábase «la deuda inglesa», ó ya porque el Gobierno careciese de las seguridades indispensables para confiar en la realización del proyecto.

Ocurrió, por último, la administración á un tercer medio para procurar la construcción de vías férreas, y consistió en otorgar á los gobiernos de los Estados amplísimas y liberales concesiones para construir, dentro de sus respectivos territorios, ferrocarriles locales que, si llegaban á la prácti

ca, podrían unirse y constituir más tarde todo un sistema. Claro que no se contaba con que los pobrísimos tesoros de los Estados realizasen con sus propios recursos obra semejante, sino poner al servicio de ésta la influencia de cada gobierno, para que los capitalistas de la región se decidiesen, acaso con una subvención adicional del Estado, á acometer y tal vez á realizar la empresa. Y así fué como para fines del año 1878 se habían otorgado ya á los gobiernos de nuestros principales Estados más de quince concesiones, que si en su mayor parte quedaron en el papel, no fueron totalmente estériles. El ferrocarril de Morelos, por ejemplo, dió origen á que más tarde se formara la Compañía del ferrocarril Interoceánico que, con capital inglés, dotó al país de una segunda vía á Veracruz, pasando por Perote y Jalapa; el ferrocarril de Celaya á Guanajuato fué aprovechado más tarde, en el tramo en que llegó á ser construído, en la línea del ferrocarril Central; y el de Hidalgo ha dado origen á la primera línea que tuvimos entre México y Pachuca, y á la empresa denominada del Ferrocarril del Nordeste, que se conserva en manos mexicanas y aspira todavía á comunicarnos con Túxpam, á través de la rica región de las sierras de Hidalgo y Puebla. Por otra parte, cuando se formaron las dos poderosas Compañías norteamericanas de que vamos á hablar, la del Ferrocarril Central y la del Nacional, tuvieron que entenderse con los gobiernos locales que antes que ellas habían obtenido concesiones, á fin de precaver posibles competencias futuras; y esto facilitó mucho que esas Compañías acceḍiesen á trazar sus líneas por determinados puntos, que, de otra suerte, acaso no hubieran quedado comunicados desde luego por la locomotora. No fué, pues, estéril esta política, como se ha pretendido por algunos, ni merece in; culpaciones por haberla inspirado y sostenido el ministro de Fomento de aquella época, el general don Vicente Riva Palacio, á quien es de estricta justicia reconocer un grande empeño, un decidido afán por crear los ferrocarriles, aunque parándose poco á estimar las posibilidades del Erario para pagar los subsidios pecuniarios que prometia ni á formar un

plan general sobre clasificación de las vías según su importancia, anchura, etc.

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Este camino llevaban las cosas, cuando en el año 1880 tomó forma definida y seria la pretensión del capital norteamericano de desbordar sobre nuestro territorio su actividad ferrocarrilera y construir dos líneas de la frontera Norte á nuestra capital, con acceso al Pacífico por medio de ramales. Esas pretensiones, según los hechos demostraron bien pronto, no emanaban, como muchas de las que en anteriores épocas llegaban á nuestros gobiernos, de meros especuladores sino de grupos financieros capaces de realizar la empresa en corto plazo.

La oportunidad, pues, de resolver el problema vital de nuestras difíciles comunicaciones terrestres era llegada, y los poderes públicos, con el asentimiento de la nación entera (justo es decirlo, para que la historia no deje nunca de tomarlo en cuenta), lo resolvieron sin vacilar, pasando sobre los temores y los escrúpulos que habían abrigado muchos de nuestros hombres públicos. Dos concesiones importantísimas se otorgaron: la una á la compañía, previamente organizada en Boston, del Ferrocarril Central Mexicano, para construir una vía de anchura normal (un metro cuatrocien- 1,435m tos cuarenta y cinco milímetros) de México á Paso del Norte, tocando en Querétaro, Celaya, Salamanca, Irapuato, Guanajuato, Silao, León, Aguascalientes, Zacatecas y Chihuahua, con un ramal al Pacífico, pasando por Guadalajara; y la otra á la Compañía Constructora Nacional Mexicana, en vía de organización en Denver, para construir un ferrocarril de vía angosta (novecientos catorce milímetros) 0,914 de México á Manzanillo, tocando en Toluca, Maravatío, Muxiao! Acámbaro, Morelia, Zamora y La Piedad, y otra de México

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á Laredo, sobre la frontera del Norte, desprendiéndola de lå anterior entre Maravatío y Morelia y ligando las ciudades de San Luis Potosí, Saltillo y Monterrey.

