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de China, por mucha suma de plata que llevan, usando de muchas diligencias y fraudes (1);» y como la que dió fin al tráfico entre la Nueva España y el Perú, que por característica ponemos aquí en su texto literal.

«Estuvo permitido que del Perú á Nueva España anduviesen dos navíos cada año al comercio y tráfico hasta en cantidad de doscientos mil ducados, que después se redujo á uno, con ciertas calidades. Y porque ha crecido con exceso el trato en ropa de China en el Perú, sin embargo de tantas prohibiciones convenientes á nuestro real servicio, bien y utilidad de la causa pública y comercio de estos y aquellos reinos; habiendo precedido última resolución del virrey conde de Chinchón y acuerdo de Hacienda para quitar absolutamente la ocasión: ordenamos y mandamos á los virreyes del Perú y Nueva España que infaliblemente prohiban y estorben este comercio y tráfico entre ambos reinos, por todos los caminos y medios que fuere posible, y que no le haya por otras partes; que Nos por la presente lo prohibimos, guardando esta prohibición firmemente y continuándola en adelante (2).»

¡Y todavía nos maravillamos de que se haya necesitado casi un siglo, desde la independencia de la América española, para que las nacionalidades formadas con sus fragmentos hayan comenzado á aproximarse y á procurar crear entre sus intereses una solidaridad que el régimen colonial hizo imposible, porque estorbó, por cuantos medios estuvieron á su alcance, todo contacto entre sus antiguas colonias!

La explicación de este régimen es, sin embargo, muy sencilla, si se vuelve la vista á lo que en España misma pasaba. Abandonada la agricultura al grado de que la población, aunque había disminuído sensiblemente desde los tiempos de Carlos V, se veía obligada á consumir los trigos

(1) Ley LXXVII, ibid.
(2) Ley LXXVIII, ibid.

de Polonia, que Holanda le llevaba: arruinada la industria no sólo por la expulsión de moros y judíos sino por el desprecio con que eran vistas las ocupaciones que se llamaban mecánicas y cuyo ejercicio era incompatible con la hidalguía y la noblesa; vilipendiado el comercio como un oficio casi degradante, la ruina económica de España se hacía cada vez mayor. Complicábase semejante estado social con el de la hacienda pública, que no podía ser más deplorable. Los deficientes que ya legara al tesoro el emperador Don Carlos fueron creciendo bajo sus sucesores de la casa de Austria y el abismo se ahondaba más y más á causa de las continuas guerras, sin que hubiera para colmarlo otra cosa que los metales preciosos de América, que ni siquiera quedaban en la metrópoli, sino que pasaban en derechura á Holanda, á Francia, á Inglaterra y á las demás naciones productoras, que, en realidad, eran las que enviaban á las colonias españolas sus productos y artefactos, ya valiéndose de mercaderes españoles ó ya empleando el cohecho, el soborno y el contrabando.

Como era lógicamente irremediable, la usura en todas sus formas se había implantado en aquel pueblo empobrecido y exangüe; y desde el postrero de los hidalgos hasta el rey vivían en manos del agio, que lo mismo se apoderaba de las últimas migajas de la riqueza de los nobles que de los despojos del tesoro real, obligado á arrendar los impuestos, lo que impedía alterarlos ó modificarlos, á pedir recursos á los empréstitos voluntarios, y cuando ya éstos no fueron posibles, porque ningún compromiso se cumplía, á los empréstitos forzosos, que si arruinaban á muchos particulares, ordinariamente extranjeros, arruinaban también á la nación. ¿Qué más? Hubo de recurrirse, entre otros expedientes para proporcionarse recursos, hasta á la falsificación de moneda, no sólo en la forma del curso forzoso de la de cobre por un valor que no tenía, sino en la de una rebaja clandestina en la ley de la plata que en la Nueva España se acuñaba, y que se llevó á efecto por órdenes secretas venidas del gobierno peninsular.

Si tal era la situación allá, ¿cómo esperar que las colonias americanas tuvieran mejor suerte de la que les cupo cuando, volvemos á repetirlo, lo que se les pedía, lo que se quería de ellas á todo trance, era que con su oro y su plata pagaran todas las guerras, colmaran todos los deficientes y enriquecieran á todos los individuos de un pueblo que carecía de cuanto elemento económico es indispensable para la vida, al grado de que muchos particulares, faltos de recursos y sin la costumbre ni la posibilidad de trabajar, ingresaban á los conventos simplemente para asegurarse el pan de cada día?

Esta situación hubo de empezar á modificarse con el advenimiento de los primeros monarcas de la casa de Borbón. El rey Don Felipe V y su ministro el cardenal Alberoni, animado el uno del espíritu de su abuelo Luis XIV y nutrido el otro en las enseñanzas de Richelieu y Colbert, abandonaron la tradicional política exterior de España y se consagraron á reconstituir, por medio de sabias medidas que es imposible enumerar aquí, la agricultura, la industria, la navegación y el comercio.

Este espíritu no podía menos de extenderse al régimen colonial; pero cuando adquirió su mayor ensanche fué bajo el reinado del preclaro monarca Don Carlos III, y por no salir del cuadro que nos traza el asunto que es materia de nuestro estudio, no habremos de referirnos ni á la expulsión de los Jesuítas, ni á la organización de la Real Hacienda y de las Intendencias, ni á las otras importantísimas y radicales reformas políticas y administrativas que caracterizan la época de los Floridablanca, Aranda y Campomanes, que comprendieron la urgencia de cambiar la orientación de la política colonial, para que la empobrecida metrópoli pudiera obtener de sus posesiones americanas los elementos de vida. de que ella misma carecía por completo.

Precisaba para ello ocurrir á métodos más liberales y humanos y á esto obedeció la real pragmática de 12 de Octubre de 1778, que se llamó del «comercio libre» porque acordó numerosas franquicias mercantiles, abolió el sistema de flotas, habilitó para el tráfico diversos puertos españoles

en el Mediterráneo y en el Atlántico así como en las Antillas y en la Tierra-firme, rebajó mucho los impuestos á las mercancías españolas que venían á América, eximió completamente de derechos á ciertos productos coloniales cuando se consumían en la metrópoli y redujo otros considerablemente. También permitió, bajo ciertas condiciones, que de las islas Baleares y de las Canarias pudiesen venir naves á Indias; y aunque subsistieron en buen número las restricciones y aun algunas prohibiciones, con el intento de proteger la marina y la industria españolas, el comercio, hasta entonces encadenado, pudo moverse con relativa holgura.

Cierto que en un principio la Nueva España y Venezuela quedaron exceptuadas de estos beneficios y sólo se les ofreció «un particular arreglo y el permitir desde 1779 que los registros anuales de azogues lleven á Veracruz los frutos y manufacturas de estos reinos con la misma rebaja de derechos ó respectiva exención de ellos, que irán especificadas en esta concesión (1);» pero el primer paso estaba dado y poco a poco las colonias exceptuadas, no obstante la resistencia de los intereses creados á la sombra de un monopolio secular, fueron entrando en el nuevo régimen, hasta que el Real decreto de 28 de Febrero de 1789 extendió á ellas, sin limitación, los beneficios del comercio libre.

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Por otra parte, el tratado de Utrecht, de 13 de Junio de 1713, había dado á Inglaterra el derecho exclusivo de hacer en diferentes partes de América el tráfico de esclavos negros y el de «llevar anualmente un navío de porte de quinientas toneladas cargado de géneros;» y aunque este pacto no se cumplió de pronto, sí se puso en ejecución más tarde, «siendo manantial fecundo, al decir de un autor español, del contrabando de muchos millones de pesos anuales, que se ejercitaba en el seno mexicano y por el istmo de Panamá, de que siempre fué Jamaica el gran depósito (2).» Algunas veces, y siempre á causa de la incomunicación que producía

(1) Artículo VI de la pragmática.

(2) Don José María Zamora y Coronado. Biblioteca de Legislación ultramarina. Madrid, 1844.

la guerra, llegaron á permitirse las expediciones de efectos no prohibidos, en buques españoles ó extranjeros, desde los puertos de las potencias neutrales directamente á los de la América española; y por último, la célebre «Casa de Contratación», que ya desde 1717 se había trasladado de Sevilla á Cádiz, fué extinguida por Real decreto de 18 de Junio de 1790.

Nada hemos dicho hasta ahora de los Consulados de Comercio, y tiempo es ya de reparar esta omisión. Eran fundamentalmente tribunales que administraban la justicia mercantil y se componían de un Prior con funciones de presidente, Cónsules, que eran los Jueces que acompañaban al Prior, y Diputados ó Conciliarios, que, sin dejar de tener ciertas funciones propias, fungían además como suplentes de los Cónsules. Formábanse estas corporaciones de comerciantes que no fuesen «extranjeros, ni hijos de ellos, ni sus criados, ni escribanos»; eran elegidos por los demás miembros del gremio mercantil que reuniesen determinadas condiciones de arraigo y capital, pero sin tener tienda abierta y parece que el primer Consulado se instituyó en Burgos (1494) y le siguió en breve el de Sevilla (1502), al lado y como complemento de la «Casa de Contratación». Las causas mercantiles de que juzgaban, y en las cuales estaban incluídas las de quiebra, debían ser decididas á verdad sabida y buena fe guardada, es decir, fuera de las complicadas y enredadísimas fórmulas jurídicas que prevalecían en el enjuiciamiento español y que, como incorregible mal hereditario, aqueja todavía á los pueblos de origen ibero. Al lado de estas atribuciones judiciales, estaban encomendadas á los Consulados otras puramente administrativas; pues esta confusión y promiscuidad de funciones parece haber sido otro rasgo característico de que la organización española no hubo de corregirse sino cuando las Cortes de Cádiz previnieron en la Constitución de 1812 la separación de los pode

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