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Los principios fundamentales de estas concesiones, fechadas respectivamente el 8 y el 13 de Septiembre de 1880 y que con pocas variantes se han seguido en todas las demás, pueden resumirse así: la concesión fué hecha por noventa y nueve años, al fin de los cuales la vía herrada entrará al dominio nacional, sin pago alguno y libre de todo gravamen; no así las estaciones, depósitos, talleres y material rodante, cuyo precio, á juicio de peritos, deberá pagarse á la empresa. Durante ese período, la explotación queda encomendada á la compañía concesionaria, pero con sujeción á ciertas reglas y especialmente á tarifas determinadas, cuyo límite máximo no puede en ningún caso traspasarse. El gobierno tiene el derecho de nombrar interventores de la construcción y explotación de la vía y uno ó dos representantes en la Junta directiva, estándo obligada la compañía, además, á rendir anualmente informes bastante detallados sobre su condición financiera y sobre el tráfico y sus productos.

Las tarifas, que deben aplicarse con absoluta igualdad, son revisables periódicamente, y ciertos artículos, como los rieles, el carbón de piedra y otros, deben figurar siempre en la última clase ó pagar determinadas cuotas muy bajas. Los efectos pertenecientes al gobierno, así como las tropas y empleados que viajen por razón del servicio público, gozan de importantes rebajas en los fletes y pasajes que fijan las tarifas ordinarias; y la correspondencia pública, así como los empleados que la conduzcan, son transportados gratuitamente. Las empresas están autorizadas para establecer líneas telegráficas para su servicio y el de los pasajeros, teniendo la obligación de permitir que sobre sus postes se coloque por el gobierno un alambre que ellas deben cuidar y conservar.

En cambio, las compañías concesionarias fueron auxiliadas por la nación con importantísimas franquicias, exenciónes y subsidios pecuniarios. No sólo gozaron del derecho de expropiación por causa de utilidad pública para el establecimiento de su vía y para el de sus estaciones, almacenes y

depósitos, sino que se les dió una libertad casi absoluta para la importación de su material fijo y rodante, se las permitió la ocupación gratuita de los terrenos de propiedad nacio. nal y de los materiales de construcción que en ellos hubiera y se les eximió de impuestos de toda clase durante largos períodos.

Por último, la nación se obligó á pagar á las compañías un subsidio pecuniario por cada kilómetro de vía construída, que fué de $ 9.500 para el Ferrocarril Central, y para el Nacional de $ 7.500 en su línea del Pacífico y de $ 6.500 en la de la frontera del Norte.

Para el pago de estas subvenciones se estipuló que ambas empresas recibieran certificados especiales, en los cuales debía hacerse forzosamente el pago de un tanto por ciento de los derechos de importación que se causaran en todas ó en las más importantes aduanas marítimas y fronterizas de la República: el 6 quedó consignado al Ferrocarril Central y el 4 y al Nacional, estipulándose que tales certificados no causarían intereses.

Asi nacieron nuestras dos grandes líneas férreas que, como era de esperar, se conectaron desde luego con las líneas norteamericanas; y lo mismo sucedió con la que, simultáneamente, se concedió de Guaymas á Nogales en el Estado de Sonora.

Los cuatro años posteriores, correspondientes á la administración presidencial del señor general don Manuel González, fueron de una actividad casi febril en la materia que nos ocupa. La política de esa administración, así como la de las posteriores del señor general Díaz hasta 1891, consistió en otorgar liberalmente, casi con prodigalidad, concesiones de ferrocarriles con subvención á todo el que las pedía, sin tasa ni medida, y pudiera decirse también que sin orden ni concierto. Apóstol fervoroso y valiente ejecutor de esta manera de proceder fué el señor general don Carlos Pacheco,

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